Hiroshima
Cuando el infierno llegó a la Tierra
Un día de agosto, temprano en la mañana, el dibujante Tsutomu Yamaguchi se preparaba para regresar a casa. Había pasado los últimos tres meses en otra ciudad, ocupado en su trabajo. Como empleado de la industria Mitsubishi, en Japón, había trabajado durante el verano en un proyecto de construcción naval. Abordó un bus hacia la estación con dos de sus colegas, pero se dio cuenta de que se le había quedado algo. Sus compañeros continuaron el viaje, mientras él volvió al dormitorio de la empresa para recogerlo. Una vez que lo hizo, comenzó a caminar hacia el astillero.
El Sr. Yamaguchi recordaba muy bien aquel día: “Yo estaba de buen ánimo; el astillero estaba en una zona plana, flanqueado de plantaciones de papas. Era un día claro, muy bonito y como cualquier otro”.
Pero todo esto cambiaría en un instante para él y otras aproximadamente 245 000 personas aquel 6 de agosto de 1945. Los estadounidenses habían dejado caer sobre Hiroshima 720 000 volantes dos días antes, advirtiendo que la ciudad sería destruida, pero nadie hizo caso. Ahora, la advertencia se hacía realidad.
“Mientras caminaba escuché el sonido de un avión, solo uno. Miré hacia el cielo y vi el B-29, que dejó caer dos paracaídas. Los estaba mirando, cuando de repente . . . hubo como un resplandor de magnesio, un gran estallido en el cielo, y caí al suelo” (citado por Richard Lloyd Parry, “The Luckiest or Unluckiest Man in the World?” [“¿El hombre más afortunado o más desafortunado del mundo?”], sitio web The Times,Londres, marzo 29, 2009).
El avión que él vio era el Enola Gay, que acababa de completar su misión de lanzar la primera bomba atómica usada en una operación militar.
Él continuó: “Cuando el ruido y la explosión amainaron, vi una gigantesca columna de fuego en forma de hongo que se elevaba hacia el cielo. Era como un tornado, pero no se movía, y subió y comenzó a ensancharse horizontalmente en la parte de arriba. Había luz prismática, que cambiaba a un ritmo complejo, como las figuras de un caleidoscopio. Lo primero que hice fue examinar mis piernas para ver si aún las tenía y si podía moverlas. Pensé: ‘Si me quedo aquí, voy a morir’.
“Casi 200 metros más adelante había un refugio antiaéreo cavado en el suelo, y cuando descendí encontré a dos estudiantes sentados adentro. Me dijeron: ‘Usted está seriamemente herido, tiene muchos cortes’. Y solo entonces me di cuenta de que tenía una grave quemadura en la mitad de mi cara, y que mis brazos estaban quemados”.
El relato del Sr. Yamaguchi es solo uno de los miles de testimonios personales sobre la horrorosa devastación que produjo aquella bomba. Un paciente de Michihiko Hachiya, director del Hospital de Comunicaciones de Hiroshima, narra la siguiente historia, que él recopiló en un diario junto a decenas de otras que escuchó de los pacientes que atendió:
“El espectáculo de los soldados . . . era más espantoso que el de los cadáveres que flotaban río abajo. Me encontré no sé con cuántos, quemados de las caderas para arriba, cuya piel había desaparecido y su carne estaba mojada y blanda . . . ¡Y no tenían rostro! Sus ojos, narices y bocas se habían carbonizado, y parecía que sus orejas se habían derretido. Era difícil saber cuál era su espalda y cuál su frente” (Richard Rhodes, The Making of the Atomic Bomb [La fabricación de la bomba atómica], 1986, p. 726).
Con una sola bomba murieron aproximadamente 140.000 personas. Cada uno de los sobrevivientes tiene su historia sobre el sufrimiento que vio, y esas historias se cuentan por cientos de miles. La magnitud de tal destrucción escapa a toda comprensión. No hay palabras para describirla adecuadamente.
¿Cómo pudo Estados Unidos hacer algo así?
Aquel día, la capacidad de los seres humanos para matarse entre sí dio comienzo a una era completamente nueva y jamás antes imaginada. Por primera vez en la historia se hizo factible la horrorosa profecía sobre la extinción que amenazaría a la humanidad de no ser por el regreso de Jesucristo (Mateo 24:22).
En el curso de las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, durante el periodo denominado “la guerra fría”, se desarrollaron armas atómicas aún más poderosas. La más potente de ellas fue una bomba de hidrógeno que los rusos hicieron estallar a modo de ensayo, y cuyo poder explosivo era 3 000 veces mayor que el de la bomba atómica arrojada sobre Hiroshima.
