La época de oro de Israel
Y Salomón señoreaba sobre todos los reinos desde el Éufrates hasta la tierra de los filisteos y el límite con Egipto; y traían presentes, y sirvieron a Salomón todos los días que vivió 1 Reyes 4:21).
El pacto mediante el cual el antiguo Israel se convertiría en el “pueblo de Dios” (Jueces 20:2) fue hecho en el monte Sinaí, poco después de que los israelitas fueran liberados de la esclavitud egipcia. La alianza de Dios con esta nación estaba basada en las promesas a Abraham y el pacto que hizo con él (Éxodo 2:23-24; 33:1). En dicho acuerdo Dios definió la relación que deseaba tener con los descendientes de Jacob, quienes ahora componían la incipiente nación de Israel que se dirigía hacia la Tierra Prometida.
Dios le ofreció este pacto a Israel como una declaración unilateral de las oportunidades que les estaba ofreciendo a los descendientes de Abraham, y también como una explicación inequívoca a los israelitas de las obligaciones que tendrían con él. La parte de ellos en este pacto se limitaba a aceptar o rechazar lo que Dios les estaba ofreciendo y luego, en caso de aceptarlo, a cumplir el compromiso adoptado.
“He oído la voz de las palabras de este pueblo, que ellos te han hablado; bien está todo lo que han dicho. ¡Quién diera que tuviesen tal corazón, que me temiesen y guardasen todos los días todos mis mandamientos, para que a ellos y a sus hijos les fuese bien para siempre!”
Tal como lo había hecho con Abraham, Dios les dio la oportunidad de caminar ante él de manera intachable, y constantemente les recordaba: “Porque yo soy el Eterno, que os hago subir de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios: seréis, pues, santos, porque yo soy santo” (Levítico 11:45). La eficacia de esta relación dependería de su continua lealtad a su compromiso de vivir y comportarse como un pueblo santo y escogido.
Cuando los hijos de Israel oyeron los términos del pacto de Dios, se enfrentaron a dos opciones muy claras: podían aceptar el rol de vivir como el pueblo santo de Dios (sus representantes frente a las naciones, Deuteronomio 4:6) o asumir las consecuencias de rehusarse a cooperar.
En ese tiempo, la posibilidad de que sobrevivieran sin la ayuda de Dios era mínima. Él acababa de liberarlos de la cruel esclavitud egipcia. No tenían una patria, y ninguna otra nación estaba dispuesta a acogerlos como residentes. Se encontraban en una tierra de nadie, en un ambiente hostil e implacable.
Dios intencionalmente hizo que la opción de que se convirtiesen en su pueblo santo fuese demasiado atractiva como para rechazarla, pero no los forzó a asumir ese rol. Quería que lo hicieran voluntariamente, y que tomaran su propia decisión.
Les habló desde el monte Sinaí y les reveló sus Diez Mandamientos, su definición básica de la santidad. Los Diez Mandamientos, junto con los estatutos y juicios que Dios le reveló a Moisés, se convirtieron en el libro del pacto. Moisés luego “tomó el libro del pacto y lo leyó a oídos del pueblo, el cual dijo: Haremos todas las cosas que el Eterno ha dicho, y obedeceremos” (Éxodo 24:7; compare con el versículo 3).
No obstante, a pesar de este pacto, los israelitas de la generación que Dios recién había liberado de la esclavitud egipcia dudaban de él y de la preocupación que demostraba hacia ellos, y le decían a Moisés: “He aquí el Eterno nuestro Dios nos ha mostrado su gloria y su grandeza, y hemos oído su voz de en medio del fuego; hoy hemos visto que el Eterno habla al hombre, y éste aún vive. Ahora, pues, ¿por qué vamos a morir? Porque este gran fuego nos consumirá; si oyéremos otra vez la voz del Eterno nuestro Dios, moriremos. Porque ¿qué es el hombre, para que oiga la voz del Dios viviente que habla de en medio del fuego, como nosotros la oímos, y aún viva?” (Deuteronomio 5:24-26).
Los israelitas temían acercarse mucho a Dios. No confiaban en él, y carecían de la fe de Abraham. Por lo tanto, le dijeron a Moisés: “Acércate tú, y oye todas las cosas que dijere el Eterno nuestro Dios; y tú nos dirás todo lo que el Eterno nuestro Dios te dijere, y nosotros oiremos y haremos” (v. 27). No estaban preparados para una relación verdadera y personal con Dios.
