La justicia y el juicio de Dios

Usted está aquí

La justicia y el juicio de Dios

Descargar

Descargar

La justicia y el juicio de Dios

×

“Y si nuestra injusticia hace resaltar la justicia de Dios, ¿qué diremos? ¿Será injusto Dios que da castigo? . . . En ninguna manera; de otro modo, ¿cómo juzgaría Dios al mundo?” (Romanos 3:5-6).

La realidad de que Dios es un juez que considera responsable a todo ser humano ante su ley, es un tema que se repite vez tras vez en las Escrituras. El apóstol Pablo aborda este tema en su Epístola a los Romanos.

Para estar seguros de que entendemos correctamente el pensamiento de Pablo, necesitamos recordar la advertencia que Pedro hizo acerca de no malinterpretar las palabras de Pablo y así transmitir un mensaje diferente del que él tenía en mente. Pedro afirmó que en los escritos de Pablo había algunas cosas “difíciles de entender, las cuales los indoctos e inconstantes tuercen, como también las otras Escrituras, para su propia perdición” (2 Pedro 3:16).

Es muy frecuente que esta clase de personas lean lo que dice Pablo de acuerdo con sus propias creencias e ideas, que son totalmente contrarias a la palabra de Dios y aun a las claras enseñanzas de Pablo. Es crucial que leamos con cuidado lo que dice Pablo verdaderamente, en lugar de dar por sentado que la creencia popular es siempre cierta.

Muchas ideas comúnmente aceptadas acerca de Pablo son tan parcializadas en contra de los escritos del Antiguo Testamento, que socavan lo que ese apóstol realmente enseñó.

Tal como sucede con Gálatas, Romanos es muy tergiversada por los comentaristas bíblicos. Debido a sus ideas preconcebidas en contra de la ley de Dios, malinterpretan las palabras de Pablo de tal forma que las hacen parecer hostiles contra las leyes que se enseñan en las Sagradas Escrituras.

Uno de los propósitos principales de lo que Pablo les escribió a los romanos era poner punto final a la tendencia que existía entre los cristianos judíos y gentiles de juzgarse mutuamente. Quería que entendieran que “todos compareceremos ante el tribunal de Cristo” y seremos juzgados con el mismo patrón (Romanos 14:10; Juan 5:22-24).

La justicia de Dios no tiene predilectos

Para dejar este punto claro, Pablo explica la justicia de Dios y cómo ésta tiene que ver con la justificación de los pecadores, sin importar su raza, cultura o entendimiento previo de su ley.

“Porque no hay acepción de personas para con Dios. Porque todos los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán; y todos los que bajo la ley han pecado, por la ley serán juzgados; porque no son los oidores de la ley los justos ante Dios, sino los hacedores de la ley serán justificados” (Romanos 2:11-13).

En el juicio final, el destino eterno de cada persona dependerá de que su desobediencia a la ley de Dios sea perdonada por su arrepentimiento personal y su fe verdadera en Jesucristo como su Salvador y Redentor. Todos aquellos que rehúsen cumplir con estas condiciones serán juzgados como pecadores impenitentes y por lo tanto serán condenados.

En Roma, algunos gentiles convertidos (probablemente unos pocos) estaban juzgando a los judíos. A su vez, algunos judíos estaban juzgando a los gentiles conversos.

Con respecto al juicio, Pablo quería que todos entendieran que Dios no tiene predilectos. Todos hemos pecado. Todos debemos arrepentirnos del pecado —de quebrantar la ley de Dios— y ser justificados por la sangre de Cristo para recibir perdón. No hay otra forma de obtener el favor de Dios.

Así que Pablo explica: “Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, quienquiera que seas tú que juzgas; pues en lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo; porque tú que juzgas haces lo mismo. Mas sabemos que el juicio de Dios contra los que practican tales cosas es según verdad. ¿Y piensas esto, oh hombre, tú que juzgas a los que tal hacen, y haces lo mismo, que tú escaparás del juicio de Dios? ¿O menosprecias las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad, ignorando que su benignidad te guía al arrepentimiento?” (Romanos 2:1-4).

Hay dos cosas sobresalientes en estos comentarios. Primero, Dios requiere arrepentimiento de todo aquel que busca perdón. Segundo, juzga a todos “según verdad”.

Ya que Dios juzga a todos los hombres sin favoritismos, la ignorancia de la ley no exime a nadie de la condena que ésta impone por el pecado. Aun perecerán (v. 12) aquellos que han pecado por ignorancia, si se niegan a aprender la verdad o si no quieren dejar de transgredir la ley.

