La vida en la familia de Dios

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El gran propósito de Dios para crear a la humanidad es verdaderamente inspirador y asombroso. Debemos darnos cuenta de que este objetivo no fue pensado sólo para la humanidad en un sentido general, sino que está dirigido a usted personalmente. Dios quiere enaltecerlo a usted, como individuo, para que comparta la vida eterna y divina con él y con todos sus hijos.

Si Dios está abriendo su mente al increíble potencial para el cual lo creó, es porque lo está invitando a ser parte de los pioneros de su plan para la humanidad; para que sea desde ahora su hijo o hija espiritual, como un adelanto de la gloria plena que le será concedida a la resurrección de los muertos, cuando Jesucristo regrese.

¿Quiénes son, entonces, los hijos de Dios en los tiempos actuales? ¿Quiénes serán parte de la familia espiritual e inmortal de Dios? ¿Cómo puede usted o cualquiera de nosotros aspirar a tan maravilloso porvenir? ¿Y cómo será la vida cuando seamos finalmente promovidos a una existencia glorificada?

Cómo integrarse a la familia

La Biblia explica que quienes sean incorporados a la familia inmortal de Dios primero tienen que arrepentirse sinceramente de sus pecados, ser bautizados y recibir el don del Espíritu Santo (Hechos 2:38). Después de recibir el Espíritu Santo, pasan a ser miembros convertidos del cuerpo espiritual de Cristo (1 Corintios 12:12-13), esto es, su Iglesia (Colosenses 1:24). Esperan así la resurrección al retorno de Jesucristo, cuando les será otorgada la inmortalidad (1 Corintios 15:51-54).

Recibir el Espíritu Santo es esencial para la conversión. El apóstol Pablo afirma claramente que uno debe recibir el Espíritu Santo para llegar a ser parte de la familia de Dios y de la Iglesia: “Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8:9).

¿Por qué no pueden ser parte del pueblo de Dios quienes no tienen su Espíritu? Porque, como explica Pablo en la misma epístola, “todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (v. 14). Pablo esclarece la relación entre el Espíritu de Dios y la salvación: “Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros” (v. 11). Únicamente aquellos que tengan el Espíritu de Dios heredarán la vida eterna. Más aún, es mediante el Espíritu que somos engendrados a vida espiritual, como vimos anteriormente.

¿Cómo, entonces, puede usted recibir el Espíritu de Dios? El apóstol Pablo lo explicó así: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:38 ). (El verdadero arrepentimiento y el bautismo, que abren el camino para ingresar a la familia de Dios, son explicados en detalle en nuestros folletos gratuitos Transforme su vida y El camino hacia la vida eterna. Puede descargarlos de Internet o solicitar su copia gratuita hoy mismo).

Por lo tanto, los hijos de Dios son aquellos que son guiados por Dios mediante su Espíritu. El Espíritu Santo es el poder y la presencia de Dios trabajando dentro de ellos (vea 2 Timoteo 1:6; Salmo 51:11; Filipenses 2:13). Quienes reciben el Espíritu de Dios son considerados como hijos de Dios incluso en esta vida presente.

“Amados, ahora somos hijos de Dios . . . Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:2-3).

Sin embargo, lo que ahora somos no es nada comparado con lo que habremos de ser cuando Jesucristo regrese. En ese momento, los hijos fieles de Dios serán resucitados de la carne y sangre física a un espíritu inmortal, para que puedan compartir la eternidad con él en su mismo plano existencial.

Un futuro incomparable

El apóstol Pablo describe la prodigiosa transformación que tendrá lugar cuando los muertos sean resucitados: “Hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres; pero el esplendor de los cuerpos celestes es uno, y el de los cuerpos terrestres es otro. Uno es el esplendor del sol, otro el de la luna y otro el de las estrellas. Cada estrella tiene su propio brillo.

