#267 - Hechos 2-3: "Los primeros sermones de los apóstoles"

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#267 - Hechos 2-3

"Los primeros sermones de los apóstoles"

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Sabemos que fue en esa fecha porque Jesús nació en el año 4 a.C. Según la historia judía y romana, el rey Herodes el Grande murió sin lugar a dudas en la primavera del año 4 a.C. Por ejemplo, el Diccionario Bíblico de Easton explica: “Luego de un reinado tumultuoso de treinta y siete años, Herodes el Grande murió en Jericó en medio de grandes dolores en el año 4 a.C., que fue el mismo año en que nació Jesús”.

Puesto que Herodes ordenó la matanza de los niños de Belén luego del nacimiento de Jesús (Mateo 2:16), no pudo haber muerto antes de ese acontecimiento. Por eso, la fecha del nacimiento de Jesús tiene que ser antes de la primavera del año 4 a.C. Ahora bien, Lucas menciona que: “Jesús mismo al comenzar su ministerio era como de treinta años” (Lucas 3:23). Según la cronología dada en los evangelios, el ministerio de Jesús duró tres años y medio. Por eso sabemos que Jesús tuvo que comenzar su ministerio en el año 27 d.C. y murió en el año 31 d.C. a los treinta y tres años. Así también sabemos que Jesús murió en un día miércoles, pues la Pascua del año 31 caía en ese día. Veamos el gráfico:

Fechas de la Pascua según el calendario

Es interesante notar que los católicos y los protestantes fijan la fecha de la muerte de Jesús en el año 33 d.C. para que su muerte coincida con el “viernes santo”. Sin embargo, eso haría que Cristo muriera a los 35 años, una fecha demasiado tarde, pues entonces su ministerio no habría comenzado a los treinta años. El día correcto de la Pascua es otra prueba de que la crucifixión ocurrió en un día miércoles y no en un viernes.

Según estas fechas, Pedro estaba hablando exactamente cincuenta días después de que resucitó Jesús de entre los muertos y en el día de Pentecostés que significa “quincuagésimo”. Todo coincide perfectamente con la cronología bíblica que había sido profetizada según las Fiestas Santas. Dios hace las cosas a tiempo.

Pedro continúa predicando a la gran multitud de judíos que estaban en el Templo: “Varones israelitas, oíd estas palabras: Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él, como vosotros mismo sabéis; a éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos [los soldados romanos], crucificándole; al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella” (Hechos 2:22-24). No sólo fueron Pedro y los demás los testigos de muchos de estos milagros, sino también los habitantes de Jerusalén.

Es importante notar algo que la traducción de este pasaje al español oculta al decir: “sueltos los dolores de la muerte”. El verdadero significado aparece en el comentario de Robertson, el experto en griego, que dice: “Los dolores de la muerte”—No sabemos cómo llegaron Pedro o Lucas a interpretar esta antigua palabra griega odinas, o “dolores de parto”. Los primeros escritores cristianos interpretaban la resurrección de Cristo como un nacimiento surgido de la muerte”. El Diccionario Teológico de Kittel añade: En Hechos 2:24, odinas se refiere a un nuevo nacimiento a través de la resurrección de entre los muertos. Dios mismo ha aliviado los dolores de nacimiento al asegurar que salga el Redentor. El sepulcro no puede retener a Cristo de la misma manera que el vientre de una mujer embarazada no puede retener a un bebé”. Por eso explicó Pablo que Jesús es “el primogénito [el primer nacido] de entre los muertos” (Col 1:18). He aquí otra evidencia más de que el concepto de nacer de nuevo se refiere también al resucitar de la muerte y nacer de nuevo en el reino de Dios. Cuando uno muere, es “sembrado en deshonra, pero resucitará en gloria” (1 Corintios 15:43).