Por qué sería necesario un nuevo pacto
Desde luego, Dios conocía sus corazones mejor que ellos mismos. Él comprendía que el pacto que estaba haciendo con ellos tenía un punto débil no menor: no había en él cláusula alguna para cambiar el corazón humano. Eso tendría que esperar hasta la primera venida del Mesías, hasta que Jesucristo fuese inmolado como el Cordero expiatorio de Dios (Hebreos 9:26).
Note la respuesta de Dios cuando los israelitas declararon que lo obedecerían: “He oído la voz de las palabras de este pueblo, que ellos te han hablado; bien está todo lo que han dicho. ¡Quién diera que tuviesen tal corazón, que me temiesen y guardasen todos los días todos mis mandamientos, para que a ellos y a sus hijos les fuese bien para siempre!” (Deuteronomio 5:28-29).
Pero ellos no tenían tal corazón. Dios no incluyó ese nuevo corazón, el que es fortalecido a través del Espíritu Santo, como parte de la promesa de primogenitura. Esa bendición vendría más tarde como parte de la promesa del cetro que Dios le hizo a Judá, la que sería cumplida después de la muerte de Cristo (Isaías 53:11-12; Jeremías 31:31-33; Hebreos 8:3-12).
Fíjese en lo que Pedro dijo siglos más tarde, cuando Dios finalmente permitió que el Espíritu Santo se hiciese disponible a todo su pueblo durante la Fiesta de Pentecostés celebrada después de la muerte de Cristo. Él exclamó: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (Hechos 2:1; 38-39).
Debido a que Dios no les dio el Espíritu Santo, los antiguos israelitas nunca lograron vivir conforme al propósito espiritual de las leyes de Dios de manera plena, para convertirse así en el verdadero pueblo santo. Su naturaleza humana y las influencias de quienes los rodeaban continuamente los llevaron por mal camino.
Incluso la generación que Dios sacó de Egipto mediante grandes milagros murió en el desierto debido a su constante incredulidad, testarudez, quejas y desobediencia. Dios no permitió que esa generación heredara la tierra que él había prometido a Abraham y sus descendientes. Aquellas personas no estaban dispuestas a reflejar la santidad que él deseaba.
Sin embargo, Dios cumplió la promesa que le hizo a Abraham y les dio la tierra prometida a los hijos de esa generación bajo el liderazgo de Josué. “Y sirvió Israel al Eterno todo el tiempo de Josué, y todo el tiempo de los ancianos que sobrevivieron a Josué y que sabían todas las obras que el Eterno había hecho por Israel” (Josué 24:31).
Este hecho encierra una importante lección: Dios no abandona las promesas que les ha hecho a sus hijos solo porque una generación de su pueblo le desobedece. Ellos también son herederos de la promesa que le hizo a Abraham.
Dios puede retener o demorar por un tiempo las bendiciones que ha prometido, pero a la larga las concede. Él siempre mantiene su palabra, y por tal razón podemos confiar en que cumplirá las profecías bíblicas acerca de los hijos de Israel en los últimos días.
Israel se convierte en un reino
Durante los siglos subsiguientes, Dios envió a profetas y jueces para guiar a los israelitas, para enseñarles sus caminos y resolver las controversias que había entre ellos. Pero muchas veces estas mismas personas le dieron la espalda a Dios (Salmos 78:56-57) y no lograron vivir conforme a su compromiso de ser un pueblo santo. La Biblia resume la era de los jueces con estas palabras: “En estos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jueces 21:25).
No obstante, durante esa era y más adelante, Dios escuchó sus oraciones en tiempos de crisis y peleó sus batallas cuando clamaron por su misericordia (Salmos 106:39-45). Él tuvo “misericordia de ellos, y se compadeció de ellos y los miró, a causa de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob; y no quiso destruirlos ni echarlos de delante de su presencia hasta hoy” (2 Reyes 13:23).
Finalmente, Israel le pidió a Samuel que le diera un rey. “Entonces todos los ancianos de Israel se juntaron . . . y le dijeron: He aquí tú has envejecido, y tus hijos no andan en tus caminos; por tanto, constitúyenos ahora un rey que nos juzgue, como tienen todas las naciones. Pero no agradó a Samuel esta palabra que dijeron: Danos un rey que nos juzgue. Y Samuel oró al Eterno.
“Y dijo el Eterno a Samuel: Oye la voz del pueblo en todo lo que te digan; porque no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos . . . Ahora, pues, oye su voz; mas protesta solemnemente contra ellos, y muéstrales cómo les tratará el rey que reinará sobre ellos” (1 Samuel 8:4-9).