“Así sucederá también con la resurrección de los muertos. Lo que se siembra en corrupción, resucita en incorrupción; lo que se siembra en oprobio, resucita en gloria; lo que se siembra en debilidad, resucita en poder; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. Si hay un cuerpo natural, también hay un cuerpo espiritual” (1 Corintios 15:40-44, NVI).

Estos versículos describen un cambio por demás asombroso, a un esplendor y majestad que para nosotros es casi imposible concebir (vea “La semejanza de Dios”). Por ello es que Pablo dice, “tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Romanos 8:18; vea también 2 Corintios 4:16-18).

¿Alcanza a captar el panorama? Ser resucitado en la familia de Dios como hijo mismo de Dios, una parte de su propia familia, es algo tan magnífico, que es inútil compararlo con cualquier otra cosa que hayamos conocido. Ni todas las pruebas, problemas y sufrimientos de esta vida podrían asemejarse siquiera al invaluable regalo de la vida eterna, como hijos glorificados de Dios en plena semejanza del Padre y de Jesucristo. Ese increíble futuro es el propósito de esta vida. Es por eso que usted nació.

No es extraño que Pablo haya exclamado, “Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios” (Romanos 8:19).

Nuestro papel en el Reino de Dios

El maravilloso mundo de mañana será inaugurado al retorno de Jesucristo, quien gobernará como Rey de Reyes y Señor de Señores (Apocalipsis 19:16). Cada reino, potencia y gobierno será subordinado bajo su gobierno divino (Apocalipsis 11:15). Él establecerá el Reino de Dios sobre la tierra. Este fue el meollo de su mensaje: el evangelio, o las buenas nuevas, que él predicó (Marcos 1:14-15). (Usted puede descargar de Internet o solicitar una copia gratuita de nuestro folleto El evangelio del reino de Dios para entender mejor este crucial tema, tanto del mensaje de Cristo como de la Biblia entera).

Los hijos e hijas de Dios que hayan sido fieles a él van a compartir el gobierno de Cristo. Fíjese en la promesa que Jesús hizo: “Al que venciere, le daré que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono” (Apocalipsis 3:21). Aquellos que perseveren, recibirán autoridad como reyes y sacerdotes de Dios en aquel reino (Apocalipsis 1:5-6).

Este deslumbrante futuro fue profetizado con anterioridad en el Antiguo Testamento. Por ejemplo, el profeta Daniel tuvo una visión de Cristo recibiendo su reino de manos de Dios el Padre: 

“Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre [Jesucristo], que vino hasta el Anciano de días, y le hicieron acercarse delante de él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido”.

“Y que el reino, y el dominio y la majestad de los reinos debajo de todo el cielo, sea dado al pueblo de los santos del Altísimo, cuyo reino es reino eterno, y todos los dominios le servirán y obedecerán” (Daniel 7:13-14, Daniel 7:27). Nuevamente, “los santos del Altísimo”—es decir, los que han sido santificados o separados como algo santo, es decir, todos los verdaderos seguidores de Dios—serán reyes y gobernantes con Jesucristo.  

Este reino divino compartido, que administrará las naciones físicas de la tierra, tendrá una estructura administrativa jerárquica. Por ejemplo, se nos dice que el rey David servirá nuevamente como gobernante sobre todo Israel, mientras que los 12 apóstoles de Jesucristo recibirán autoridad para gobernar individualmente sobre las 12 tribus de Israel (Jeremías 30:9; Ezequiel 37:24-25; Mateo 19:28). Y habrá aún más delegación de autoridad escalonada bajo ellos y también bajo la estructura administrativa de otras naciones.

