El valor de una hermana

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El valor de una hermana

¿Tiene usted una hermana? Yo tengo una que es cinco años mayor. Tal como muchas hermanas menores, asaltaba su clóset como si se tratara de mi tienda personal de ropa. Con frecuencia la tomaba prestada sin su permiso y se la devolvía en mal estado, generalmente manchada. Compartíamos un baño con puertas de acceso desde habitaciones separadas, y cuando terminaba de usarlo tenía la mala costumbre de olvidar desbloquear su puerta para que ella pudiera entrar a alistarse para la escuela cada mañana.

En más de una ocasión gritó enojada golpeando esa puerta para que la abriera. Compartimos una habitación durante años, y durante la mayor parte de ese tiempo, también una cama. Mirando hacia atrás, sonrío al recordar que ella enrollaba un cobertor y lo ponía en el medio de la cama para forzarme a mantenerme en mi lado y que no invadiera su espacio. ¡Siempre estaba invadiéndolo! Su desesperación llegó al punto en que prefirió usar un clóset amplio en el que acomodó un catre para dormir y así tener un poco de privacidad.

Sin embargo, por mucho que quería alejarse de mí, nunca dudé de que me amaba. Me cuidaba y me enseñaba. De niña, yo era un poco ahombrada y mi cuidado personal no ocupaba un lugar destacado en mis prioridades . . . en el improbable caso de que estuviera en mi lista. A medida que comencé a pasar de la niñez a la adolescencia, mi hermana se encargó de enseñarme la importancia del baño regular, el uso de ropa limpia y que combinara, a cepillarme el cabello y a esforzarme por lucir arreglada. Ella fue quien a la fuerza me depiló las cejas por primera vez y luego me aconsejó que siguiera haciéndolo.

No me malinterpreten: mi madre había pasado años tratando de enseñarme todas estas cosas, pero sus palabras a menudo caían en saco roto. Era mi mamá, y claro, tenía que decirme que me bañara. Yo admiraba a mi hermana de tal manera, que consideraba sus opiniones como algo muy especial. Sus palabras me impactaban de un modo que mi cerebro de 12 años no podía explicar, así que comencé a escucharla con oídos atentos mientras me enseñaba cómo convertirme en toda una joven.

¡Anhelaba tanto ser como ella! Quise seguir sus pasos y traté de imitarlos, y no estoy segura de si se dio cuenta o no, pero se convirtió en mi mentora y maestra. Ella me ayudó guiando mis pasos en esos primeros años, y aún llevo conmigo el legado de su labor de mentora. En los años transcurridos desde entonces, he tenido la suerte de conocer a una variedad de mujeres que caminaron a mi lado durante diferentes etapas de mi vida.

Durante mis años 20, fueron Nancy y Tina. Ambas eran mujeres “mayores” que llegaron a mi vida cuando estaba recién casada y necesitaba ayuda para hacer la transición al papel de esposa. Nancy fue en gran medida una mentora; usaba su sabiduría y experiencia para remitirme continuamente a Dios y a mi esposo en los primeros años de matrimonio, cuando las cosas eran difíciles y yo quería renunciar a mi voto, hacer maletas y regresar a casa. Tina se convirtió en mi amiga, me enseñó cómo estirar el dinero, reutilizar una bolsa de plástico, raspar una lata hasta sacar hasta el último resto de su contenido y cocinar una comida nutritiva para mi familia.

Ambas mujeres me enseñaron cosas diferentes. Me instruyeron en sabiduría, y tanto una como la otra merecen crédito por nuestro matrimonio, desde nuestro primer aniversario hasta el vigésimo séptimo, que estamos por celebrar. En mis años 30 y 40, la lista de mujeres siguió creciendo. Los nombres son demasiados para mencionarlos, pero aprecio a cada una de ellas. No todas las mujeres han sido mayores que yo. A menudo he tenido que ser humilde y aprender lecciones de mujeres más jóvenes que yo. Independientemente de su edad, mayor o menor, he tenido la bendición de haber sido enseñada, guiada, animada, alentada y fortalecida por mujeres que, con su ejemplo de fe, me señalaban una y otra vez a Dios y su Palabra.

La sabiduría es mi hermana

Proverbios 7:4 nos instruye: “Di a la sabiduría: Tú eres mi hermana, y a la inteligencia llama parienta”. La palabra “hermana” (H269, Strong's Hebrew and Greek Dictionary [Diccionario hebreo y griego de Strong]), se refiere a alguien con quien existe un lazo cercano: “hermana, pariente, novia amada”. La sabiduría de la que se habla en este versículo debe ser algo a lo que nos acercamos y con lo que tenemos una relación íntima y cercana, como la que se tiene con una hermana.

La “comprensión” (H998, ibíd., “discernimiento”) debe ser nuestra “pariente” (H4129, ibíd., “pariente; conocida”) o nuestra “amiga íntima”. Dios nos dice que llamemos a la sabiduría “nuestra hermana”. Creo que esto se debe a que las mujeres tienden a dar más importancia a las relaciones personales. Estamos más prestas a ayudar y, a menudo, somos las que brindamos el apoyo emocional a nuestra familia y seres queridos.