Dios atendió su solicitud e instruyó a Samuel para que ungiera a Saúl (aparentemente uno de los hombres físicamente más impresionantes de Israel) como su rey (1 Samuel 10:17-24). Dios estaba dispuesto a trabajar con el rey de Israel y a apoyarlo si se comportaba de manera justa, pero Saúl se volvió arrogante, testarudo y voluntarioso. Físicamente parecía tener todo lo que la gente podía desear de un rey, pero su corazón no era justo delante de Dios, por lo que él decidió reemplazarlo.
Pablo explicó mil años más tarde: “Quitado éste, les levantó por rey a David, de quien dio también testimonio diciendo: He hallado a David hijo de Isaí, varón conforme a mi corazón, quien hará todo lo que yo quiero. De la descendencia de éste, y conforme a la promesa, Dios levantó a Jesús por Salvador a Israel” (Hechos 13:22-23).
El comienzo de la edad de oro de Israel
La historia del ascenso de Israel a su edad de oro durante el reino de David y el de su hijo Salomón, y su consiguiente desintegración en dos reinos independientes, es un relato tanto de triunfo como de amarga tragedia.
Todos estos sucesos enfatizan la fidelidad de Dios a sus promesas y las catastróficas consecuencias de la debilidad humana. También destacan la necesidad de un cambio mayor en el espíritu humano y del regreso de Cristo como el único Rey perfecto.
Durante los reinados de David y Salomón, Dios cumplió su promesa de que los descendientes de Abraham gobernarían sobre un vasto territorio en el Medio Oriente, desde la frontera de Egipto hasta el río Éufrates. Así, Israel se convirtió en una gran nación.
Pero debido a los pecados de Salomón y sus sucesores, como también a las transgresiones de la gente misma, Israel lo perdió todo en las décadas después de la muerte de Salomón. Esto fue lo que sucedió:
David se convirtió en el gobernador de las tribus de Israel en dos etapas. Primero, la tribu de Judá lo ungió como rey en Hebrón (2 Samuel 2:3-4). A partir de ese pacto, David reinó durante aproximadamente siete años antes de que las otras tribus hicieran un pacto con él y también lo aceptasen como rey. Esto dio comienzo a un período de unidad en Israel (2 Samuel 5:1-5; 1 Crónicas 11:3).
Como rey, David heredó un ejército militar numeroso y eficiente. Alrededor de 350 000 guerreros armados de las tribus de Israel asistieron a su ceremonia de coronación (1 Crónicas 12:23-40). Al poco tiempo, él comenzó a derrotar a los contenciosos vecinos que habían atormentado a los israelitas durante años.
David reinó un total de cuarenta años, treinta y tres de ellos desde Jerusalén, la ciudad que arrebató a los jebuseos y que estableció como capital de Israel. Su gobierno impulsó el ascenso de Israel a la preeminencia militar y económica en el Medio Oriente. Los historiadores modernos tienden a ignorar el registro bíblico y subestiman enormemente la magnitud y el alcance de los reinos de David y Salomón.
Como explica The New Unger’s Bible Dictionary (Nuevo diccionario bíblico de Unger): “La tendencia de los eruditos en el pasado ha sido darle poca credibilidad a los relatos bíblicos sobre el poder y la gloria de Salomón . . . La arqueología ha revindicado el amplio alcance del Imperio davídico-salomónico según se describe en [el libro de los] Reyes. El trasfondo histórico general del período davídico-salomónico también ha sido autenticado.
“La gloria de Salomón solía ser comúnmente descartada como ‘una exageración semítica’ o un relato romántico. Se argumentaba que un reino con semejante crecimiento no podría haber existido entre grandes imperios como Egipto, los hititas, Asiria y Babilonia. Sin embargo, los monumentos han mostrado que durante el período de 1100 hasta 900 a. C., los grandes imperios alrededor de Israel estaban decayendo o se encontraban temporalmente inactivos, por lo cual Salomón pudo gobernar con el esplendor que la Biblia le atribuye” (1988, “Solomon” [“Salomón”]).
La clave del éxito de David
¿Cuál fue la clave del éxito militar y político de David? Encontramos la respuesta revelada en el relato del primer desafío militar que enfrentó después de consolidar a todas las tribus de Israel bajo su liderazgo.
“Oyendo los filisteos que David había sido ungido por rey sobre Israel, subieron todos los filisteos para buscar a David; y cuando David lo oyó, descendió a la fortaleza. Y vinieron los filisteos, y se extendieron por el valle de Refaim.