Una de las parábolas de Cristo revela que mientras más se esfuerzan los hijos de Dios en servirlo a él durante esta vida de acuerdo a sus capacidades, más grande será la autoridad que les será asignada en el reino venidero, representado en esta parábola por cada uno de ellos siendo colocado sobre un número diferente de ciudades (Lucas 19:11-27). Por lo tanto, aun cuando los integrantes de la familia de Dios compartirán el dominio de la tierra y la gobernarán conjuntamente, es evidente que tendrán diferentes grados de responsabilidad administrativa bajo Jesucristo. Pero aun así, cada cargo será ocupado con tal majestad y gloria, que sobrepasará la imaginación.

Un hecho aún más asombroso que el de gobernar sobre las naciones físicas, es que hasta los mismos ángeles estarán sujetos a los hijos glorificados de Dios. Como escribió Pablo: “¿No sabéis que los santos han de juzgar al mundo?. . . ¿No sabéis que hemos de juzgar a los ángeles?” (1 Corintios 6:2-3). De hecho, como dice en Hebreos 2, Dios “no sujetó a los ángeles el mundo venidero, acerca del cual estamos hablando” (v. 5), sino que en cambio, como aclara el siguiente versículo, lo otorgó a los seres humanos incorporados a la familia de Dios, con Jesucristo como el precursor de esta herencia (vv. 6-13; compare 1:13-14).

¿Cómo podríamos esperar nosotros, simples seres humanos, que Dios el Padre y Jesucristo alguna vez compartieran con nosotros una responsabilidad tan increíble como ésta? Ciertamente esto nunca sería posible mientras seamos seres humanos débiles e imperfectos. De hecho, como muchas escrituras muestran, tenemos que ser transformados

Pablo explicó: “Pero esto digo, hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción. He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados (1 Corintios 15: 50-52).

De hecho, debemos reconocer que el reino de Dios no se limita exclusivamente al dominio de Dios que los seres humanos compartirán algún día. Más bien tiene que ver con un nivel existencial: el de ser transformados para experimentar lo que es vivir con el Padre y con Cristo en su mismo nivel.

Vale la pena destacar que el término reino en ocasiones se usa para clasificar ciertos niveles existenciales. Por ejemplo, tenemos el reino mineral, el reino vegetal, el reino animal, y, en la cúspide de la creación física, el reino humano.

Sobre todos éstos, en el ámbito espiritual, se encuentra el reino angelical. Y más arriba de todos ellos está el reino de Dios. Dios desea elevar al hombre desde el reino humano, pasando por el reino angelical, hasta el reino de Dios. En realidad, en el sentido más sublime, el reino de Dios es sinónimo de la familia gobernante de Dios, cuyos miembros en su totalidad compartirán la naturaleza plena de Dios.

Perfeccionados con un carácter amoroso

El gobierno de Cristo y de sus seguidores glorificados será sumamente distinto de los gobiernos que este mundo por lo general ha experimentado, porque ellos actuarán como verdaderos servidores públicos en lugar de explotar a la humanidad.

Jesús describió el tipo de liderazgo generoso, servidor y amoroso que caracterizará a quienes gobiernen con él: “Los reyes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que sobre ellas tienen autoridad son llamados bienhechores; mas no así vosotros, sino sea el mayor entre vosotros como el más joven, y el que dirige, como el que sirve” (Lucas 22:25-26).

Dios está creando no solo una familia de reyes, sino reyes que serán servidores, reyes que otorgarán bendiciones a sus súbditos. Como nos dice Proverbios 29:2, “Cuando los justos dominan, el pueblo se alegra”. ¡El mundo entero se regocijará bajo el gobierno justo de la familia de Dios!

El carácter de Dios está basado en el amor —la preocupación sincera hacia los demás— tanto así que la Biblia dice que “Dios es amor” (1 Juan 4:8-16). El amoroso carácter de Dios también es evidente en todos sus hijos. Ese carácter amoroso es lo que distingue a los verdaderos hijos de Dios, y revela quién pertenece genuinamente a su familia. Como escribió el apóstol Juan: “En esto se manifiestan los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia y que no ama a su hermano, no es de Dios” (1 Juan 3:10).

