Pentecostés y la promesa del Padre
Cuando era niño, vivíamos al lado de una familia encantadora con la que verdaderamente podíamos contar. Si mi madre necesitaba una taza de harina, siempre podía pedírsela a la señora Swartz. Si mi padre necesitaba un poco de ayuda con algún proyecto casero, podía recurrir al Sr. Swartz. Los Swartz nos ayudaban, y nosotros hacíamos lo mismo con ellos. Nuestra cálida relación de vecinos era mutuamente beneficiosa y muy apreciada por todos.
Tal vez usted tenga tan buenos vecinos como los que he descrito, pero vayamos un paso más allá: imagine por un momento que Jesucristo está todavía en la Tierra y vive al lado de su casa. Si usted tuviera algún problema, podría tocar el timbre de su casa y él lo escucharía y ayudaría milagrosamente. Si estuviera enfermo, lo visitaría y sanaría al instante. Si necesitara consejos, lo orientaría perfectamente. Por supuesto, esto no es más que un escenario ficticio, porque Jesús dejó la Tierra hace mucho tiempo. Casi al final de su ministerio, anunció a sus discípulos: “Ahora dejo el mundo para volver al Padre” (Juan 16:28, Nueva Biblia Viva).
Por ahora se ha ido al cielo; pero seguimos adorando y orando a nuestro gran Creador que no podemos ver físicamente. Y aunque tengamos una relación íntima con él, a veces tenemos que esperar a que se cumplan nuestras necesidades y peticiones (Salmos 27:14). En algunas ocasiones, incluso podemos empezar a cuestionarnos si realmente escucha nuestras oraciones o si se preocupa por nosotros. Por supuesto, esto pone a prueba nuestra fe y paciencia, especialmente cuando experimentamos dolor, angustia y tristeza (Santiago 1:2-4; 1 Pedro 1:6).
Jesús declaró: “. . . por cuanto voy al Padre, y no me veréis más” (Juan 16:10). Cuando los apóstoles de Jesús oyeron estas palabras, se sintieron terriblemente angustiados (versículo 6). Pero Cristo también les dijo que se beneficiarían enormemente de su partida. Les dijo: “Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya . . .” (v. 7, énfasis nuestro en todo este artículo). ¿Pero de qué les serviría a ellos o a nosotros hoy que él se haya ido para estar con su Padre? A continuación explicó que si no se marchaba no vendría el Consolador, el Espíritu Santo, pero que su partida permitiría que lo enviara (mismo versículo).
La promesa del Padre
Inmediatamente antes de ascender al cielo, Jesús les dijo a sus discípulos “que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre” para ser “investidos de poder desde lo alto” (Hechos 1:4, 11; Lucas 24:49). Esta es la bendición más maravillosa de consuelo y apoyo que los seguidores de Cristo podrían haber oído jamás, y supera con creces cualquier promesa hecha por el hombre. Abarca el don inigualable del Espíritu mismo de Dios, aquel que Jesús iría al cielo a recibir de su Padre para enviarlo a sus fieles discípulos (Hechos 2:33).
Esta inestimable promesa se cumplió diez días después, en Pentecostés, cuando 120 discípulos fueron investidos del Espíritu Santo (versículo 4). Por primera vez en la historia del mundo, la esencia misma de la naturaleza divina de Dios fue hecha disponible no solo a un pequeño grupo de personas. La concesión del Espíritu Santo a aquellos discípulos fue acompañada de señales extraordinarias y milagrosas, como un viento impetuoso y lenguas de fuego, y marcó el comienzo de la Iglesia del Nuevo Testamento (versículos 1-4).
Así que cuando Jesús ascendió para estar con su Padre, ciertamente no abandonó a sus discípulos. ¡Fue completamente lo contrario! De hecho, estaría con ellos de una manera mucho más poderosa y vibrante. Esto cumplió la declaración anterior de Jesús de que “vuestra tristeza se convertirá en gozo” (Juan 16:20). Exclamó también: “. . . y yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mateo 28:20).
Además, dijo: “No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros. Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis” (Juan 14:18-19). ¿Cómo vendría él a ellos para que efectivamente pudieran verlo, no solo en la resurrección a su segunda venida, sino en sus vidas cotidianas a través de la esencia del poder, la guía y la sabiduría ilimitados de Dios que moraban en ellos, tal como moraba en Cristo mismo? (Romanos 8:11; Juan 14:10).
La confirmación de este asombroso milagro se hizo patente aquella mañana de Pentecostés en la vida de Pedro y los demás apóstoles. De hecho, Pedro exclamó ante una multitud reunida en Jerusalén que Jesús, “Exaltado por el poder de Dios, y habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, ha derramado esto que vosotros veis y oís” (Hechos 2:33, Nueva Versión Internacional). En efecto, gracias a la apasionada predicación de Pedro, inspirada por Dios, 3000 personas se arrepintieron, se bautizaron y recibieron el Espíritu de Dios aquel mismo día (versículos 40-41).
Así pues, el magnífico cumplimiento del “Espíritu Santo prometido” se produjo en aquel momento, ¡pero no se detuvo ahí! Aquello no fue más que el principio; ha continuado a través de los siglos en todas las personas que responden al llamado de Dios, son bautizadas, reciben el extraordinario don de su perfecto Espíritu y diligentemente producen fruto espiritual a lo largo de sus vidas (Juan 15:4-5).
Se llevarán a cabo obras aún más grandiosas
Cada año, cuando conmemoramos la entrega del Espíritu Santo en la Fiesta de Pentecostés, podemos estar más que seguros de que las palabras de apoyo y buenos deseos que Jesús expresó a sus discípulos originales se aplican a nosotros hoy. Él declaró: “De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aún mayores hará, porque yo voy al Padre” (Juan 14:12).
Esas “obras mayores” solo pudieron ser demostradas por hombres y mujeres convertidos después de que Cristo se unió a su Padre en su trono. Es a través del poder del Espíritu Santo que él obra poderosamente en y por medio de las personas convertidas (Romanos 8:11). Como sus discípulos dedicados de hoy, tenemos acceso a toda la energía espiritual y la fe que necesitamos para seguir plenamente su camino de vida (Mateo 4:4; Romanos 12:1-2). Somos increíblemente bendecidos al tener la misma mente de Cristo para poder amar a Dios, vencer el pecado, desarrollar un carácter santo y justo y servir a los demás (Filipenses 2:5; Romanos 8:28; Santiago 1:21-22; 1 Pedro 4:10).
Y aunque es magnífico mantener una relación cálida y mutuamente beneficiosa con un maravilloso vecino, ¿no es acaso mucho mejor lo que tenemos con Jesucristo, algo que supera cualquier comparación humana? Él dijo: “No te desampararé, ni te dejaré” (Hebreos 13:5). Además, Jesús comprende nuestras necesidades y peticiones mientras esperamos con oración y paciencia su respuesta en el momento que él estime apropiado (Isaías 65:24; Salmo 27:14).
Con el tremendo poder del Espíritu Santo de Dios que obra en nosotros, tenemos la perfecta seguridad de su ayuda hoy mismo y un maravilloso y emocionante futuro en el Reino de Dios (2 Corintios 4:16-17). Por tanto, apreciemos más que nunca el maravilloso cumplimiento de la promesa del Padre que comenzó en aquel asombroso Pentecostés del Nuevo Testamento. BN