Pedro continúa: “Porque David dice de él: Veía al Señor siempre delante de mí; porque está a mi diestra, no seré conmovido. Por lo cual mi corazón se alegró, y se gozó mi lengua, y aun mi carne descansará en esperanza; porque no dejará mi alma en el Hades [o la tumba], ni permitirás que tu Santo vea corrupción… Varones hermanos, se os puede decir libremente del patriarca David, que murió y fue sepultado, y su sepulcro está con nosotros hasta el día de hoy” (Hechos 2:25-29).

En los tiempos de Pedro, la tumba de David todavía existía y podían verla desde ese mismo Templo. Comenta Barclay: “Su tumba estaba en el Monte de Sión, donde la mayoría de los reyes de Judá fueron enterrados. En los tiempos de Adriano (117-138 d.C.) fueron arruinadas las tumbas”. Pero en esa época, Pedro aún podía señalar desde allí el lugar donde reposaban los huesos de David.

Pedro entonces concluye que la profecía no se podía referir a David mismo, sino al Mesías, que Dios levantaría de los muertos. Por eso dice de David: “Pero siendo profeta, y sabiendo que con juramento Dios le había jurado que de su descendencia, en cuanto a la carne, levantaría al Cristo, que su alma no fue dejada en el Hades, ni su carne vio corrupción [el cuerpo comienza a corromperse luego de tres días]. A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís [el don de idiomas]. Porque David no subió a los cielos; pero él mismo dice: Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies” (Hechos 2:30-35).

Noten esta importantísima aclaración que David no ha ido al cielo, como tantos suponen al creer en la inmortalidad del alma. Pedro declara que David sigue allí, en su sepultura, “durmiendo” (1 Reyes 2:10) hasta que llegue la resurrección. Puesto que David no resucitó, entonces Pedro concluye que la profecía se refiere a Cristo, el Señor que Dios el Padre ha puesto a su diestra.

Pedro asegura: “Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo. Al oír esto, se compungieron de corazón [no podían negar las pruebas], y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos?” (Hechos 2:36-37).

Pedro le entregó la misma respuesta que un ministro de Dios da hoy día: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:28). Noten la secuencia: primero, el arrepentimiento al haber quebrantado la santa ley de Dios. Luego viene el bautismo en el nombre de Jesucristo, que significa por su autoridad, para el perdón de los pecados, y finalmente viene el recibimiento del Espíritu Santo, que como verán, se hace mediante la imposición de manos.

Pedro les explica que esta oportunidad está abierta a todos los que Dios llama a su Iglesia, al abrirles sus corazones. “Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare. Y con otras muchas palabras testificaba y les exhortaba, diciendo: Sed salvos de esta perversa generación. Así que, los que recibieron su palabra fueron bautizados, y se añadieron aquel día como tres mil personas.

De modo que, en ese día de Pentecostés, de una Iglesia de 120 personas, ahora llega a más de tres mil. Recuerden que la gran mayoría de estas personas habían visto los milagros de Jesús, habían escuchado a Jesús durante su ministerio de tres años y medio y habían sido testigos de los que fueron resucitados a la vida física, no sólo a Lázaro, sino a otros santos muertos en Jerusalén.

Ellos no se consideraban predicadores, sino discípulos, o sea estudiantes de la Palabra, que era enseñada por los apóstoles. Dice: “Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles [no sólo de Pedro], en la comunión unos con otros [el compañerismo cristiano], y en el partimiento del pan [comían juntos en sus casas] y en las oraciones” (Hechos 2:46-47). Tenían tremendo entusiasmo por ser parte de esta nueva comunidad de creyentes.

Sigue el relato: “Y sobrevino temor [respeto reverente] a toda persona; y muchas maravillas y señales eran hechas por los apóstoles. Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseveraban unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (Hechos 2:43-47).