“Entonces consultó David al Eterno, diciendo: ¿Iré contra los filisteos? ¿Los entregarás en mi mano? Y el Eterno respondió a David: Ve, porque ciertamente entregaré a los filisteos en tu mano. Y vino David a Baal-perazim, y allí los venció David, y dijo: Quebrantó el Eterno a mis enemigos delante de mí, como corriente impetuosa” (2 Samuel 5:17-20).
David no tenía necesidad de ir en búsqueda de conflictos, porque estos salían a su encuentro; pero cuando ello ocurría, Dios le daba la victoria. Con el pasar del tiempo sus enemigos formaron alianzas entre ellos mismos para derribar su reino, un reino que había sido establecido por Dios, pero de lo cual no se habían percatado. David salía victorioso incluso cuando sus hostiles vecinos se aliaban. “Y David se fortaleció más y más, porque el Señor Todopoderoso estaba con él” (1 Crónicas 11:9; NVI).
El éxito de David fue obra de Dios. Llegó a convertirse en el gobernante más poderoso del Medio Oriente de aquel entonces; sin embargo, no construyó monumentos para exaltarse a sí mismo, como era la costumbre de casi todos los reyes de la Antigüedad. Por lo tanto, como sus hazañas fueron registradas únicamente en la Biblia, la mayoría de los historiadores se rehúsa a reconocer la prominencia de Israel bajo David y su hijo y sucesor, Salomón.
Los críticos de la Biblia señalan que hay poca evidencia arqueológica para respaldar las afirmaciones que ella hace respecto a la grandiosidad de Israel bajo David y Salomón. No obstante, la falta de evidencia se comprende perfectamente a la luz de la historia de Israel y esa región.
Esta zona ha sido escenario de innumerables invasiones y luchas entre ejércitos a lo largo de los siglos. Jerusalén misma ha sido conquistada más de veinte veces, y destruida por completo en varias ocasiones. Registros del antiguo Israel escritos en pergaminos y papiros se volvieron polvo hace mucho tiempo, pero a pesar de que las pruebas contundentes y específicas son escasas, de ninguna manera son inexistentes. Teniendo en cuenta la perfecta precisión de la Biblia en tantas áreas, no tenemos ninguna razón para cuestionar sus afirmaciones en cuanto a Israel bajo David y Salomón.
Salomón hereda un imperio
El rey Salomón heredó de su padre David un inmenso, poderoso y próspero imperio en el Medio Oriente. “Porque él [Salomón] señoreaba en toda la región al oeste del Éufrates, desde Tifsa [posiblemente la actual Dibse, ubicada al norte de Siria y cerca de la frontera con el sur de Turquía] hasta Gaza, sobre todos los reyes al oeste del Éufrates; y tuvo paz por todos lados alrededor” (1 Reyes 4:24).
En aquel tiempo los pueblos de Judá e Israel “eran tan numerosos como la arena que está a la orilla del mar; y abundaban la comida, la bebida y la alegría. Salomón gobernaba sobre todos los reinos desde el río Éufrates hasta la tierra de los filisteos y la frontera con Egipto. Mientras Salomón vivió, todos estos países fueron sus vasallos tributarios” (vv. 20-21, NVI).
Otras dos potencias del Medio Oriente, Egipto y Tiro (al norte de Israel, en la costa del Líbano de la actualidad), decidieron convertirse en aliados de David y Salomón en vez de atacar a Israel y arriesgarse a ser conquistados. Ambas incrementaron grandemente el alcance del poderío comercial y político de Israel, aunque la influencia cultural y religiosa que ejercieron durante el reino de Salomón contribuyó al posterior colapso de la nación.
La alianza de Salomón con Hiram de Tiro probablemente sea la razón principal de por qué los historiadores occidentales han ocultado la importancia histórica de Israel. Cuando los historiadores modernos describen la generalizada influencia del Imperio fenicio, que en ese entonces estaba centrado alrededor de Tiro, tienden a pasar por alto el hecho de que Salomón era el verdadero poder de la región mediterránea oriental de aquel tiempo.
Israel y el Imperio fenicio
La Biblia revela que la historia de Israel y Fenicia estaba mucho más entrelazada de lo que los historiadores están dispuestos a admitir. En general, prosperaron juntas en los buenos tiempos y sufrieron también juntas durante los malos. Tenían enemigos en común. Ascendieron al poder internacional juntas y luego fueron conquistadas por el Imperio asirio casi al mismo tiempo.
