Del imperio al exilio
Pero acontecerá, si no oyeres la voz del Eterno tu Dios, para procurar cumplir todos sus mandamientos y sus estatutos que yo te intimo hoy, que vendrán sobre ti todas estas maldiciones, y te alcanzarán. (Deuteronomio 28:15).
Dios deseaba que Israel fuese una nación ejemplar, pero ello conllevaba grandes responsabilidades. Él no iba a permitir que la nación que había creado para ser un modelo de rectitud ante el mundo escapara de las consecuencias de abandonar sus caminos y se degradara al nivel de las naciones que la rodeaban.
Antes de que los israelitas entraran en la Tierra Prometida, Dios les había advertido específicamente que no hicieran alianzas con ninguna nación que adorase dioses falsos: “No harás alianza con ellos, ni con sus dioses . . . no sea que te hagan pecar contra mí sirviendo a sus dioses, porque te será tropiezo” (Éxodo 23:32-33).
Por las mismas razones, él les dijo que no se casaran con gente de las naciones vecinas: “Y no emparentarás con ellas; no darás tu hija a su hijo, ni tomarás a su hija para tu hijo. Porque desviará a tu hijo de en pos de mí, y servirán a dioses ajenos; y el furor del Eterno se encenderá sobre vosotros, y te destruirá pronto” (Deuteronomio 7:3-4).
Sin embargo, Salomón ignoró ambas advertencias. Primero hizo un tratado con el faraón de Egipto, el cual selló aceptando casarse con su hija (1 Reyes 3:1). Además, “hubo paz entre Hiram [el rey de Tiro] y Salomón, e hicieron pacto entre ambos” (1 Reyes 5:12).
Al comienzo de su reinado, Salomón amaba a Dios y simplemente se dedicó a seguir los pasos de su padre David. Durante aquel tiempo, Dios se le apareció en un sueño y le dijo: “Pide lo que quieras que yo te dé” (1 Reyes 3:5).
Salomón escogió sabiamente en su sueño. Le pidió a Dios un “corazón entendido” para poder cumplir adecuadamente su responsabilidad de monarca y juzgar a su pueblo de manera justa. Mediante aquel sueño, Salomón se dio cuenta de que Dios se había complacido de su actitud humilde y generosa. Dios entonces le prometió darle no solamente lo que le había pedido sino también riquezas, honor y larga vida, siempre y cuando Salomón continuara viviendo según los términos del pacto de Dios con Israel.
Poco después de que Salomón completó y dedicó el templo, Dios se le apareció nuevamente en un sueño: “Yo he oído tu oración y tu ruego que has hecho en mi presencia. Yo he santificado esta casa que tú has edificado, para poner mi nombre en ella para siempre; y en ella estarán mis ojos y mi corazón todos los días” (1 Reyes 9:3).
Luego, Dios le prometió condicionalmente a Salomón establecer para siempre el trono de su dinastía sobre el pueblo de Israel que vivía en la Tierra Prometida. No obstante, le explicó también cuáles serían las consecuencias en caso de que dejase de seguirlo con integridad: “Pero si ustedes o sus hijos dejan de cumplir los mandamientos y decretos que les he dado, y se apartan de mí para servir y adorar a otros dioses, yo arrancaré a Israel de la tierra que le he dado y repudiaré el templo que he consagrado en mi honor. Entonces Israel será el hazmerreír de todos los pueblos” (vv. 6-7, NVI).
La nación se corrompe por el ejemplo de Salomón
Dios no solo condenaba que un rey de Israel se casara con paganas, sino que específicamente les prohibió que tomaran “para sí muchas mujeres”, como era costumbre entre los gobernadores gentiles (Deuteronomio 17:17). Sin embargo, Salomón cometió este error fatal.
“Pero el rey Salomón amó, además de la hija de Faraón, a muchas mujeres extranjeras; a las de Moab, a las de Amón, a las de Edom, a las de Sidón, y a las heteas; gentes de las cuales el Eterno había dicho a los hijos de Israel: No os llegaréis a ellas, ni ellas se llegarán a vosotros; porque ciertamente harán inclinar vuestros corazones tras sus dioses. A éstas, pues, se juntó Salomón con amor” (1 Reyes 11:1-2).
