Invitados o coanfitriones

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Invitados o coanfitriones

Hace tiempo, cuando era un niño de 7 años, mi madre me llevó por primera vez a la Iglesia y no entendía muy bien lo que estaba pasando. Nunca había entrado a una iglesia de ninguna denominación. De algún modo me sentía como un invitado, o un huésped en casa extraña.

Mi madre ha sido creyente desde hace más de 4 décadas, y por esa razón mi hermano y yo fuimos criados dentro de la doctrina de la Iglesia de Dios. Pero no fue hasta el momento de entrar al salón de reunión que todas esas cosas que mi madre me explicaba y con las que me amonestaba en casa, comenzaron a tener sentido.

Recuerdo que fue impactante ver a tanta gente vestida con elegancia. También fue sorprendente ver el orden al momento de cantar himnos y de sentarnos para escuchar los mensajes. Pero, sobre todas las cosas, la sensación de reverencia y solemnidad que reinaron durante las dos oraciones guiadas por un varón que, inclinando su rostro, se dirigía con amor y respeto a un ser superior en el que todos los presentes creían unánimemente.

No me gustaba levantarme temprano, ni el trayecto desde mi casa hasta el salón, ni el regreso con todo el calor de la tarde golpeando al transporte público. Pero había algo que sí me gustaba, escuchar lo que se predicaba.

Todo cobraba sentido. “No inicies una agresión porque no te gustaría que te agredieran. No tengas miedo de aquello que no controlas, espera lo mejor en Dios. Cuida a quienes te rodean porque son valiosos. Ora porque lo que hay en tu corazón merece ser escuchado”.

También me gustaba mucho ver a la gente al servicio de los demás. A los acomodadores de sillas, a los encargados de la mesa de información, a los que te recibían en la entrada (¡y que a veces regalaban dulces!), a las personas sonrientes que se acercaban a saludar.

Igualmente me di cuenta de los contrastes. Había gente grosera y tosca. Otros éramos apáticos. Algunas personas se quejaban constantemente o hablaban mal de sus conocidos.

Nunca voy a olvidar las primeras ocasiones cuando asistí a la Iglesia, y ahora, mirando en retrospectiva, quisiera saber si aquellas personas que recién asisten a la Iglesia ven y sienten lo mismo que yo cuando era un niño; si ven más lo bueno o lo malo. Si acaso hemos mejorado o si hemos empeorado.

Me pregunto si hemos resguardado el sábado con la misma reverencia. Si seguimos sintiendo el mismo respeto que la primera vez que llegamos a un servicio. Si hemos atesorado lo aprendido, o si hemos hecho aún más: ponerlo a trabajar. ¿Qué aportamos después de tanto tiempo? ¿Cómo somos parte del sábado? ¿Cómo aplicamos lo entendido? ¿Qué impresiones estamos dejando en los nuevos invitados, así como Iglesia o individualmente?

Son preguntas difíciles de responder, porque no tenemos los ojos perfectos de Dios, que escudriñan el corazón y prueban los pensamientos (Jeremías 17:10). Sin embargo, creo que sí nos corresponde reflexionar cómo va nuestro desempeño como miembros de este cuerpo de Cristo.

Ojalá que todos podamos dejar una huella positiva en quienes vienen llegando a este maravilloso llamamiento, ya sea con nuestro servicio o con nuestra actitud. No depende de nosotros que las personas sientan el deseo de permanecer, sino de Dios. Pero sí podemos influir en que decidan no quedarse. 

Los sábados y las Fiestas Santas son reuniones de Dios a las que él nos invita, y de las cuales nos hace coanfitriones, poniendo el trabajo físico y parte del trabajo espiritual en nuestras manos. Deberíamos ser anfitriones excelentes, como Dios lo es con nosotros (Mateo 5:16). Alentadores, constructivos, amorosos. No solamente en presencia sino también en ausencia. 

Porque sí, estamos confinados, guardando servicios en línea. Pero ¿significa que detengamos nuestro trabajo? Desde luego que no. Es el momento de ser innovadores y propositivos.

De corazón espero que todos deseemos ser buenos coanfitriones y no solamente para estos tiempos, sino también para el glorioso momento en que seamos resucitados y podamos servir a la humanidad entera para prepararse y llegar a ser parte de la gran familia de Dios. 

De algún modo quisiera volver a ser niño para asombrarme de eso que ahora forma parte de mi vida en forma tan indeleble, que a veces doy por sentado. Pero me da gusto que muchos tengamos la oportunidad de servir y de recibir a potenciales hijos de Dios en esta Iglesia que El Eterno, nuestro Padre, nos ha encomendado para cuidar y hacer crecer.

¡Preparémonos con ahínco y pongamos manos a la obra!