El sexto mandamiento
La vida es un don precioso
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El sexto mandamiento: La vida es un don precioso
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“No matarás” (Éxodo 20:13).
¿Qué es lo que hace preciosa la vida humana? Considerémoslo
Desde la perspectiva de Dios. Él nos hizo a su imagen con el propósito de crear en nosotros su propio carácter. Por eso él no quiere “que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9; comparar 1 Timoteo 2:4). Jesús mismo dijo: “No envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Juan 3:17).
Sin embargo, en el mundo en que vivimos frecuentemente vemos que la vida humana carece de valor. Zanjamos nuestras dificultades o diferencias con guerras, privando de la vida a cientos de miles de personas. Los criminales no sólo roban pertenencias sino, muchas veces, también las vidas de sus víctimas. Millones de abortos son provocados año tras año, porque son muchas las personas que consideran un embarazo no deseado simplemente como un inconveniente o una consecuencia inesperada de sus actividades sexuales.
Qué contraste tan marcado con nuestro Creador, quien nos promete la dádiva más grande que sea posible: la oportunidad de compartir la vida eterna con él.
Por lo general, lo primero que se menciona en los noticieros de la radio o la televisión es el asesinato del día, particularmente en las ciudades grandes. Muchos de esos crímenes son cometidos por un miembro de la familia, un amigo o un conocido de la víctima.
La violencia en las calles y las luchas entre pandillas, que han causado la muerte de tantas víctimas inocentes, han llenado de miedo a muchos barrios y comunidades enteras. Los homicidios relacionados con el narcotráfico y otros crímenes son cosa de todos los días. Miles de personas en todo el mundo son asesinadas por motivos políticos o ideológicos. El asesinato es algo que, directa o indirectamente, afecta la vida de casi todos los seres humanos.
En las sociedades supuestamente ilustradas, la televisión y las películas bombardean al público con asesinatos y verdaderas carnicerías. La violencia se encuentra tan complejamente entretejida con la sociedad que hasta la ensalzamos en nuestra literatura y diversiones.
Resulta irónico, y casi podríamos decir que risible si no fuera por lo trágico, que a pesar de nuestra aparente fascinación por el crimen, seguimos el ejemplo de la mayoría de los pueblos a lo largo de la historia y creamos leyes estrictas en contra de éste. En realidad, es muy rara la persona que pueda pensar que el crimen o el asesinato no son malos en su comunidad.
No obstante, otros aspectos que tienen que ver con el valor y la santidad de la vida humana tienden a provocar controversias, particularmente cuando se trata de la ejecución de criminales. ¿Acaso la pena capital es lo mismo que el asesinato? ¿Quebranta esto el sexto mandamiento?
El quid del asunto
El meollo de estas preguntas se encuentra en otras: ¿Quién tiene la autoridad de disponer de la vida humana? ¿Quién tiene el derecho de tomar esa decisión?
El sexto mandamiento no podría ser más claro. Dice sencillamente: “No matarás”. Uno no debe matar deliberadamente, ya sea en forma premeditada o en un acceso de ira.
Debemos controlar nuestras emociones e impulsos. No tenemos ningún derecho de quitarle la vida a otra persona; Dios se ha reservado ese derecho sólo para sí. Ese es el mensaje de este mandamiento. Dios no permite que nosotros, en forma voluntaria o deliberada, le quitemos la vida a otra persona. El sexto mandamiento nos recuerda que Dios es el dador de la vida, y que sólo él tiene la autoridad para quitarla o permitir que los humanos la quiten.
El sexto mandamiento no se aplica específicamente al homicidio involuntario: la muerte causada accidentalmente por un descuido o algún otro acto involuntario. Tales muertes, aunque son actos graves, no son consideradas —ni por Dios ni por los hombres— en la misma categoría que el homicidio premeditado.
La justicia y la misericordia
Dios es especialmente misericordioso con los que se arrepienten: “Vivo yo, dice el Eterno el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que viva. Volveos, volveos de vuestros malos caminos; ¿por qué moriréis, oh casa de Israel?” (Ezequiel 33:11). Así es cómo piensa Dios, y así es cómo quiere que pensemos nosotros.
En una ocasión, cuando ciertos judíos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio, ¿cuál fue la reacción del Hijo de Dios? Sus acusadores le hubieran dado muerte a pedradas si él hubiera estado de acuerdo con tal castigo, que era el que estipulaba la ley para esos casos. Sin embargo, aunque Jesucristo no le dio el visto bueno a la conducta pecaminosa de ella, sí la perdonó y le dijo: “Vete, y no peques más” (Juan 8:11). Él le tuvo misericordia y le dio oportunidad de que recapacitara y cambiara su forma de vivir para evitar el juicio venidero.