“Pero si ustedes o sus hijos dejan de cumplir los mandamientos y decretos que les he dado, y se apartan de mí para servir y adorar a otros dioses, yo arrancaré a Israel de la tierra que le he dado y repudiaré el templo que he consagrado en mi honor. Entonces Israel será el hazmerreír de todos los pueblos . . .”
“Y cuando Salomón era ya viejo, sus mujeres inclinaron su corazón tras dioses ajenos . . . Salomón siguió a Astoret, diosa de los sidonios, y a Milcom, ídolo abominable de los amonitas . . . Entonces edificó Salomón un lugar alto a Quemos, ídolo abominable de Moab, en el monte que está enfrente de Jerusalén, y a Moloc, ídolo abominable de los hijos de Amón. Así hizo para todas sus mujeres extranjeras, las cuales quemaban incienso y ofrecían sacrificios a sus dioses.
“Y se enojó el Eterno contra Salomón, por cuanto su corazón se había apartado del Eterno Dios de Israel, que se le había aparecido dos veces, y le había mandado acerca de esto, que no siguiese a dioses ajenos; mas él no guardó lo que le mandó el Eterno. Y dijo el Eterno a Salomón: Por cuanto ha habido esto en ti, y no has guardado mi pacto y mis estatutos que yo te mandé, romperé de ti el reino, y lo entregaré a tu siervo.
“Sin embargo, no lo haré en tus días, por amor a David tu padre; lo romperé de la mano de tu hijo. Pero no romperé todo el reino, sino que daré una tribu a tu hijo, por amor a David mi siervo, y por amor a Jerusalén, la cual yo he elegido” (vv. 4-13).
Israel se divide en dos reinos
Y Dios cumplió su palabra. Para cuando murió Salomón, alrededor de 931 a. C., las tribus que ocupaban la parte norte de la nación estaban descontentas con los agobiantes impuestos y los trabajos forzados instituidos por Salomón (1 Reyes 4:7, 22, 26-28; 5:13, 15). Cuando su hijo Roboam ascendió al trono, las tribus norteñas le pidieron ayuda.
Roboam pidió consejo a sus asesores. Los más ancianos le sugirieron satisfacer la solicitud de las tribus, y que aliviara la carga tributaria y mejorara la vida del ciudadano promedio. Sin embargo, los consejeros más jóvenes arguyeron que, como monarca absoluto, Roboam debía ejercer un enérgico control sobre su reino y exigir incluso más impuestos a la gente. Neciamente, Roboam decidió seguir el consejo de la generación más joven.
El resultado fue predecible. Las diez tribus del norte se separaron y proclamaron como su rey a Jeroboam, un ex alto funcionario bajo Salomón, tal como el profeta Ahías había profetizado años antes (1 Reyes 11:28-40; 12:20). Solo las tribus de Judá y Benjamín se mantuvieron leales a la casa de David.
La primera reacción de Roboam fue invadir las tribus del norte con un ejército de 180 000 soldados, para intentar enseñarles una lección (1 Reyes 12:21). Pero Dios habló así a los líderes de Judá: “Así ha dicho el Eterno: No vayáis, ni peleéis contra vuestros hermanos los hijos de Israel; volveos cada uno a su casa, porque esto lo he hecho yo. Y ellos oyeron la palabra de Dios, y volvieron y se fueron, conforme a la palabra del Eterno” (v. 24). La invasión fue cancelada y así comenzó la era de un reino dividido.
A estas alturas, más de doscientos años antes de que los asirios conquistaran a las diez tribus norteñas, estas se separaron y pasaron a constituir el reino (o casa) de Israel. Las tribus del sur (Judá, Benjamín y parte de Leví) llegarían a conocerse como el reino (o casa) de Judá. La promesa de un Rey divino [Jesucristo] permaneció en la tribu de Judá (Génesis 49:10).