Sólo los pecadores que se arrepienten y muestran su disposición de ser “hacedores de la ley” (v. 13) pueden ser justificados por la gracia de Dios. Esto se aplica a judíos y gentiles por igual, sin que se muestre ninguna preferencia por alguno de ellos.

Para dejar esto bien claro, en la primera parte de Romanos Pablo explica tres aspectos fundamentales acerca de cómo el pecado está relacionado con la justicia de Dios: (1) el pecado es universal y todas las personas son culpables; (2) el pecado es causado principalmente por la debilidad de la carne (ver Santiago 1:14-15); y (3) la consecuencia del pecado, vista desde la perspectiva del juicio final, es la muerte eterna.

Por qué la mayoría de los judíos no aceptaron a Jesús

En la época en que Pablo escribió la Epístola a los Romanos la mayoría de los judíos no querían aceptar a Jesús como el Mesías. Su primera venida no correspondía con la idea que tenían del rey conquistador que habían esperado. Esto lo convirtió en un “tropezadero” para ellos (Romanos 11:9).

Por lo tanto, Pablo aclara primero la necesidad de establecer un precedente para la justicia de Dios de tal forma que después pueda tratar efectivamente, en los capítulos 9-11, una de las preguntas iniciales que habían dado origen a esta carta. La pregunta era: “¿Ha desechado Dios a su pueblo?” Su respuesta: “En ninguna manera” (Romanos 11:1).

Pablo explica que Dios no ha rechazado para siempre a los israelitas (entre los cuales se contaban los judíos de aquella época) porque han rechazado al Mesías. Dios tampoco ha dejado de lado las promesas que les ha hecho.

Más bien, él está llamando en esta era presente a un “remanente” de Israel como sus “escogidos”, mientras que el resto del pueblo permanece endurecido espiritualmente (vv. 5, 7). Este endurecimiento de “los demás” no cambiará hasta el regreso de Cristo.

Por lo tanto, esta situación es temporal; es sólo un “endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles” (v. 25). Esto significa que en este tiempo sólo una pequeña porción del pueblo de Israel está siendo llamada al arrepentimiento.

La futura salvación de Israel

Pablo afirma que en el futuro “todo Israel será salvo, como está escrito: Vendrá de Sion el Libertador [Jesucristo], que [cuando regrese] apartará de Jacob la impiedad. Y este será mi pacto con ellos, cuando yo quite sus pecados” (Romanos 11:26-27).

Dios tiene un tiempo establecido para llamar a todas las personas al arrepentimiento y a la salvación. Relativamente hablando, sólo unos pocos están siendo llamados en la actualidad. Estos pocos, escogidos de todas las naciones, serán resucitados de la muerte cuando Cristo regrese para ayudarle a enseñar a “los demás” que todavía están cegados. “Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre éstos, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años” (Apocalipsis 20:6). Dios ha dispuesto un período de mil años, además del período mencionado en Apocalipsis 20:11-13, para llamar a la mayoría de “los demás” al arrepentimiento.

En esa época, la profecía que Isaías habló acerca de la ciudad de Jerusalén será una realidad: “Restauraré tus jueces como al principio, y tus consejeros como eran antes; entonces, te llamarán Ciudad de justicia, Ciudad fiel. Sion será rescatada con juicio, y los convertidos de ella con justicia. Pero los rebeldes y pecadores a una serán quebrantados, y los que dejan al Eterno serán consumidos” (Isaías 1:26-28).

¿Por qué esta información era tan importante en la época en que Pablo estaba escribiendo su carta a la iglesia en Roma? Debido a que era necesario confrontar una actitud que había en contra de los judíos, que en ese entonces estaba afectando a los cristianos gentiles en Roma y que más tarde se esparció a todo el mundo.

Pablo quería demostrar que era totalmente falsa la idea de que Dios había rechazado a su pueblo Israel. Aclaró este asunto cuando escribió la Epístola a los Romanos. Pero después de su muerte nuevamente surgió esta idea y actualmente se le conoce como la “teología del reemplazo”. Es la creencia popular de que Dios ha estado reemplazando a los judíos, su pueblo escogido, con gentiles convertidos.

Los gentiles deben ser “injertados” en la familia de Abraham

Pablo rechazó enérgicamente la idea de que Dios está reemplazando la nación de Israel —incluso los judíos del primer siglo— como su pueblo del pacto. En lugar de ello, los gentiles conversos son “injertados” en la raíz de Israel (Romanos 11:17-18). La “raíz” o antecesor de Israel fue Abraham, a quien Dios le había hecho la promesa de que el Mesías vendría de sus descendientes.