En la actualidad, solo el arsenal de los Estados Unidos y Rusia (sin contar a India, Pakistán, el Reino Unido, Francia, China y otros países que poseen armas nucleares) es suficiente para destruir las porciones inhabitadas de la Tierra varias veces.
¿Por qué los Estados Unidos dejó caer la bomba en Japón aquel día? Para acabar más rápido con la guerra, que ya había cobrado millones de vidas. El ejército estadounidense se estaba preparando para una invasión masiva de los japoneses, pero si la bomba podía probarse y sus resultados eran capaces de obligar a Japón a rendirse primero, se podría salvar las vidas de miles de soldados aliados y de millones de japoneses.
En su historia de la Segunda Guerra Mundial, el primer ministro en tiempos de guerra, Winston Churchill, resumió el razonamiento que impulsó tal decisión: “Para evitar una enorme e interminable carnicería, para acabar con la guerra, para traer paz al mundo, para imponer manos sanadoras sobre los pueblos torturados — una manifestación de poderío abrumador representado por unas cuantas explosiones parecía, después de todas nuestras tribulaciones y peligros, un milagroso rescate” (citado por Rhodes, p. 697).
Desde luego, el precio que pagaron las víctimas de Hiroshima y Nagasaki fue descomunal. Y desde entonces, el mundo ha vivido bajo la sombra de la bomba atómica.
La paz alcanzada por el hombre en este mundo siempre arrastra consigo otros problemas.
Precursor apocalíptico
Para formarse una idea de los eventos que Jesús predijo que sucederían antes de su retorno, imagine la desolación en Hiroshima en ese terrible día y multiplíquela por todo el resto del mundo.En el tiempo futuro de confusión y desastre que se avecina, todos los ciudadanos del mundo, de todos los países, estarán en riesgo.
El capítulo final del libro La fabricación de la bomba atómica, que citáramos antes en este artículo, lleva el título “Lenguas de fuego”. Su descripción de la destrucción de Hiroshima (que comienza meses antes, cuando los estadounidenses preparaban una isla desde la cual podrían lanzar éste y otros ataques sobre Japón, y concluye con página tras página de testimonios de sobrevivientes y de los sufrimientos que presenciaron aquel día) es suficiente para acelerar nuestro corazón — como me sucedió a mí. Rhodes registra esta escalofriante historia:
“Había un aterrador silencio, que hacía pensar que toda la gente, los árboles y la vegetación habían muerto”, recuerda Yoko Ota, un escritor de Hiroshima que sobrevivió. “El silencio era el único sonido que podían emitir los muertos . . . Ellos estaban más cerca del epicentro del evento; murieron porque eran miembros de un gobierno distinto, y por lo tanto su asesinato no contó oficialmente como tal; su experiencia representa de la manera más elocuente el peor escenario de nuestro futuro en común.Ellos constituyeron la mayoría en Hiroshima ese día” (p. 715, énfasis nuestro).
Solo hay una cosa que puede darnos esperanza si nos enfrentamos a la posibilidad de una destrucción tan horrenda como esta a nivel mundial: la promesa que Dios hizo de intervenir y salvarnos.
“¿Cómo pueden seguir fabricando estas armas?”
¿Qué pasó con el Sr. Yamaguchi? Después de recuperarse un poco y encontrar protección en un refugio antiaéreo aquel terrible día, sus heridas fueron vendadas y pasó allí la noche. Al día siguiente, él y sus compañeros se las arreglaron para volver a Nagasaki, su ciudad natal. A pesar de sus lesiones, se presentó al trabajo dos días más tarde, el 9 de agosto de 1945.
Él y su jefe estaban conversando en la oficina cuando detonó la segunda bomba , ahora sobre esta ciudad, matando a decenas de miles, tal como en Hiroshima. El Sr. Yamaguchi no resultó herido en esta segunda explosión, y tanto él como su esposa vivieron hasta los noventa y tantos años. Ambos murieron en 2010, y los sobreviven sus tres hijos. Él es la única persona oficialmente reconocida por el gobierno japonés como sobreviviente de las dos bombas, aunque hubo otras.
“No logro entender por qué el mundo no comprende la agonía que producen las bombas nucleares. ¿Cómo pueden seguir fabricando estas armas?”, dijo en una entrevista poco antes de morir a los 93 años (citado por David McNeill, “How I Survided Hiroshima — and Then Nagasaki” [Cómo sobreviví Hiroshima — y después Nagasaki], The Independent,Londres, marzo 29, 2009).
Llegará el día en que el Sr Yamaguchi verá cumplido su deseo. ¡Que Dios apresure la llegada de aquel día!