Las tribus del norte retuvieron el nombre de Jacob, o Israel, y heredaron la promesa de primogenitura que incluía grandeza nacional, prosperidad y riqueza. Ellas recibieron, por derecho de nacimiento, las bendiciones físicas y la prominencia nacional que Dios le había prometido a José.
A partir de esa trascendental separación de Israel y Judá, la Biblia registra una sucesión de diez dinastías a lo largo de doscientos años, encabezada por al menos diecinueve monarcas que gobernaron el reino del norte.
La oferta de Dios a Jeroboam
Cuando Dios envió al profeta Ahías para informarle a Jeroboam que se convertiría en rey de las tribus del norte, le ofreció también sus bendiciones y la promesa de una dinastía duradera. “Yo, pues, te tomaré a ti, y tú reinarás en todas las cosas que deseare tu alma, y serás rey sobre Israel. Y si prestares oído a todas las cosas que te mandare, y anduvieres en mis caminos, e hicieres lo recto delante de mis ojos, guardando mis estatutos y mis mandamientos, como hizo David mi siervo, yo estaré contigo y te edificaré casa firme, como la edifiqué a David, y yo te entregaré a Israel” (1 Reyes 11:37-38).
Con la ayuda de Dios, Jeroboam pudo haber mantenido la porción del imperio que él le había dado; pero su fe estaba puesta en lo que podía ver, no en Dios.
Para asegurarse el dominio absoluto de su nuevo reino, Jeroboam inmediatamente construyó dos capitales para su gobierno en puntos de encuentro tribales que tradicionalmente eran muy importantes. Una estaba ubicada en Siquem, cerca de Naplusa, en lo que hoy se conoce como Franja Occidental. La otra estaba en Peniel, al oriente del río Jordán, en lo que es la actual Jordania.
A continuación Jeroboam decidió enfrentar lo que él consideraba un gran problema, tanto así, que podría incluso arrebatarle su reino: “Y dijo Jeroboam en su corazón: Ahora se volverá el reino a la casa de David, si este pueblo subiere a ofrecer sacrificios en la casa del Eterno en Jerusalén; porque el corazón de este pueblo se volverá a su señor Roboam rey de Judá, y me matarán a mí, y se volverán a Roboam rey de Judá” (1 Reyes 12:26-27).
Jeroboam cambia la religión de Israel
Para prevenir tal cosa, Jeroboam estableció un sistema religioso capaz de competir con el que ya tenían. Por razones políticas –para mantener su control sobre las tribus del norte–, él cambió la manera en la que Israel adoraba a Dios.
La idolatría ya se había vuelto popular durante los últimos días de Salomón, por lo que Jeroboam erigió sus propios ídolos: “Y habiendo tenido consejo, hizo el rey dos becerros de oro, y dijo al pueblo: Bastante habéis subido a Jerusalén; he aquí tus dioses, oh Israel, los cuales te hicieron subir de la tierra de Egipto. Y puso uno en Bet-el, y el otro en Dan” (1 Reyes 12:28-29).
Dan se ubicaba al extremo norte de su reino. Bet-el estaba al sur, justo arriba de la frontera con Judá y cerca de la ruta principal que la gente utilizaba para ir a adorar a Jerusalén.
Temeroso de que la observancia de las mismas fiestas anuales que celebraban los judíos (las fiestas santas de Dios, Levítico 23) reavivara el deseo de unidad nacional, Jeroboam cambió también la fecha de celebración de la gran fiesta otoñal (Levítico 23:23-44), del séptimo al octavo mes (1 Reyes 12:32-33).
Él hizo caso omiso de los sacerdotes aarónicos y los levitas (1 Reyes 12:31; 13:33), hombres que habían sido apartados por decreto de Dios (Éxodo 40:15) para mantener la integridad de la vida religiosa de la nación. Para Jeroboam, el sacerdocio levita era una amenazadora fuente de poder independiente. Los levitas habían heredado su cargo, no le debían nada al rey, y estaban prácticamente fuera de su control.