Los habitantes de la zona costera alrededor de Tiro y Sidón compartían con Israel un alfabeto y más o menos el mismo lenguaje semítico. Aparte de unas cuantas diferencias culturales y dialécticas, sus idiomas parecen haber sido casi idénticos.
La relación especial de Israel con el rey Hiram de Tiro comenzó durante el reinado de David (1 Crónicas 14:1) y continuó incluso después del reinado de Salomón. Los historiadores saben que Tiro era la ciudad principal de los poderosos fenicios.
Encarta Multimedia Encyclopedia (Enciclopedia Encarta Multimedia) dice que los fenicios “se convirtieron en los comerciantes y navegantes más destacados del mundo antiguo. Las flotas de las ciudades costeras viajaban a lo largo del Mediterráneo e incluso por el océano Atlántico, y otras naciones competían a fin de contratar barcos y tripulaciones fenicias para sus flotas . . . las ciudades-reino fundaron muchas colonias, particularmente Útica y Cartago en el norte de África, [otras] en las islas de Rodas y Chipre en el mar Mediterráneo, y Tarsis en el sur de España. Tiro lideraba las ciudades fenicias antes de que fuesen subyugadas, nuevamente por Asiria, durante el siglo VIII a. C.” (“Fenicia”, 1999).
Salomón expandió grandemente el acuerdo de colaboración de Israel con Hiram. Al parecer se concertó un pacto formal de amistad entre los dos gobernantes, una “alianza entre hermanos” (Amós 1:9, NVI). Como veremos, esa relación resultó ser uno de los errores trágicos de Salomón, pero aumentó de manera significativa y transitoria la prosperidad de ambos reinos. Esta sociedad entre Salomón e Hiram fue la que alcanzó fama internacional como el Imperio fenicio.
Al evaluar el poder y prestigio de los grandes fenicios, los historiadores tienden a considerar solamente las ciudades marítimas en la costa del Líbano moderno. No reconocen la asociación que existía entre Hiram de Tiro y David y Salomón de Israel. Como resultado, pasan por alto el hecho de que David y Salomón, no Hiram, fueron los gobernadores dominantes de la sociedad comercial que se llegó a conocer en el mundo como Fenicia.
La contribución de Israel al poder fenicio
En su libro Lebanon Yesterday and Today (El Líbano ayer y hoy), John B. Christopher describe en pocas palabras la región que los historiadores reconocen como la antigua Fenicia. “Cuando Fenicia estaba en la cúspide de su poder, alrededor de 1000 a. C. [durante los reinados de David y Salomón], las ciudades-Estado principales eran, de sur a norte: Tiro, Sidón, Biblos y Arados (esta última estaba enclavada en una isla cerca de la costa siria, más allá de la frontera libanesa)” (1966, p. 43).
Sin embargo, antiguamente la palabra Fenicia comprendía mucho más que esas pocas ciudades costeras. Fenicia abarcaba incluso gran parte de la región interior de la “tierra de Canaán”, que era el territorio del antiguo Israel. Los relatos históricos de la antigua Fenicia frecuentemente ignoran esta importante información.
Christopher explica: “Durante el tercer milenio [a. C.], Biblos y la costa libanesa en general eran conocidas como la tierra de Canaán, y sus habitantes como cananeos. Un poco más tarde aparecieron los términos más familiares como Fenicia y fenicios. Fenicia a veces se refería específicamente a la sección costera del territorio de Canaán, mucho más amplio, que se extendía tierra adentro” (p. 41).
Desde el punto de vista de las ciudades costeras de Fenicia, un convenio de cooperación con Israel era una necesidad geopolítica. Militarmente, Israel era una de las ciudades vecinas más poderosas, demasiado poderosa como para ser ignorada por Hiram de Tiro.
Cuando David conquistó Edom, Moab y Amón (correspondientes a la actual Jordania) y Aram (la moderna Siria), Israel pasó a controlar la mayor parte de los territorios interiores, vitales para las rutas comerciales. Tiro y Sidón controlaban el comercio marítimo de la región mediterránea. El punto débil de las ciudades portuarias fenicias era su dependencia casi absoluta del comercio para su supervivencia.
En su mayor parte, Israel era autosuficiente y producía grandes cantidades de exportaciones agrícolas como vino, aceite de oliva y trigo. Por el contrario, el área fenicia que circundaba el litoral de Tiro y Sidón era montañosa y contaba con muy poco suelo para la explotación agrícola. Como consecuencia de la escasez de tierra cultivable, los fenicios importaban una considerable cantidad de productos alimenticios desde Israel. Rápidamente se establecieron fuertes lazos políticos y comerciales entre ambos reinos, pero Israel era, por mucho, el más poderoso de los dos.