He aquí seis características que deben describir a la verdadera iglesia: 1) Es una iglesia que teme a Dios y su Palabra más que al hombre. 2) Es una iglesia que aprende humildemente la doctrina venida de los apóstoles, no de filósofos paganos ni de otras supuestas autoridades religiosas. 3) Es una iglesia que tiene un compañerismo genuino y sencillo, que le gusta comer juntos y que no hace acepción de personas entre ricos y pobres, sencillos o poderosos. 4) Es una iglesia que comparte los fondos para el bien de la comunidad, para la Obra y que cuida a sus viudas y a los más necesitados. 5) Es una iglesia alegre, sin complejos, ni es santurrona. 6) Es una iglesia respetuosa que da un buen ejemplo para los de afuera de su humildad, sencillez y amor.

Respecto a compartir los bienes, El Comentario del Conocimiento Bíblico aclara: “La venta de propiedades y el tener en común los bienes puede significar que la Iglesia pensó que Jesucristo iba a volver pronto y establecer el reino. Esto puede explicar por qué la práctica no continuó más tarde. El tener todo en común no significa un tipo de socialismo o comunismo puesto que todo se hacía en forma voluntaria y no obligatoria. Tampoco los bienes fueron distribuidos en forma pareja, sino sólo para solucionar las necesidades que surgían”.

Además, los diezmos aún no se podían entregar para solventar los gastos de la Iglesia, puesto que todavía existía el ministerio levítico y el sacerdocio del Templo que debían ser respetados y sostenidos. El cambio de entregar los diezmos al ministerio de Melquisedec, o sea, de Cristo y a los ministros nombrados por él en su Iglesia se explica en Hebreos 7-8 y fue gradual. Sólo después de la destrucción del Templo en el año 70 d.C. y el final del ministerio levítico, se pudo entregar todos los diezmos a los ministros de Jesús para la Obra de Dios. Pero al principio, la Iglesia se mantenía más por las ofrendas y la venta voluntaria de los bienes de los miembros.

Capítulo 3 – Un gran milagro

Algo maravilloso ocurrió después: “Pedro y Juan subían juntos al templo a la hora novena, la de la oración. Y era traído un hombre cojo de nacimiento, a quien ponían cada día a la puerta del templo que se llamaba Hermosa, para que pidiese limosna de los que entraban en el templo” (Hechos 3:1-2).

De nuevo vemos a los apóstoles asistiendo a los servicios del Templo. Era una tradición judía hacer oraciones a las 9:00 AM, a las 12:00 de mediodía y a las 3:00 PM. Una de las grandes puertas del Templo se llamaba Hermosa por su belleza, y probablemente se refiere a la puerta Nicanor, que Josefo dice era tan hermosamente tallada en bronce corintio que “excedía en valor a otras puertas enchapadas en plata y oro”.

A ese lugar, cada día cargaban a un mendigo tullido desde su nacimiento. Al ver a Pedro y Juan, extendió su mano para ver si recibía algo. Pedro le dijo: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda” (Hechos 3:6). El paralítico no entendió lo que dijo y no se movió. Pedro entonces lo tomó y, “al momento se le afirmaron los pies y tobillos; y saltando, se puso en pie y anduvo; y entró con ellos en el templo, andando y saltando, y alabando a Dios. Y todo el pueblo le vio andar y alabar a Dios. Y le reconocían que era el que se sentaba a pedir limosna a la puerta del templo, la Hermosa; y se llenaron de asombro y espanto por lo que le había sucedido. Y teniendo asidos a Pedro y a Juan el cojo que había sido sanado, todo el pueblo, atónito, concurrió a ellos al pórtico que se llama de Salomón” (Hechos 3:7-10). El pórtico era llamado así porque se había construido sobre los restos de los cimientos del antiguo Templo de Salomón.

Pedro ahora entrega su segundo discurso para explicar cómo pudo ser sanado el paralítico. “Viendo esto Pedro, respondió al pueblo: Varones israelitas, ¿por qué os maravilláis de esto? ¿o por qué ponéis los ojos en nosotros, como si por nuestro poder o piedad hubiésemos hecho andar a éste? El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Hijo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis delante de Pilato, cuando éste había resuelto ponerle en libertad. Mas vosotros negasteis al Santo y al Justo, y pedisteis que se os diese un homicida, y matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de los muertos, de lo cual nosotros somos testigos. Y por la fe en su nombre, a éste que vosotros veis y conocéis, le ha confirmado su nombre; y la fe que es por él ha dado a éste esta completa sanidad en presencia de todos vosotros” (Hechos 3:12-16).