Al desestimar a los sacerdotes levitas, Jeroboam estableció un control monárquico sobre la vida religiosa de la nación. Como resultado, muchos de los levitas se fueron a Judá, donde podían continuar llevando a cabo sus funciones divinamente asignadas (2 Crónicas 11:13-15).
Para reemplazar a los levitas, Jeroboam creó un nuevo sacerdocio “de entre la gente común” y sin mucha experiencia (1 Reyes 12:31; 13:33, NVI), hombres que le debían al rey todo lo que eran y tenían. Estas personas designadas tenían que servir según las preferencias reales si querían mantener sus cargos.
Jeroboam introdujo el sincretismo, una fusión de diferentes sistemas de creencia. Combinó aspectos de la verdadera religión de Dios con creencias paganas y racionalización humana. Es muy posible que haya diseñado muchos aspectos de sus prácticas religiosas basándose en las costumbres de Egipto y Tiro (aliados de Israel por convenio), para fortalecer su relación con estos dos socios comerciales y militares.
De ahí en adelante, para el resto del mundo el reino del norte pasó a ser simplemente una extensión de las poderosas ciudades costeras del Imperio fenicio. Eran socios comerciales, compartían un lenguaje, y muy posiblemente tenían un punto de vista religioso similar.
La distinción que Dios originalmente había deseado establecer entre Israel y las naciones vecinas se borró al poco tiempo. Por lo tanto, no es sorprendente que a los historiadores les cueste distinguir un rol de Israel en la región que no sea el de simples comerciantes con las ciudades costeras fenicias. El estatus de Israel se redujo casi al mismo que tenían los otros reinos. Lamentablemente, había abandonado su cometido de ser una luz espiritual y un ejemplo para las naciones.
La respuesta de Dios a los pecados de Israel y Judá
Poco después de la inauguración de los nuevos rituales y prácticas religiosas en Bet-el y Dan, el profeta Ahías, quien previamente le había informado a Jeroboam que se convertiría en rey, recibió otro mensaje de Dios:
“Ve y di a Jeroboam: Así dijo el Eterno Dios de Israel: Por cuanto yo te levanté de en medio del pueblo, y te hice príncipe sobre mi pueblo Israel, y rompí el reino de la casa de David y te lo entregué a ti; y tú no has sido como David mi siervo, que guardó mis mandamientos y anduvo en pos de mí con todo su corazón, haciendo solamente lo recto delante de mis ojos, sino que hiciste lo malo sobre todos los que han sido antes de ti, pues fuiste y te hiciste dioses ajenos e imágenes de fundición para enojarme, y a mí me echaste tras tus espaldas; por tanto, he aquí que yo traigo mal sobre la casa de Jeroboam, y destruiré de Jeroboam todo varón, así el siervo como el libre en Israel; y barreré la posteridad de la casa de Jeroboam como se barre el estiércol, hasta que sea acabada” (1 Reyes 14:7-10).
El reino de Jeroboam había fracasado rotunda y rápidamente. Tristemente, sus acciones encajaban muy bien con los tiempos. En el reino sureño de Judá, el rey Roboam (cuya madre era amonita) no hizo nada para corregir el ejemplo idólatra que Salomón había dado en su vejez. De la misma manera, mucha gente en Judá había caído en la apostasía y había dejado de adorar a Dios (1 Reyes 14:22-24).
No pasó mucho tiempo antes de que Judá e Israel comenzaran a sufrir las consecuencias de sus pecados. En el quinto año del rey Roboam, el faraón Sisac invadió Judá con 1200 carros, 60 000 hombres de a caballo y gran número de soldados de infantería. Como habían contado con la alianza de Egipto por tantos años, Judá no estaba preparada y Roboam se aterró. El profeta Semaías trajo este mensaje de Dios a la corte de Roboam en Jerusalén: “Vosotros me habéis dejado, y yo también os he dejado en manos de Sisac” (2 Crónicas 12:5). Según el registro bíblico, los egipcios exigieron como tributo la mayor parte de los tesoros de oro que Salomón había hecho para el templo y su palacio.