Finalmente, todos hemos de dar cuentas ante Dios. El apóstol Santiago nos advierte: “Así hablad, y así haced, como los que habéis de ser juzgados por la ley de la libertad” (Santiago 2:12). Llegará el momento en que todos habrán de ser juzgados por lo que hayan hecho, ya sea bueno o malo.
La misericordia de Dios —su perdón— está disponible para todos los pecadores, incluso los asesinos. Dios quiere perdonarnos, pero también exige que nos arrepintamos: que dejemos de quebrantar sus mandamientos y que nos volvamos a él con el corazón contrito y humillado. Luego debemos pedirle perdón y ser bautizados. El bautismo es un acto con el que mostramos que nuestro viejo yo ha muerto y ha sido sepultado en una tumba de agua junto con Cristo (Hechos 2:38; Romanos 6:4).
Uno de los hermosos ejemplos de la misericordia y el perdón de Dios es el llamamiento y la conversión de Saulo, el que vino a ser el apóstol Pablo. Antes de su conversión, él había dado personalmente su voto para la ejecución de algunos cristianos (Hechos 26:10). Pero Dios lo perdonó, lo cual desde entonces vino a ser un ejemplo de la gran misericordia de Dios.
En 1 Timoteo 1:13-16, Pablo nos habla de sí mismo: “Habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador . . . fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad. Pero la gracia de nuestro Señor fue más abundante con la fe y el amor que es en Cristo Jesús. Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Pero por esto fui recibido a misericordia, para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna”.
¿Qué decir de la pena capital?
Dios permite que los gobiernos y autoridades constituidos impongan la pena de muerte para ciertos delitos. Este hecho no infringe el sexto mandamiento si en tales casos el gobierno sigue los principios de Dios.
Al darnos sus leyes, Dios nos ha revelado su juicio en este asunto. De antemano, él reveló las faltas o delitos que merecen la pena de muerte y estableció instrucciones terminantes para tales decisiones. Por ejemplo, la culpabilidad de un criminal debe ser corroborada sin lugar a dudas, con pruebas sólidas o testigos fidedignos, antes de que sea condenado.
El apóstol Pablo confirma la autoridad de los gobiernos para imponer la pena de muerte: “Los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo. ¿Quieres, pues, no temer la autoridad? Haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella; porque es servidor de Dios para tu bien. Pero si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo” (Romanos 13:3-4).
El deber cristiano
Jesucristo no abolió la ley como algunos creen, sino que más bien mostró la aplicación espiritual de la misma. Amplió los requisitos de la ley haciéndolos muchísimo más exigentes.
Veamos, por ejemplo, el mandamiento en contra del homicidio. Jesús dijo: “Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio. Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedara expuesto al infierno de fuego” (Mateo 5:21-22).
En este pasaje Cristo amplió el significado de asesinato al incluir animadversión, desprecio u odio hacia otros. Simplemente el guardar malas actitudes hacia otros viola el propósito del sexto mandamiento. ¿Por qué? Porque el deseo de ver sufrir a nuestro prójimo es una guerra mental y emocional.
También es pecado usar palabras o decir cosas que lastimen emocionalmente a los demás. Cuando con lo que decimos o escribimos los atacamos verbalmente, herimos sus sentimientos, perjudicamos su respetabilidad y dañamos su reputación. Hay ocasiones en que podemos estar llenos de intenciones destructivas, todo lo opuesto del amor. El espíritu de homicidio puede albergarse en nuestros corazones, y Jesús nos advierte que tales pensamientos y acciones —si no nos arrepentimos de ellos— traerán como consecuencia nuestra muerte en el lago de fuego.
Por otra parte, no debemos tomar venganza de quienes tienen algún resentimiento contra nosotros o nos atacan verbalmente: “No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno delante de todos los hombres. Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres. No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor” (Romanos 12:17-19). Un cristiano siempre debe vivir conforme a los principios bíblicos, aun en tiempo de guerra.
Vencer el mal con el bien
Más adelante, en el versículo 21, se nos señala la actitud que debemos asumir cuando llegamos a tener algún deseo de vengarnos: “No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal”. Esta es la actitud que debe tener todo creyente en Jesucristo; es el amor que cumple con el propósito de la ley de Dios.
“Bienaventurados los pacificadores —nos dice Jesús— porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9). ¿Cómo podemos poner en práctica este principio? “Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos . . .” (vv. 43-45).
El propósito de Dios no es simplemente que nos abstengamos de cometer homicidio. Nos exige que ni siquiera de palabra o de pensamiento hagamos mal a ningún otro ser humano. Desea que seamos tan respetuosos como sea posible, incluso con quienes nos desprecien, y que hagamos todo lo que esté de nuestra parte para vivir en paz y en armonía con todos. Quiere que construyamos buenas relaciones, no que las destruyamos. Para lograr esto debemos respetar este maravilloso don de Dios: ¡la vida!