Estoy convencida de que cuando Dios se refirió a la sabiduría como a una hermana, quería que la consideráramos como algo con lo que debíamos desarrollar una relación estrecha y duradera para acercarnos, aprender y crecer. Cuando leo este versículo y veo a la sabiduría como mi “hermana” y al entendimiento como una “amiga íntima”, siento un increíble nivel de cercanía con la Palabra de Dios. Puedo ver la cara de mi hermana. Puedo ver la cara de Nancy y la de Tina.

Puedo ver los rostros de todas las mujeres que durante muchos años han sido “hermanas” para mí y cómo se acercaban para ayudarme a encontrar mi camino cuando era incapaz de verlo frente a mí. Puedo recordar a quienes me han dicho “este es el camino”, y luego me mostraron cómo andar por él. Puedo escuchar las voces de aquellas que me dijeron “no dejes que esta ofensa te robe la corona”, y tuvieron suficiente amor por mí como para ir a buscarme cuando comenzaba a alejarme. Tanto mujeres como hombres necesitan tener hermanas y hermanos en la Iglesia.

Puedo ver los rostros de todas las mujeres que me han ayudado a formarme, y entender mejor el papel que Dios quiere que la sabiduría tenga en mi vida. Crecer en relación con la sabiduría es también crecer en relación con Dios. Me asombra que él haya usado una analogía familiar, la de las hermanas, para ayudarme a entender mejor esta relación. Dios tiene muchísimos propósitos y nada escapa a su atención. Cuando vemos la relación que tenemos con la sabiduría en comparación con la de una hermana o una amiga íntima, se abre nuestra comprensión al gran valor de la sabiduría y cuán preciosas son nuestras hermanas.

Puede que no todos tengamos buenas relaciones con nuestras hermanas, pero probablemente haya una mujer en la vida de cada una de nosotras que ha sido como una hermana para nosotras. Considerar la sabiduría como una hermana ayuda a personalizar este versículo. El diseño de Dios para una familia implica que debemos crecer en nuestra relación unos con otros a medida que crecemos en nuestra relación con él. Muchas mujeres con las que he hablado han expresado sentimientos de soledad y aislamiento de otras mujeres . . . especialmente en la Iglesia. ¿Por qué? Algunas de las razones que las mujeres me han mencionado fueron: vidas ocupadas, heridas del pasado, sensación de desconexión de las mujeres en la Iglesia, amistades interrumpidas, la impresión de no ser importantes en la Iglesia y de no tener nada que ofrecer, cansancio de servir de maneras que no eran reconocidas o apreciadas, y la percepción de que se las daba por sentadas.

Considerémonos hermanas

Se nos dice que consideremos a la sabiduría como nuestra hermana, pero ¿cómo podemos crecer en nuestra relación fraternal con la sabiduría si no nos consideramos hermanas? Con demasiada frecuencia, las relaciones entre nosotros en la Iglesia no pasan de una sonrisa al encontrarnos con alguien conocido. Estimar a las demás mujeres de la Iglesia como nuestras hermanas y a los demás miembros como nuestra familia puede ser la parte más difícil de nuestro llamamiento, y sin embargo, posiblemente sea la más importante. Aprender a crecer en las relaciones mutuas y amarnos unos a otros con el amor de Dios, estar dispuestos a apoyarnos entre todos y asimismo a renunciar a la idea de alejarnos unos de otros, puede ser la misión de nuestras vidas.

Hace muchos años, una amiga muy querida me contó una historia de su infancia. Era hija de un pastor y los traslados eran parte rutinaria de su vida. Siempre era difícil dejar atrás a los amigos, pero su mamá y su papá les dijeron a ella y a sus hermanas algo que tomaron en serio y nunca olvidaron. “Ustedes son hermanas. Cuando nos mudemos de aquí, sus amigos no se mudarán con nosotros, pero sus hermanas sí. Valoren a sus hermanas. Ellas son sus mejores amigas. Trátenlas bien”.

He tenido la oportunidad de decir estas palabras a mis propias hijas más de una vez. Las palabras no estuvieron exentas de dolor y lágrimas, pero han cumplido su propósito de ayudar a nuestras hijas a unirse y estrechar su relación como hermanas. Cualesquiera sean las razones para evitar las relaciones amistosas en la Iglesia, me gustaría que consideráramos a las otras mujeres de nuestra comunidad religiosa y nos dijéramos a nosotras mismas lo siguiente: “Ella es mi hermana y Dios la ha llamado con ese propósito. Necesito tratarla bien y llegar a conocerla, y hasta podría llegar a ser mi mejor amiga”.

Somos llamados a ser parte de la familia divina. Debemos llegar a ser los mismísimos hijos de Dios, una parte de su familia, haciéndonos miembros unos con otros. (Juan 1:12; 1 Juan 3:1-2; Efesios 2:19-22; Romanos 12:5). Cuando consideramos a los demás como nuestras hermanas, familiares y seres queridos, estamos mucho más preparados para identificarnos con ellos. Para que aprendamos a ser parte de la familia eterna de Dios, primero debemos aprender a ser una familia aquí y ahora. Debemos convertirnos en la familia de Dios.

¡Hola sabiduría, eres mi hermana! Es preciso que llegue a conocerte mejor.  EC