El relato de esta invasión, narrado por el mismo Sisac, quedó preservado en las paredes del templo que construyó con su botín para honrar a su dios, Amón-Ra, en Karnak. En él se jacta de haber tomado ciento cincuenta ciudades, la mayoría emplazadas en la región del Negev de Judá y en el norte de Israel. La era dorada de Israel bajo un monarca y la mayoría de los tesoros de oro del templo y del palacio real, que habían sido producidos durante este período, habían desaparecido.
Sin embargo, las Escrituras afirman que los líderes de Judá admitieron su culpa y se humillaron ante Dios. Los gobernadores de las diez tribus norteñas no manifestaron tal arrepentimiento, por lo tanto, el reino del norte fue el primero en ser llevado en cautiverio.
Debido al cambio de corazón que mostró Roboam, Dios mitigó el impacto del desastre de Judá. “Se han humillado; no los destruiré; antes los salvaré en breve, y no se derramará mi ira contra Jerusalén por mano de Sisac. Pero serán sus siervos, para que sepan lo que es servirme a mí, y qué es servir a los reinos de las naciones” (2 Crónicas 12:7-8).
Aquí hay otra lección importante acerca de cómo se relaciona Dios con su pueblo. Aunque este se arrepienta, Dios no necesariamente borra todas las consecuencias de sus errores o de su rebelión contra él. Pero si la gente se humilla sinceramente, Dios por lo general es bondadoso y equilibra el castigo con la misericordia.
Dios no hace berrinches ni aniquila impulsivamente a quienes provocan su ira. Sus acciones siempre tienen un propósito, y él intenta primero corregir a las personas de maneras que les enseñen lecciones (Ezequiel 33:11). Como podemos ver en muchos ejemplos en la historia de Israel y Judá, el castigo a menudo es el medio que Dios utiliza para tratar de cambiar la actitud de la gente.
Dios se enfoca en el bienestar a largo plazo de aquellos con quienes trabaja (Hebreos 12:5-12). Su meta principal, desde luego, es que todos lleguen al arrepentimiento (2 Timoteo 2:24-26; 2 Pedro 3:9), que lo acepten y decidan vivir según sus leyes.
La inminente catástrofe
Debido a que el reino del norte siguió el liderazgo de Jeroboam entregándose a la idolatría, Dios les advirtió a los israelitas las consecuencias de su rebelión: “El Eterno sacudirá a Israel al modo que la caña se agita en las aguas; y él arrancará a Israel de esta buena tierra que había dado a sus padres, y los esparcirá más allá del Éufrates, por cuanto han hecho sus imágenes de Asera, enojando al Eterno. Y él entregará a Israel por los pecados de Jeroboam, el cual pecó, y ha hecho pecar a Israel” (1 Reyes 14:15-16).
Dios trató con mucha paciencia a Israel, dándole a la gente muchas oportunidades de arrepentirse. No obstante, a lo largo de los dos siglos que siguieron los pecados de la casa de Israel y de sus reyes aumentaron. Los israelitas se apartaron más y más del pacto que habían hecho con su Creador en los días de Moisés.
Dios quitó en etapas su bendición y protección. “En aquellos días comenzó el Eterno a cercenar el territorio de Israel; y los derrotó Hazael [el rey sirio] por todas las fronteras, desde el Jordán al nacimiento del sol, toda la tierra de Galaad, de Gad, de Rubén y de Manasés, desde Aroer que está junto al arroyo de Arnón, hasta Galaad y Basán” (2 Reyes 10:32-33).
Durante el siglo VIII a. C., los profetas de Dios continuaron advirtiendo a los israelitas que ellos, al igual que los otros reinos de la región, caerían víctimas de una nueva y poderosa presencia militar. La expansión de Asiria hacia el oriente pronto comenzó a amenazar seriamente la existencia del reino de Israel.