Por tanto, la esperanza de los gentiles reside en compartir la herencia prometida a los israelitas, no en reemplazarlos ni en recibir una herencia distinta, aparte de ellos. Como Pablo les había explicado a los cristianos de Galacia: “Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa” (Gálatas 3:29).

Como explicamos anteriormente, un factor fundamental en el razonamiento de Pablo es el hecho de que en el “presente siglo malo” (Gálatas 1:4) Dios no está llamando a la mayoría ni de los judíos ni de los gentiles al arrepentimiento. Su advertencia es que los gentiles conversos no deben suponer que su llamamiento significa que Dios ha “rechazado” a los descendientes físicos de Israel (ya sea que vivan, hayan muerto o nazcan en el futuro).

La mayoría de los seres humanos, tanto judíos como gentiles, no serán llamados al arrepentimiento —con el propósito de recibir la salvación— hasta después del regreso de Cristo. De hecho, muchos esperarán en sus tumbas, sin ninguna conciencia del paso del tiempo, hasta la resurrección de los muertos que Ezequiel profetizó (Ezequiel 37:1-14).

En Apocalipsis 20:5 se confirma esa resurrección en el Nuevo Testamento y se explica que ocurrirá después de que terminen los primeros mil años del reinado de Jesucristo en la tierra. El cumplimiento definitivo y total del nuevo pacto profetizado en Ezequiel y otros pasajes va a ocurrir después del regreso de Cristo. (Si desea más detalles al respecto, no deje de solicitarnos el folleto gratuito ¿Qué sucede después de la muerte? O si lo prefiere, puede descargarlo directamente de nuestro portal en Internet.)

Esa resurrección futura es una de las razones por las que Pablo instruye a los cristianos gentiles que no se “jacten” como si estuvieran reemplazando a los israelitas en el plan de salvación de Dios (Romanos 11:18). Quería que entendieran por qué ellos, como las desgajadas ramas naturales de Israel, deberían sentirse humildemente agradecidos por haber sido “injertados” en el “olivo” de los herederos de Abraham (vv. 13-25). No tenían razón para ufanarse.

Pablo también recalca que todas las promesas hechas en el pasado a Israel serán cumplidas porque “irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (v. 29). Dios nunca quebranta sus promesas.

Cuando Jesús regrese, los descendientes naturales de Israel se van a someter a su gobierno (Jeremías 23:3-6). En esa época Dios confirmará el nuevo pacto con ellos como nación, como su pueblo escogido al cual no ha rechazado (Jeremías 31:31-34).

Además, en aquella época Dios escribirá sus leyes en sus corazones y mentes (v. 33), transformándolos en su nación escogida de maestros espirituales idóneos. Como una nación convertida podrán ayudarle a Jesucristo a enseñarles a todas las naciones del mundo a practicar los caminos de Dios, incluso su ley (Isaías 2:3; Zacarías 8:22-23). Todas las promesas que se le hicieron a Israel serán cumplidas.

El rechazo de los judíos después de la muerte de Pablo

¿Por qué era tan importante confirmar la fidelidad de las promesas que Dios le hizo a Israel, que Pablo quería que todos los gentiles conversos lo entendieran así?

La historia nos da la respuesta. Poco menos de un siglo después de la muerte de Pablo la división que había tratado de evitar entre los judíos y los gentiles dentro del cristianismo se empezó a presentar a gran escala.

La mayoría de los gentiles conversos, que ya en ese entonces eran “cristianos” sólo de nombre, rechazaron el papel de Israel en el plan de salvación de Dios y abandonaron la ley de Dios. Decidieron verse a sí mismos como el reemplazo de los judíos. Cuando este concepto se hubo introducido en sus creencias, ellos fueron blanco fácil de otros engaños.

La mayoría de esos engaños todavía ejercen influencia en las principales ramas del cristianismo en la actualidad. (Si desea más detalles al respecto, no vacile en solicitar nuestro folleto gratuito La iglesia que edificó Jesucristo.)

Esa transición marcó el comienzo de una nueva perspectiva teológica que no sólo rechazaba a los judíos, sino que también menospreciaba todo aquello que se percibiera como “judío”, incluso las Escrituras que llamamos el Antiguo Testamento. (Si desea más detalles acerca de la “teología del reemplazo” y las implicaciones que tuvo después de la muerte de Pablo, no deje de leer el recuadro de la página 95: “La corrupción del cristianismo apostólico”.)