Pedro no se atribuye a sí mismo el poder de hacer milagros, sino al poder de Jesús en él. Eran momentos importantes para el inicio de la Iglesia y así poder mostrar por los milagros que Jesús era el Mesías y Emmanuel, o “Dios entre nosotros”. Luego usa un juego de palabras para explicar la ironía de que escogieron liberar a un “quitador de vidas” (Barrabás) mientras crucificaron “al Autor o Dador de la vida”.

Sin embargo, Pedro no los acusa de saber quién era en realidad Jesús. “Mas ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros gobernantes. Pero Dios ha cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos sus profetas, que su Cristo había de padecer. Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado; a quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo" (Hechos 3:17-21).

He aquí el meollo del mensaje cristiano: 1) Las personas pecan normalmente por ignorancia. 2) Necesitan reconocerlo y “arrepentirse”, metanoesate, que es cambiar de corazón y mente. 3) Así los pecados serán borrados, de exaleipho, o borrar la escritura de un documento. La tinta en ese entonces no contenía ácido y por eso no quedaba adherida al documento. Para borrar las letras, pasaban por encima una esponja mojada y quedaba limpio, listo para usar de nuevo. 4) Luego de la conversión viene la preparación espiritual en la Iglesia, al participar en la Obra de Dios y esperar el reino de Dios.

Aquí Pedro menciona “los tiempos de refrigerio… los tiempos de la restauración de todas las cosas” que se refieren al establecimiento del reino de Dios sobre la tierra. Este mundo quedó dañado por el pecado y por la influencia de Satanás, que es el verdadero dios de este planeta (2 Corintios 4:4). Todo esto tiene que cambiar para que la tierra y los habitantes sean “refrescados” con la paz y la felicidad del reino. Pero Pedro también está diciendo que mientras tanto, nosotros debemos pasar por una “renovación personal” al bautizarnos y recibir el Espíritu Santo. Nos damos cuenta en la vida que no podemos cambiar al mundo, pero sí podemos cambiarnos a nosotros mismos. Al bautizarnos y recibir el Espíritu Santo, somos renovados como “nuevas criaturas en Cristo” (2 Corintios 5:17) y así comienza una vida nueva.

La venida del Reino y de Cristo fue profetizado en el Antiguo Testamento, como Pedro explica: “Porque Moisés dijo a los padres: El Señor vuestro Dios os levantará profeta de entre vuestros hermanos, como a mí; a él oiréis en todas las cosas que os hable; y toda alma que no oiga a aquel profeta, será desarraigada del pueblo. Y todos los profetas desde Samuel en adelante, cuantos han hablado, también han anunciado estos días. Vosotros sois los hijos de los profetas, y del pacto que Dios hizo con nuestros padres, diciendo a Abraham: En tu simiente serán benditas todas las familias de la tierra. A vosotros primeramente, Dios, habiendo levantado a su Hijo, lo envió para que os bendijese, a fin de que cada uno se convierta de su maldad” (Hechos 3:22-26).

Pedro les comenta lo que será un patrón en el libro de los Hechos: que el ofrecimiento para entrar en la Iglesia y el reino de Dios principia con los judíos, pero no termina allí. El ofrecimiento para bautizarse se hará en todas las naciones del mundo (Mateo 28:19-20). Si tienen fe en el nombre de Jesús y lo aceptan como su Maestro y Salvador, y obedecen sus enseñanzas, que incluyen guardar los Diez Mandamientos, entonces pueden ser parte del pueblo de Dios y del futuro reino, cuando se “restaurarán todas las cosas”. Hermoso ofrecimiento, ¿verdad? En el siguiente estudio, comienza la primera persecución y veremos qué hacen los apóstoles.