Durante este tiempo de inminente catástrofe, los autores de muchos de los escritos que se convertirían en los libros proféticos del Antiguo Testamento ya estaban cumpliendo con su misión. Dios envió profeta tras profeta para advertirles a las casas de Israel y de Judá que debían arrepentirse. En unas cuantas ocasiones, los líderes de Judá los escucharon e instituyeron reformas que duraron por algún tiempo, pero el reino del norte nunca se arrepintió de las prácticas idólatras que Jeroboam había establecido. Su gente se rehusó a prestar atención a las advertencias de los profetas.
Los profetas de Dios repitieron los mismos temas básicos. Exhortaron a los israelitas a arrepentirse de inmediato, y proclamaron un inminente cautiverio si la gente se rehusaba a hacerlo. Además, consistentemente les hablaron del futuro del pueblo de Israel, especialmente acerca de la redención y restauración de sus descendientes a través del Mesías que había sido profetizado. (Para comprender los conceptos fundamentales de la profecía bíblica, asegúrese de solicitar el folleto Usted puede entender la profecía bíblica. Solicite su copia gratuita a alguna de nuestras oficinas cercanas a su domicilio o descárguela de nuestra biblioteca de literatura en iduai.org/folletos).
El fin del reino del norte
Poco después de la muerte del rey Jeroboam II (ca. 753 a. C.), el reino del norte se sumió en un caos político. “La guerra civil, los asesinatos y los conflictos internos entre los grupos que apoyaban la política de los asirios y los que se oponían a cualquier tipo de rendición ante ellos atormentaba al estado del norte . . . Las muertes de Jeroboam y Usías . . . ocurrieron al mismo tiempo que Asiria retomó su poder y renovó su avance hacia occidente” (Lawrence Boadt, Reading the Old Testament [Leyendo el Nuevo Testamento], 1984, p. 312).
En medio de sus propias dificultades domésticas e internas, los líderes israelitas tenían que lidiar además con la intromisión de Asiria en sus asuntos. Durante el reinado del rey Tiglat-pileser III de Asiria, el rey Menahem de Israel (ca. 752-742 a. C.) tuvo que pagar enormes sumas en tributos a fin de persuadir al monarca asirio [también conocido como Pul] que lo dejara en paz a él y también a su pueblo (2 Reyes 15:19-20).
Unos pocos años después, el rey Peka (ca. 740-732 a. C.) se rebeló contra Asiria, solo para ser forzado a rendirse. Tiglat-pileser invadió varias ciudades de la casa de Israel y llevó en cautiverio a sus habitantes (2 Reyes 15:29). La falta de lealtad de Peka hizo que los asirios concibieran una nueva política exterior para lidiar con la gente rebelde: convertir al reino ofensor en un estado vasallo.
Según esta política de Asiria, aquellos que se rebelaran por segunda vez perderían el control político y serían reemplazados por un rey vasallo leal al gobierno asirio. Al encontrarse viviendo entre extraños, cuyo lenguaje no comprenderían (Jeremías 5:15) y cuya tierra y cultura no les sería familiar, los exiliados tendrían poca esperanza de rebelarse eficazmente contra sus amos asirios.
Tiglat-pileser dio los primeros pasos contra el reino del norte en respuesta a la alianza del rey Peka con Damasco, lo que fue un segundo intento de rebelión (ca. 734 a. C.). El primer exilio de los israelitas (ca. 733-732 a. C.), que a veces se conoce como el cautiverio galileo, se llevó a parte de la población –principalmente de las tribus de Neftalí, Rubén, Gad, y el remanente de Manasés que vivía al este del río Jordán– al norte de Asiria y al norte y noroeste de Mesopotamia (2 Reyes 15:27-29; 1 Crónicas 5:26).
Tiglat-pileser III también ocupó la mayor parte de Galilea y Galaad y dividió el territorio israelita en cuatro provincias nuevas: Meguido, Dor, Galaad y Samaria.
