Luego de la muerte de Jesús y los milagros que ocurrieron, José de Arimatea le pidió a Pilato el permiso para retirar el cuerpo. Lo normal era que se echaran los cuerpos de los crucificados en una fosa común, pero José era un prominente miembro del Sanedrín y pudo persuadir a Pilato que le entregara el cuerpo.
Debido a los grandes milagros que Pedro y los otros apóstoles hicieron, otra vez les entró la envidia y el temor a los sacerdotes. Ya los habían amenazado, luego de la sanidad del cojo, pero “les soltaron, no hallando ningún modo de castigarles” (Hechos 4:21).