Se desvirtúa la justificación por medio de Cristo

Ahora debe ser fácil entender el razonamiento de Pablo al afrontar el problema de juzgar que se presentaba entre los cristianos en Roma. Él sabía que si no entendían correctamente la razón de su llamamiento, eso pronto los conduciría al desastre. Por eso explica: “Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, quienquiera que seas tú que juzgas; pues en lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo; porque tú que juzgas haces lo mismo” (Romanos 2:1). Cada grupo era candidato a la justificación exactamente por lo mismo: por medio de Jesucristo (v. 26) y no debido a que un grupo era superior al otro.

En Romanos 4 Pablo se refiere al ejemplo de Abraham, cuya fe lo llevó a obedecer a Dios (Hebreos 11:8). Su propósito es ayudar a los gentiles conversos a obedecer los mandamientos de Dios como una parte fundamental del arrepentimiento.

Pablo está de acuerdo con Santiago en que “la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma” (Santiago 2:17). Por eso explica cómo la fe de Abraham debiera tomarse como la base de su obediencia, en lugar de pensar que la obediencia fuera la base de su fe (Romanos 4:13; comparar con Santiago 2:18-24). Abraham entendió claramente que necesitaba ayuda para poder ser capaz de obedecer a Dios. No obedeció a Dios para recibir la fe; antes bien, Dios le dio a Abraham la fe que necesitaba para que estuviera dispuesto a obedecerle y pudiera hacerlo.

Sin embargo, los descendientes naturales de Abraham por medio de su nieto Jacob no siguieron su ejemplo de fe obediente. En la época de Pablo su confianza estaba basada en gran parte en la percepción equivocada de que su justicia era superior.

Como resultado de ello, muchos judíos no eran capaces de percibir la imperiosa necesidad que tenían de ser justificados por Cristo. Esperaban a un rey que iba a expulsar las legiones romanas y los iba a exaltar a ellos como creían que merecían, no a un Salvador que los limpiara de sus pecados.

Así que Pablo explica en Romanos 5:1-17 los beneficios de ser justificados por medio de la fe. Entre estos beneficios están la “paz con Dios” (v. 1), el acceso directo a él por la fe (v. 2) y “el don de la justicia”, hecho posible por el perdón de las culpas pasadas y el don del Espíritu Santo (v. 17).

Sin estos beneficios gratuitos, nadie puede agradar a Dios. Así que el arrepentimiento, el perdón de pecados por la sangre derramada de Cristo y la recepción del don del Espíritu Santo son esenciales para que uno pueda convertirse en una persona justa. O como lo explica claramente Pablo: “Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” (Romanos 6:4).

La respuesta correcta a la misericordia de Dios

El convertirse en una nueva persona, transformada por el poder del Espíritu de Dios, era lo que Pablo quería que los cristianos en Roma tuvieran como su enfoque central. Estaba tratando de que comprendieran cabalmente que este caminar en “vida nueva” se logra cuando obedecemos a Dios con todo el corazón.

Sólo aquellos que se arrepienten y son perdonados, y son guiados por el Espíritu Santo en una vida de obediencia tal como lo revelan las leyes y enseñanzas espirituales de Dios, tendrán éxito en este camino espiritual. Pablo luego continúa: “¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia? . . . Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna. Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:16, Romanos 6:22-23).

Pablo comienza Romanos 7 con el ejemplo de una mujer casada que queda liberada de cualquier obligación que por ley pudiera tener con su esposo, una vez que éste ha muerto. Su muerte la libera de ese matrimonio. Comparando, explica que “habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo” (v. 4).

Notemos que Pablo no dice que la ley está muerta. Más bien, nosotros morimos a la ley mediante el arrepentimiento. Esto es, que la ley reclama nuestra vida como pena por haberla quebrantado y esto queda cubierto por la muerte expiatoria de Cristo, quien murió en nuestro lugar.

Pablo explica que así como la mujer queda libre de la ley específica que la unía a su esposo, por medio de la muerte de Jesús nosotros quedamos liberados de la pena de muerte que merecemos por nuestros pecados pasados. Nuestra respuesta debe ser “que llevemos fruto para Dios” en lugar de estar “llevando fruto para muerte” (vv. 4-5).