La última gota
En caso de que la gente se sublevara por tercera vez, la respuesta oficial de Asiria era firme y lapidaria: tal nación debía dejar de existir. El ejército asirio obligaba al exilio prácticamente a toda la población. Los asirios dispersaban a los exiliados a lo largo del imperio y repoblaban los territorios desocupados con gente de regiones lejanas. Una vez que eran alejados de su patria, y con sus tierras ahora a cargo de otros, los exiliados dispersos tenían menos medios o motivación para rebelarse en contra del dominio asirio.
El rey Oseas (ca. 732-722 a. C.), quien fuera un vasallo pro-Asiria, aunque no confiable, puso en marcha los sucesos que llevaron a la disolución del reino del norte. Esperando recibir ayuda indispensable de Egipto (al sur), Oseas traicionó la confianza asiria alrededor de 724 a. C. (2 Reyes 18:9-10). El rey Salmanasar V respondió sitiándolo (ca. 724-722 a. C.), lo cual provocó la caída de Samaria, la capital de Israel. En ese punto, el reino del norte dejó de existir como entidad política.
La historia registra un relato adicional sobre la caída de Samaria en 722 a. C. Habiendo entrado exitosamente en la Tierra Prometida de Israel gracias a su victoria sobre el rey del norte, al poco tiempo los asirios atacaron al reino del sur, Judá. En 701 a. C. el ejército asirio, liderado por Senaquerib, capturó prácticamente todas las ciudades fortificadas de Judá (2 Reyes 18:9; 13-14) y exilió a miles de judíos. Sin embargo, Jerusalén no cayó bajo esta invasión y el reino del norte se recuperó lo suficiente como para durar otros 115 años antes de que las huestes de Babilonia conquistaran y destruyeran Jerusalén, en 586 a. C.
Los exiliados desaparecen de la historia
Al extinguirse el reino del norte como entidad política, su pueblo se dividió y dispersó hasta más allá del río Éufrates, en los territorios del este de Asiria. Dios cumpliría ahora su promesa de que la casa de Israel sería “zarandeada entre todas las naciones” (Amós 9:9). Ahora los israelitas experimentarían lo que era vivir bajo el gobierno de las otras naciones que tanto deseaban emular.
Dios les había advertido: “Y el Eterno te esparcirá por todos los pueblos, desde un extremo de la tierra hasta el otro extremo; y allí servirás a dioses ajenos que no conociste tú ni tus padres, al leño y a la piedra. Y ni aun entre estas naciones descansarás, ni la planta de tu pie tendrá reposo; pues allí te dará el Eterno corazón temeroso, y desfallecimiento de ojos, y tristeza de alma; y tendrás tu vida como algo que pende delante de ti, y estarás temeroso de noche y de día, y no tendrás seguridad de tu vida” (Deuteronomio 28:64-66). En este momento, ellos desaparecieron de la historia como el pueblo de Israel. Los israelitas ya habían comenzado a servir a “dioses ajenos” y dejado de lado las prácticas religiosas que obviamente los distinguían de otros pueblos. Entre otras cosas habían abandonado el sábado, el séptimo día. Dios había proclamado el sábado a Israel como “señal entre mí y vosotros por vuestras generaciones” (Éxodo 31:13, 16-17; compare con Ezequiel 20:12, 20).
Una vez que sus conquistadores los expulsaron de su patria, los israelitas pasaron a ser simples refugiados — parte de la gran masa de pueblos desplazados y exiliados por los asirios. Ya no poseían características externas que los distinguieran fácilmente de los pueblos a su alrededor. Los símbolos inequívocos que los identificaban se esfumaron rápidamente; pero hubo fragmentos de la identidad y cultura de sus tribus que no desaparecieron tan fácilmente.
Entonces, ¿cómo podemos encontrarlos? Tenemos que tomar en cuenta la región general a la que fueron exiliados y ver si hubo algún pueblo que apareció repentinamente y cuyas características lo vinculen a los refugiados del reino del norte de Israel.
Lo que encontramos es una asombrosa historia de cómo Dios, a lo largo de muchos siglos, guió a los israelitas que fueron dispersados precisamente hasta la región al extremo nororiental de su patria, tal como sus profetas habían predicho.