El poderoso Imperio Asirio surge del polvo

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El poderoso Imperio Asirio surge del polvo

Entre los tesoros de la antigüedad que la arqueología ha descubierto, quizá el más espectacular ha sido el hallazgo de las ruinas del antiguo Imperio Asirio.

Asiria apareció como imperio a principios del segundo milenio a.C. Las ruinas de un zigurat (torre escalonada con terraza) de esa época aún están en pie cerca del lugar donde se encontraba su antigua capital.

En el siglo noveno a.C. Asiria se convirtió en un imperio poderoso y agresivo. Para ese entonces, unos 40 años después del reinado de Salomón, Israel se había dividido en dos reinos distintos: Israel y Judá (1 Reyes 12:16-24). Los asirios, gobernados por monarcas hábiles y despiadados, vinieron a ser una amenaza para sus vecinos; de hecho, terminaron sojuzgando a toda la media luna fértil desde la Mesopotamia hasta Egipto. Hacia fines del siglo VIII aplastaron el reino de Israel.

Alrededor de ese tiempo también invadieron el reino de Judá, conquistaron sus principales ciudades y sitiaron la capital Jerusalén (Isaías 36:1-2). Podemos leer las palabras jactanciosas del rey asirio Senaquerib, con las que trató de intimidar y humillar a Ezequías rey de Judá (vv. 4-10).

¿Realmente sucedió esto, o es sólo una leyenda? Recordemos que en un tiempo muchos se burlaban dudando que el Imperio Asirio hubiera existido. Pero eso no fue un mito. A medida que se removían los escombros acumulados a lo largo de los siglos, bajo los cuales se encontraba sepultada la capital Nínive, aparecieron pruebas tangibles de la invasión asiria.

En los escritos asirios acerca de estos acontecimientos se citan las palabras de Senaquerib, quien se jactaba de su devastadora invasión de Judá: “Cuarenta y seis de las ciudades [de Ezequías], fuertemente amuralladas, e incontables pueblos más pequeños . . . sitiados y conquistados . . . Con respecto a Ezequías, el impresionante esplendor de mi señorío lo abrumó” (Erika Bleibtreu, “Grisly Assyrian Record of Torture and Death” [“Horrorosa inscripción asiria de tortura y muerte”], Biblical Archaeology Review [“Revista de arqueología bíblica”], enero-febrero de 1991, p. 60). Senaquerib dijo que a Ezequías rey de Judá lo había hecho “un prisionero en Jerusalén, su residencia real, como a un pájaro en una jaula” (Magnus Magnusson, Archaeology of the Bible [“La arqueología de la Biblia”], 1977, p. 186).

El relato bíblico coincide con la narración de Senaquerib sobre la invasión asiria y hace notar la desesperación del reino de Judá durante el sitio de Jerusalén, su último baluarte. No obstante, la Biblia habla de algunas cosas de las cuales no se hace mención en los escritos asirios. Ante la inminente destrucción de Jerusalén, el pueblo judío, con el rey Ezequías a la cabeza, oró fervientemente a Dios (Isaías 37:15-20) y fue librado milagrosamente del poderoso ejército asirio.

Senaquerib, el rey guerrero, se había jactado de la humillación que había infligido a Ezequías, atrapándolo en Jerusalén mientras sitiaba la ciudad con miras a destruirla. Aunque Senaquerib anotó cuidadosamente las ciudades que había conquistado y destruido, llama la atención que no mencionó Jerusalén. Los asirios, al igual que otros grandes imperios de ese tiempo, no dejaron registros de sus derrotas militares. Mientras esperaban para tomar Jerusalén les aconteció algo desastroso:

“Aconteció que aquella misma noche salió el ángel del Eterno, y mató en el campamento de los asirios a ciento ochenta y cinco mil; y cuando se levantaron por la mañana, he aquí que todo era cuerpos de muertos. Entonces Senaquerib rey de Asiria se fue, y volvió a Nínive, donde se quedó” (2 Reyes 19:35-36).

Más tarde, Senaquerib mismo murió ignominiosamente a manos de dos de sus hijos: “Y aconteció que mientras él adoraba en el templo de Nisroc su dios, Adramelec y Sarezer sus hijos lo hirieron a espada . . .” (v. 37).

Esarhadón, otro hijo de Senaquerib, reinó en su lugar, pero el Imperio Asirio pronto empezó a declinar. Asiria había sido un instrumento para castigar a Israel por sus repugnantes pecados (Isaías 10:5-6), pero luego los asirios también fueron castigados por sus propios pecados (v. 12). En el año 612 a.C. Nínive, la capital del imperio, cayó en manos de los babilonios. Así, unos 50 años después de su apogeo, este insaciable imperio se derrumbó y desapareció casi por completo de la historia.

Para el tiempo de Jesucristo y los apóstoles, no existía prueba visible de Nínive. El escritor griego Luciano de Samosata (120-180 d.C.) lamentó: “Nínive ha muerto. No hay huellas de ella. Nadie puede decir dónde existió” (Magnusson, ob. cit., p. 175). Esta ausencia de restos físicos llevó a algunos eruditos del siglo xix a manifestar escepticismo acerca de que alguna vez hubieran existido Nínive o el Imperio Asirio, mucho menos que hubieran dominado gran parte del mundo.

En ese tiempo, la única fuente histórica que de hecho podía verificar la existencia de este imperio eran las Sagradas Escrituras. Los relatos y profecías del Antiguo Testamento hablaban acerca de Asiria. Jesús también habló de la existencia de Nínive como un hecho histórico (Mateo 12:41). Sin embargo, algunos eruditos dudaron del testimonio de Jesús y los profetas, esto es, hasta “un espectacular decenio a mediados del siglo xix . . . [cuando] en el norte de Iraq Austen Henry Layard y Paul Emile Botta redescubrieron las antiguas ruinas de tres ciudades asirias [siendo una de ellas Nínive] y pruebas de la pompa militar que había aplastado toda resistencia desde el Tigris hasta el Nilo. El Imperio Asirio . . . en todo su impresionante poder, había sido resucitado por medio de la arqueología” (ibídem).

Los escépticos tuvieron que quedarse callados. Las excavaciones en Nínive y otros lugares en la región habían proporcionado un asombroso número de pruebas históricas, incluso “decenas de miles de tablillas” que contenían “muchísima información” (The Interpreter’s Dictionary of the Bible [“Diccionario bíblico para el intérprete”], 1962, 1:275).