Jesús enseñó lo mismo: “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos . . . Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:43-45, 48).

El amor divino que pondrán en práctica los hijos de Dios resucitados e inmortales dará como resultado el maravilloso mundo del futuro. Dios está perfeccionando las actitudes de amor y misericordia en sus hijos e hijas, quienes son las primicias de su cosecha espiritual de seres humanos (Santiago 1:18). Ellos serán hijos dignos de su familia, que demostrarán al resto de la humanidad que el camino correcto de vida es la obediencia a la ley de Dios.

Dios está creando en sus hijos su mismo carácter, santo y justo; su modelo de vida, arraigado mediante hábitos, escogiendo el camino correcto, el camino del amor, en vez de la tentación y la autoindulgencia. La vida presente en cuerpos humanos físicos y temporales es nuestro campo de entrenamiento hacia esa meta, y un tiempo para que los hijos de Dios desarrollen un carácter justo, para llegar a ser como el Padre y el Hijo en sus mentes y estilo de vida.

Tenga la seguridad de que, a menos que estemos completamente sometidos a su guía, a andar humildemente en su camino de amor y servicio a los demás, no hay manera de que Dios nos impregne con su poder omnipotente y su inmortalidad.  Afortunadamente, Dios nos ayuda a crecer en este camino a lo largo de nuestras vidas, en la medida que nos sometamos a él. Y cuando seamos totalmente transformados a su semejanza en la resurrección, poseeremos su carácter perfecto.

No quedará ni el más mínimo vestigio de naturaleza humana egoísta. Sólo habrá amor y preocupación genuina y desinteresada por los demás, tal como la que Dios tiene. El resultado será una armonía perfecta entre todos los integrantes de la familia de Dios, ejerciendo una preocupación genuina y total por el bienestar de los gobernados. La familia de Dios reinará sobre los ángeles y sobre todos los seres humanos que todavía no hayan sido transformados.

Todavía hay más en el futuro

Como se explicó anteriormente, las personas convertidas por Dios en esta época, sus santos, son las primicias de su cosecha espiritual de seres humanos. Ellos son llamados “los primeros frutos”, para destacar el hecho de que habrán más seguidores. Esta analogía es tomada del año agrario de la antigua Israel, donde una cosecha primaveral era seguida por otra cosecha al final del verano y una más en el otoño.

Este ciclo agrario, y los eventos que lo acompañaban, se conmemoraban con los festivales anuales que Dios estableció para Israel, como una representación de los pasos progresivos de su magnífico plan de salvación (para aprender en más detalle sobre estas fiestas, descargue de nuestro portal en Internet o solicite el folleto gratuito Las fiestas santas de Dios).

Durante el reinado milenario de Jesucristo y sus santos sobre todas las naciones (Apocalipsis 20:6), representado por el gran festival de la cosecha otoñal, la Fiesta de Tabernáculos o Fiesta de la Cosecha, los pueblos de la tierra aprenderán el camino de la salvación y prácticamente todas las personas lo adoptarán. Más tarde, se unirán a los santos para ser glorificados e incorporados a la familia de Dios.

A continuación de este período vendrá el tiempo del juicio final, cuando todos los que hayan vivido alguna vez sin el entendimiento apropiado de la verdad de Dios recibirán su única oportunidad verdadera de salvación y glorificación (compare Apocalipsis 20:5; Apocalipsis 20:11-12; Mateo 11:21-24; Ezequiel 37:1-14).

El plan de Dios lo abarca todo. Durante este período, la inmensa mayoría de seres humanos recibirá la oportunidad de vivir eternamente. Recuerde que Dios “quiere que todos los hombres sean salvos” y no quiere “que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (1 Timoteo 2:4; 2 Pedro 3:9). Por medio de este maravilloso plan, toda la humanidad recibirá la oportunidad de aprender la verdad de Dios, de arrepentirse y de recibir salvación. (Esta magnífica verdad está explicada detalladamente en nuestros folletos gratuitos: ¿Qué sucede después de la muerte? y El cielo y el infierno).

