Noé, Pedro, Elías y Pablo
Medite por un momento en la siguiente pregunta: ¿Qué tienen en común Noé, Pedro, Elías y Pablo, aparte de la misión especial que Dios les encomendó? Esto parece no tener gran importancia, pero sus ministerios en general pueden enseñarnos una valiosa lección. Veamos lo que podemos aprender de sus historias.
Noé vivió una vida difícil de imaginar, incluso en nuestros días. El mundo actual se encuentra en un lamentable estado espiritual y moral, pero la situación en tiempos del patriarca era aún peor. La evaluación que Dios hizo de aquella sociedad fue muy lúgubre, y se refirió así a su gente: “Y vio el Eterno . . . que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (Génesis 6:5). ¡Todos se habían deteriorado tanto moralmente, que hasta sus pensamientos diarios eran corruptos!
Noé pasó cien años construyendo un arca y predicando el camino de Dios a un público sordo. ¿Cuántos se convirtieron? ¡Ninguno! Solamente él y su familia inmediata se salvaron. ¿Se sorprendió Dios acaso de la nula tasa de conversión? No. Él ya había concluido que la sociedad de aquel tiempo había sido un fracaso (Génesis 6:6-8), y la conversión de una simple persona hubiera sido algo insólito.
La experiencia de Pedro fue diametralmente opuesta. Si existiera un Libro de Guiness de los récords bíblicos, probablemente Pedro ostentaría el título del predicador más eficaz en la historia de la Iglesia de Dios: su sermón logró que 3 000 personas se bautizaran en un solo día (Hechos 2:41). En el caso de que cada uno de ellos hubiera representado a una familia de seis (padre, madre y cuatro hijos), quiere decir que en un solo día se formó una iglesia de 18 000 personas, más grande que la Iglesia de Dios Unida.
Pero como dice cierto comercial, “¡No se vaya, todavía hay más!” Hechos 2:47 dice que diariamente se añadían más personas. A continuación de lo que se conoce como “el segundo sermón de Pedro”, el censo contabilizó 5 000 personas, solo hombres (Hechos 4:4). Si aplicamos la misma técnica de medición mencionada en el párrafo anterior, significa que la Iglesia contaba con 30 000 personas y todavía seguía creciendo.
Entre Pentecostés y la muerte de Esteban, el crecimiento en Jerusalén continuó ininterrumpidamente. En Hechos 5:14 y 6:1 se nos dice que habían sido añadidas multitudes de hombres y mujeres, y que el número de discípulos se multiplicaba. El último indicador de crecimiento antes de la muerte de Esteban y la dispersión de la Iglesia se encuentra en Hechos 6:7, donde dice que “crecía la palabra del Señor, y el número de los discípulos se multiplicaba grandemente en Jerusalén; también muchos de los sacerdotes obedecían a la fe” (énfasis nuestro en todo este artículo).
¡Qué diferencia entre la obra de Noé y la de Pedro y el resto de los apóstoles! Y esto nos lleva a Elías, que vivió en una época entre las de Noé y de Pedro. Él fue uno de los grandes hombres de la Biblia, hacedor de grandes milagros, honrado en la visión de la transfiguración junto con Cristo y Moisés. Él era muy apreciado y respetado, tanto así, que su nombre en dos ocasiones fue vinculado a la obra de hombres posteriores (Juan el Bautista y un “Elías” venidero).
Pero además de la gran relevancia de Elías, ha habido pocos, si no ninguno, que hayan logrado tan escuálido resultado después de invertir tanto. Su escape a una cueva en el desierto fue su señal de derrota al tiempo que se lamentaba de que no había quedado nadie en Israel. Ni siquiera la declaración de Dios de que aún quedaban 7 000 personas fieles le sirvió de mucho consuelo a Elías.
La historia de Pablo es similar a la de Pedro, pero tiene más paralelos con la historia moderna de la Iglesia de Dios Universal entre 1950 y la muerte de Herbert Armstrong en 1986. El ministerio de Pablo duró unos treinta y seis años. Los primeros diecinueve de ellos los dedicó a establecer nuevas congregaciones a través de lo que hoy es la moderna Turquía, y en los últimos dieciséis comenzó iglesias en Grecia e Italia y viajó a regiones tan lejanas como España, según algunos relatos.
Su predicación produjo variados resultados: en ciertas áreas se encontró con un terreno fértil, y en otras se quedó por algún tiempo trabajando con aquellos que Dios estaba llamando (Hechos 18:8-11). En general Pablo ejerció una obra muy fructífera como ministro, pero incluso él predicó en algunas ciudades donde muy pocos lo escucharon.
Así que aquí tenemos a cuatro grandes hombres de la historia bíblica y un breve resumen de sus logros, o de la falta de ellos. ¿Por qué hablar de esto? Porque claramente demuestra que no existe una sola experiencia, un solo modelo, ni una sola manera de responder al llamado de Dios.
Yo me imagino que Noé hubiera estado encantado de obtener los resultados de Pablo; Elías no hubiera estado sentado en una cueva en el desierto si su confrontación con los sacerdotes de Baal en el monte Carmelo hubiese producido los frutos que produjo el sermón de Pedro en Pentecostés. Todos deseamos los niveles de respuesta de Pedro o Pablo, pero la decisión no es nuestra. No nos toca a nosotros decidir si trabajar en el campo de Noé o el de Pablo, ni en el de Elías o el de Pedro. Lo único que podemos decidir es si haremos la obra que se nos ha encomendado.
En los veintitrés años desde que comenzó Unida, ningún tema ha generado más discusión y controversia dentro del Consejo de Ancianos que el de cómo predicar el evangelio y, aunque no se exprese de manera explícita, de cómo obtener mayores resultados. Elías no conocía la respuesta a este interrogante, y tampoco Noé; Pablo nos recordó que debemos “plantar” y “regar”, pero que Dios es el que da el crecimiento (1 Corintios 3:6-7). La historia de Noé nos recuerda que hay ocasiones en que, a pesar de todos los esfuerzos, el resultado es mínimo.
Hay una parte de la historia de la vida de estos hombres que escapa al radar, por decirlo así, cuando examinamos sus ministerios. Incluso los más productivos solo lo eran hasta cierto punto. Leemos Hechos y nos sentimos inspirados por el fruto que produjo la predicación de Pedro y Pablo, pero no leemos el final de sus historias: 2 Timoteo 3 y 4, 2 Pedro 2 y 3, e incluso el libro de Judas.
Si yo tuviera que definir el fin de sus apostolados con una sola palabra, sería “atormentados”. Los tres relatos describen algo que difiere mucho de los gloriosos días de los padres fundadores de la Iglesia en Jerusalén y la expansión de esta a Asia y Europa. Estos relatos tienen que ver con soportar las adversidades y aferrarse a lo que Dios entrega.
Pero, aparte de los resultados, todas estas historias (las de Noé, Pedro, Elías, Pablo, y también la nuestra) contienen un elemento en común: son una comisión — no una promesa de resultados, sino una asignación de tareas, desde el tiempo de Pedro y Pablo hasta el llamado a la acción en Mateo 28:18-20 y Marcos 16:15-16, donde se nos insta a ir por todo el mundo, predicar el evangelio a toda la gente y, si resultan discípulos, enseñarles el camino de Dios.
Y si podemos extraer una última lección del final de la profecía del monte de los Olivos, es esta: “Bienaventurado el siervo al cual, cuando su señor venga, le halle haciendo así” (Lucas 12:43-45). EC