Las ciudades portuarias de Tiro y Sidón compartían la fuerza laboral con Israel a fin de reunir los materiales necesarios para el templo de Israel (1 Reyes 5:8-11, 18). Salomón incluso reclutó una fuerza laboral de 30 000 hombres para trabajar en el Líbano, con el propósito de adquirir la madera destinada a la construcción del templo (versículos 13-14).
Además, las ciudades portuarias fenicias le brindaron a Israel acceso directo a vastos mercados internacionales mediante su control marítimo del mar Mediterráneo.
Los historiadores tienen registros de los fenicios aventurándose en el océano Atlántico por lo menos hasta las islas británicas, y algunos creen que viajaron mucho más allá de ese punto. Por lo tanto, esto comprueba que Israel tenía el mismo acceso a estas áreas.
Las Escrituras incluso afirman que dos de las tribus israelitas, Aser y Dan, habían desarrollado gran pericia y habilidades marítimas mucho antes de los días de David y Salomón y del rey Hiram de Tiro (Jueces 5:17). Salomón construyó su propia flota de barcos y los atracó en la ciudad portuaria israelita de Ezión Guéber (1 Reyes 9:26, NVI), abriendo así el acceso comercial a África Oriental y a Asia a través de los mares Rojo y Árabe.
Y a pesar de que los israelitas tenían sus propios navegantes calificados, los fenicios les enviaban “algunos de sus oficiales, que eran marineros expertos, para servir en la flota con los oficiales de Salomón”, a fin de colaborar en las hazañas marítimas comerciales que llevaban a cabo en conjunto (vv. 27-28, NVI).
Bajo David y Salomón, Israel fue un socio que contribuyó enormemente a que Fenicia alcanzara su grandiosidad y fama. La influencia internacional comercial y política de Salomón fue mucho mayor de lo que los historiadores más recientes han podido percibir. Incluso es probable que durante ese tiempo algunos de los comerciantes de Israel se hayan instalado en las islas británicas, estableciendo pequeñas colonias. Y aun cuando la información histórica acerca de ese período es escasa, muchas de las tradiciones antiguas indican que esto fue lo que ocurrió.
Por qué Dios le dio a Israel un imperio
En los días de Moisés, cuando Israel se consolidó como nación, Dios explicó su propósito de hacer que los israelitas fueran un pueblo de influencia y poder. Él les dijo: “Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa . . .” (Éxodo 19:5-6).
Dios quiso usarlos como una nación modelo, y le ordenó a Moisés que les dijera: “No añadiréis a la palabra que yo os mando, ni disminuiréis de ella, para que guardéis los mandamientos del Eterno vuestro Dios que yo os ordeno . . . Guardadlos, pues, y ponedlos por obra; porque esta es vuestra sabiduría y vuestra inteligencia ante los ojos de los pueblos, los cuales oirán todos estos estatutos, y dirán: Ciertamente pueblo sabio y entendido, nación grande es esta” (Deuteronomio 4:2, 6).
Dios deseaba que Israel fuese un ejemplo para enseñarles a otras naciones los beneficios que cosecharían al obedecerle y guardar fielmente sus leyes. Cuando él estableció a Israel como una gran nación, le dio a Salomón una sabiduría que sobrepasaba el entendimiento de los otros gobernantes de esa región. Salomón alcanzó fama internacional debido a su sabiduría (1 Reyes 4:29-34), y sus súbditos vivían en paz dentro de sus territorios.
Dios quería que la sabiduría de su camino de vida y sus leyes se hiciesen disponibles a todas las otras naciones. Le dio a Israel una oportunidad magnífica para bendecir y enriquecer espiritualmente “a todas las familias de la tierra”, como le había prometido a Abraham.
Pero ni Salomón ni el pueblo que gobernó mantuvieron sus ojos en ese objetivo. Los beneficios físicos de prosperidad, riquezas y fama se convirtieron en su meta principal y perdieron de vista la razón de su existencia como nación.
Nuevamente, el problema fue la naturaleza humana. Salomón se dejó llevar cada vez más por sus debilidades hasta que, hacia el final de su vida, abandonó al gran Dios que le había dado un imperio. En el siguiente capítulo aprenderemos cómo ocurrió esto y las consecuencias que produjo.