Esta liberación sólo se aplica a la condena de muerte que la ley impone a todos los pecadores. No es una liberación de la obligación de respetar y practicar el camino de vida de justicia tal como lo define la ley. Pablo lo resume de esta forma: “Pero ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos [la condena por haber pecado], de modo que sirvamos bajo el régimen nuevo del Espíritu y no bajo el régimen viejo de la letra [de la ley, como si aún estuviéramos bajo su condenación legal]” (v. 6).

Lo que quería que quedara claro era que después de haber sido perdonados, el enfoque correcto en cuanto a la obediencia a Dios es que debemos sobrepasar la simple letra de la ley (comparar con Mateo 5:20). Debemos obedecer la intención, el espíritu de la ley, no haciendo lo mínimo que se requiere explícitamente. Así la ley nos sirve como guía para tener un pensamiento y una conducta verdaderamente íntegros.

Cómo controlar nuestra naturaleza carnal

Una vez que Pablo establece que debemos andar en vida nueva, resistiendo la tentación a pecar, comienza a explicar cómo podemos superar la debilidad de nuestra naturaleza carnal, con todos sus malos deseos, por medio del poder del Espíritu Santo.

Continuando en Romanos 7, Pablo se pone a sí mismo como ejemplo describiendo su propia batalla con los mismos deseos e impulsos carnales que nos pueden tentar a pecar a todos nosotros. Establece un contraste entre su inmenso respeto por la ley de Dios y los deseos carnales contra los que tiene que luchar en su propio ser.

“De manera que la ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno. ¿Luego lo que es bueno, vino a ser muerte para mí? En ninguna manera; sino que el pecado, para mostrarse pecado, produjo en mí la muerte por medio de lo que es bueno, a fin de que por el mandamiento el pecado llegase a ser sobremanera pecaminoso. Porque sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado” (vv. 12-14).

Esta debilidad de todos nosotros (no una debilidad de la ley de Dios) es el problema que tanto los judíos como los gentiles tienen que reconocer, combatir y resolver con la ayuda del Espíritu de Dios. Es una batalla personal que sólo podemos ganar con la ayuda del Espíritu de Dios.

Veamos cuán claramente lo explica Pablo: “Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley [las fuertes tendencias de la carne] en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley [la constante influencia] del pecado que está en mis miembros” (vv. 21-23).

Rescatados de nuestra naturaleza pecaminosa

Él después exclama: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (v. 24). Y enseguida contesta su propia pregunta: “Gracias doy a Dios, [que la liberación vendrá] por Jesucristo Señor nuestro” (v. 25). Las buenas intenciones no bastan para conquistar los deseos de la carne sin la ayuda de Jesucristo nuestro Sumo Sacerdote (v. 25, última parte).

Pablo continúa: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu. Porque la ley [la presencia constante] del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Romanos 8:1-2).

La “ley del pecado y de la muerte” no es la ley de Dios. Aquí Pablo utiliza la palabra griega que significa “ley” para referirse a un poder o influencia dominante. Su propósito es marcar el contraste que se manifiesta por la lucha entre nuestra naturaleza carnal frente a la ley y el Espíritu de Dios en cuanto a qué lado ejercerá control en nuestro comportamiento. Lo que Pablo quiere aclarar es que debemos recibir poder espiritual de Dios para gobernar nuestra debilidad humana: “Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (vv. 3-4).

El Espíritu de Dios nos permite escoger y hacer lo que la ley requiere. Con esta ayuda divina para superar nuestras debilidades naturales y carnales, se puede cumplir ahora en nosotros “la justicia de la ley” (v. 4).

La “libertad” a la que se refería Pablo era la libertad del dominio de la naturaleza carnal del hombre y la libertad de la condena a muerte por medio del perdón de pecados. Él creía firmemente en la promesa de Dios: “Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ezequiel 36:27).

Entre sus comentarios finales a los cristianos en Roma él reconoce y elogia su obediencia: “Porque vuestra obediencia ha venido a ser notoria a todos, así que me gozo de vosotros” (Romanos 16:19). Y continúa: “El Dios eterno ocultó su misterio durante largos siglos, pero ahora lo ha revelado por medio de los escritos proféticos, según su propio mandato, para que todas las naciones obedezcan a la fe” (v. 26, NVI).

En toda su carta a los romanos Pablo nunca deja de enseñar que la fe produce obediencia a la palabra de Dios. El meollo de su mensaje siempre es que “los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Romanos 8:7-8).

¡Él quería que los romanos entendieran que sólo un nuevo corazón —que es la esencia del nuevo pacto— puede permitirle a uno obedecer a Dios con todo el corazón!