“Que os améis unos a otros...”

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“Que os améis unos a otros...”

Pedro miró a Jesús, quien se había arrodillado a sus pies. Durante los últimos tres años y medio lo había seguido por toda Judea. Había dejado su barca, sus redes y su trabajo para convertirse en uno de sus discípulos. Había aprendido de primera mano el evangelio del Reino de Dios y había sido testigo de los numerosos milagros realizados por Jesucristo. Ahora su Maestro se había quitado su manto y después de ceñirse una toalla, se arrodilló ante él y comenzó a desatar sus sandalias. El lebrillo con agua que se encontraba a su lado evidenciaba claramente lo que pretendía hacer.

Pedro ya había observado como Jesús había lavado los pies de algunos discípulos y ahora se encontraba arrodillado frente a él. No podía quedarse callado.

“Señor, ¿tú me lavas los pies?” se apresuró a preguntar.

Él sabía que Jesús era el hijo de Dios y entendía que era el Mesías o el Cristo profetizado que tanto habían estado esperando. ¡Jesús era su Señor y Maestro! Y a pesar de esto, estaba arrodillado ante él como cualquier sirviente de rango inferior, dispuesto a lavar sus pies. Esto simplemente no era correcto.

“Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después”, le respondió Jesús.

Pedro no logró comprender el profundo significado de esta acción.

El Maestro da un ejemplo de servicio

Al seguir a Cristo por toda Judea y andar por caminos polvorientos, los pies de los apóstoles pies estaban casi siempre sucios. Jesús les había instruido que se sacudieran el polvo de los pies como testimonio contra aquellas casas que se rehusaban a recibir su mensaje. En cambio, aquellos que los recibían gustosamente también les proporcionaban un lugar para que lavaran sus pies, y es probable que en ocasiones incluso asignaran a un esclavo o sirviente de la casa para que lo hiciera porellos.

El hecho de que el Mesías hubiese adoptado este rol, propio del más humilde siervo, era inaceptable. Él era Rey, no sirviente.

“¡No me lavarás los pies jamás!”, protestó Pedro.

“Si no te lavare, no tendrás parte conmigo”, le respondió Jesús tranquilamente. A lo cual Simón Pedro insistió:

“Señor, no sólo mis pies, sino también las manos y la cabeza”.

“El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies . . . y vosotros limpios estáis, aunque no todos”. Pedro no entendió lo que Jesús le dijo y, dándose cuenta de que no podría disuadirlo, se dio por vencido y dejó que su Maestro le lavara los pies.

Jesús desató la sandalia de Pedro y sumergió suavemente su pie en el lebrillo. El agua fría estremeció al apóstol. ¿Qué habrá pensado en ese momento?

Sus protestas aquella noche probablemente le recordaron la ocasión en que Jesús les había dicho a él y a los otros discípulos que tenía que ir a Jerusalén para sufrir a manos de los ancianos y los principales sacerdotes. Cristo les dijo que debía padecer, que moriría y luego resucitaría al tercer día. Pedro lo había apartado para reprenderle, diciéndole que nunca iba a permitir que le sucediera algo así, que él lo impediría.

Pero Jesucristo lo corrigió firmemente y le explicó que todos aquellos que venían a él debían negarse a sí mismos, tomar su cruz y seguirlo. Para salvar sus vidas, debían primero perderla, y aquellos que la perdieran por causa de él, la encontrarían.

Negarse a sí mismos . . . perder la vida por causa de Cristo . . . Pedro había quedado desconcertado por las palabras de su Maestro.

Cuando Jesús comenzó a secarle el pie, Pedro volvió a la realidad. Jesucristo le desató la otra sandalia y repitió el proceso con el otro pie.

Un niño como ejemplo

Es fácil imaginar cómo los recuerdos inundaron la mente de Pedro. Cierta vez, durante un viaje a Capernaum, Pedro y el resto de los discípulos se habían enfrascado en una conversación sobre quién sería el mayor en el Reino de Dios, o quién sería el líder bajo Jesucristo.

Jesús seguramente debe haberlos escuchado, porque cuando llegaron a su destino les preguntó acerca del motivo de su discusión. Pedro y el resto de los discípulos se quedaron callados; no querían admitir que habían estado debatiendo acerca de quién de ellos sería el líder bajo Cristo.

Esta no era la primera vez que conversaban sobre ese asunto, ni tampoco sería la última. De hecho, el tema volvió a surgir esa misma tarde. Cristo se había sentado con ellos después de arribar a Capernaum y les había explicado que si alguien quería ser el primero, debía ser el último y convertirse en el servidor de todos. Entonces, trajo un niño ante ellos y les dijo que cualquiera que recibiera a un niño como ese en su nombre, lo recibiría a él y al Padre que lo había enviado, y que todo el que fuera humilde como aquel niño sería grande en su reino (Mateo 19:13-15; Marcos 10:13-16; Lucas 18:15-17).

“Bienaventurados seréis si las hiciereis”

Jesús secó el pie de Pedro, levantó el lebrillo y se fue donde el siguiente discípulo, a quien también le lavó y secó los pies. Tal vez Pedro vislumbró un poco de tristeza en los ojos de Jesucristo cuando se arrodilló a lavar los pies de Judas Iscariote, que era el discípulo a cargo de administrar el dinero.