Después de esto, como se nos revela en Apocalipsis 21, habrá un nuevo cielo y una nueva tierra; y la Nueva Jerusalén descenderá desde los cielos a la tierra como la ciudad capital del universo y morada eterna de Dios. Por fin, Dios el Padre y Jesucristo vivirán con la humanidad, que ahora se encontrará glorificada y en la categoría de hijos divinos de Dios. El versículo 7 nos anima con estas asombrosas palabras “El que venciere heredará todas las cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo”.

Como vimos al comienzo, “todas las cosas” se refiere a la totalidad del universo y del ámbito espiritual. Tendremos una morada espiritual permanente con Dios en la Nueva Jerusalén, pero no estaremos confinados a permanecer allí ni en la tierra, ni siquiera en esta galaxia. Por el contrario, tendremos la libertad para disfrutar todo el cosmos, que poseeremos junto con el Padre, Jesucristo y el resto de la familia divina.

Desde luego, podría ocurrir que tal como habrá diferentes niveles de responsabilidades administrativas sobre las naciones durante el reinado milenario de Cristo y de sus santos, también los miembros glorificados podrían tener distintas regiones bajo su supervisión por todo el universo. ¡Habrá sobreabundancia de responsabilidades que ejercer, considerando que el universo cuenta con 100 mil millones de galaxias, cada una compuesta de 100 mil millones de estrellas!

En todo caso, tendremos la capacidad de viajar a cualquier lugar del universo instantáneamente, a la velocidad del pensamiento, tal como Dios puede hacerlo, y embellecerlo y expandirlo bajo la dirección del Padre y de Cristo. Porque compartiremos su mente y poder infinitos. Para citar nuevamente las palabras del apóstol Pablo: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Corintios 2:9).

Alegría y placeres eternos

¡Este futuro es tan trascendental en magnitud y significado, que es prácticamente imposible imaginárselo! La verdad es que no sabemos todo lo que experimentaremos cuando finalmente moremos en gloria resplandeciente con Dios y la humanidad arrepentida en esa era futura, porque Dios no nos lo ha revelado, y si lo hiciera, probablemente no seríamos capaces de comprenderlo con nuestras mentes limitadas.

Pero de lo que podemos estar seguros es de que la vida en ese entonces nunca será aburrida ni monótona. Siempre estará llena de nuevas oportunidades y de vivencias satisfactorias. En el Salmo 16:11, el rey David le oró así a Dios: “Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo, delicias a tu diestra para siempre”.

Esta oración de David nos remonta al comienzo de este artículo, con sus reflexiones en el Salmo 8:3-4: “Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ‘¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?’”

La Biblia nos ha mostrado por qué Dios se preocupa tanto de la humanidad: él ha diseñado para nosotros un futuro magnífico. Hemos visto que nuestro destino supremo, el propósito mismo de nuestra existencia, es convertirnos en los hijos divinos de Dios, quien es nuestro Padre. Él quiere compartir su vida misma con nosotros, anhelando que finalmente heredemos no sólo lo que él tiene, sino que también lo que él es. ¿Qué cosa podría ser más grandiosa que esto? ¿Qué otra cosa mejor podría uno desear?

Nunca subestime el valor de su vida. Usted nació para llegar a ser uno de los hijos divinos de Dios. Usted nació para recibir su misma naturaleza y carácter y, eventualmente, la vida eterna en su mismo nivel existencial. Usted nació para convertirse en un miembro de la familia de Dios, inmortal y glorificado, y para vivir y reinar con el Padre y con Cristo en un eterno estado de gozo, para brillar como las estrellas por toda la eternidad.

¡Este es su increíble destino! ¡Que Dios le conceda un corazón dispuesto a someter su vida a él, para que pueda recibir su incomparable dádiva!