Cuando Jesucristo terminó de lavar los pies de todos, se levantó, dejó a un lado la toalla, se colocó nuevamente su manto y se sentó con sus discípulos.

“¿Sabéis lo que os he hecho?", les preguntó.

Pedro y el resto de los discípulos probablemente aún estaban un poco consternados por el comportamiento de Jesucristo.

“Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis. De cierto, de cierto os digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que el que le envió”.

Su Maestro les había dado a los doce discípulos un tremendo ejemplo de humildad y servicio. Si alguien merecía un tratamiento especial, o era digno de adoración y grandeza, era él. Sin embargo, él mismo se puso a la altura de un esclavo y lavó los pies de sus discípulos, a quienes amaba.

Jesucristo mismo lo había dicho: el siervo no es mayor que su señor, ni el enviado mayor que el que lo envió.

Jesús ya había enseñado la necesidad de tener un liderazgo de servicio. Cuando la madre de Santiago y de Juan le pidió que sus hijos se sentaran a su lado en el reino, ¿cuál fue la respuesta de Jesús? Que los reyes gentiles se enseñorean de sus súbditos, pero eso no pasaría con él. Los discípulos de Jesús no debían preocuparse de la grandeza o la posición, sino más bien enfocarse en servir a los demás.

“Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis”.

Un vuelco en los acontecimientos

Jesús continuó: “No hablo de todos vosotros; yo sé a quienes he elegido; mas para que se cumpla la Escritura: El que come pan conmigo, levantó contra mí su calcañar”.

Pedro indudablemente reconoció las palabras del salmista y se preguntó a qué se refería Jesucristo.

Jesús continuó: “Desde ahora os lo digo antes que suceda, para que cuando suceda, creáis que yo soy. De cierto, de cierto os digo: El que recibe al que yo enviare, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió”.

Luego, en un tono algo triste, añadió: “De cierto, de cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar”.

Al oír estas palabras, Pedro y los demás se miraron unos a otros consternados. El murmullo en el cuarto aumentó gradualmente a medida que los discípulos empezaron a preguntarle a Jesús a quién se estaba refiriendo.

Todos preguntaban: “¿Seré yo?” (Marcos 14:19). Pedro levantó la mirada y se encontró con la de Juan, quien estaba sentado al lado de Jesús, y le hizo señas para que le preguntara de quién hablaba.

Cristo le respondió: “A quien yo diere el pan mojado, aquél es. Y mojando el pan, lo dio a Judas Iscariote hijo de Simón”(Juan 13:26). Jesús untó el pan y se lo entregó a Judas Iscariote, quien le preguntó: “¿Soy yo, Maestro?” Jesús le replicó: “Tú lo has dicho” (Mateo 26:25) y luego añadió: “Lo que vas a hacer, hazlo más pronto” (Juan 13:27).

Judas se levantó, salió del cuarto y desapareció en la noche.

La mente de Pedro probablemente era un torbellino. ¿Qué había querido decir Jesucristo con “entregar”? ¿Y adónde había ido Judas a esa hora de la noche? Algunos supusieron que, como administraba el dinero, seguramente había salido con el objetivo de comprar provisiones para la fiesta que se aproximaba o para ayudar a los más necesitados, como era la costumbre.

Un ejemplo digno de seguir para los discípulos de Jesús

Cristo tenía otras cosas urgentes que decirles: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:34-35).

Pedro probablemente reflexionó sobre este nuevo mandamiento y lo relacionó con la lección que Jesús les había impartido aquella noche sobre el lavamiento de los pies. El Maestro de los discípulos les había demostrado personalmente el tipo de actitud amorosa y humilde de servicio que él esperaba de sus seguidores, y ahora les decía que debían tener la misma actitud al dar y servir a otros. Esta actitud de amor servicial y exento de egoísmo, les dijo él, le demostraría a todo el mundo quiénes eran sus verdaderos seguidores.

Tanto las acciones como las palabras de Jesús les ayudaron a entender que ser un discípulo de Jesucristo no era sinónimo de un puesto de poder y autoridad, sino más bien de una vida de servicio voluntario. Esta actitud exige que una persona se humille y considere las necesidades de los demás como más importantes que las suyas propias. Si el Mesías, el mismísimo Hijo de Dios, estaba dispuesto a humillarse y demostrar a sus discípulos lo mucho que los amaba, ¿cuánto más debía Pedro humillarse y convertirse en siervo de todos?

Su Maestro les había dado el ejemplo esa noche y esperaba que ellos, como discípulos, lo imitaran. No era suficiente simplemente saberlo. Pedro y los otros debían seguir este camino y vivirlo, mostrando activamente su amor por los otros a través del servicio.

Pedro estaba aún procesando mentalmente esta lección, cuando Jesús le dijo que su compromiso personal como discípulo sería puesto a prueba. Y Jesús aún tenía cosas más preocupantes e impactantes que decirles.

Conforme avanzaba la hora y las palabras de Jesús se hacían más alarmantes y apremiantes, Pedro se preguntó qué otras lecciones les depararía esa noche. Jesús les aseguró que todo saldría bien. Aunque su fe sería probada de maneras que ellos aún no podían entender, tenían que continuar haciendo lo que él les había enseñado y demostrando que eran verdaderamente sus seguidores.  BN