Que la fuerza (y más) te acompañe

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Que la fuerza (y más) te acompañe

Mis disculpas a los fanáticos de La Guerra de las Galaxias: lo que viene a continuación no pretende analizar el significado espiritual de uno de los elementos principales de esta serie cinematográfica. La referencia en este caso proviene de un artículo de la revista Christianity Today que utiliza el concepto de estas películas con el subtítulo “The Holy Spirit: May the Force be With You?” [El Espíritu Santo: ¿Que la fuerza te acompañe?] Este artículo expresa la inquietud de que muchos consideran al Espíritu Santo una fuerza y no una persona (Kevin Emmert, “New Poll Finds Evangelical’s Favorite Heresies” [Nueva encuesta revela las herejías favoritas de los evangélicos], 28 oct., 2014).

Este artículo citó un estudio realizado por LifeWay Research [organización proveedora de recursos cristianos basada en Tennesee, EE. UU.], que encuestó a cristianos evangélicos respecto a la afirmación “El Espíritu Santo es una fuerza, no una persona”. La pregunta era si estaban de acuerdo o no con ella, o si la desconocían. El 51% estuvo de acuerdo. Cuando actualizaron la encuesta en septiembre de 2016, el 56% estuvo de acuerdo con que el Espíritu Santo es una fuerza y no una persona (Caleb Lindgren, “Evangelicals Favorite Heresies Revisited” [Se repite encuesta sobre herejías favoritas de los evangélicos], Christianity Today, 28 sept., 2016).

Esto es sorprendente, dado que los evangélicos generalmente se identifican con denominaciones que consideran a Dios como tres personas iguales –el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo–, la prueba de fuego del cristianismo tradicional.

¿Es el Espíritu Santo una persona o un ser individual? La Biblia revela que la respuesta es no. Dios el Padre y su hijo Jesucristo son seres vivientes, pero el Espíritu Santo no lo es.

¿Quiere decir entonces que el Espíritu Santo es una fuerza? Sí, pero es más que eso. Restringir el Espíritu Santo a una “fuerza” que puede “estar con nosotros” limita significativamente el alcance del Espíritu y su obra.

El Espíritu es la esencia de Dios

El Espíritu Santo es mucho más que una simple fuerza: es la esencia misma de Dios. Representa el poder de Dios que actúa en todo el universo y en los asuntos del hombre. Expresa su inconmensurable amor por la humanidad y la naturaleza inmutable de la verdad que él puso en acción para gobernar el universo y las relaciones humanas.

Dios es Espíritu”, declaró Jesús, “y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:24, énfasis nuestro en todo este artículo). Por tanto, Dios está hecho de Espíritu, y este es su esencia. Tal como el hombre está hecho de carne, Dios está hecho de Espíritu. El Espíritu y la carne son dos sustancias muy diferentes que constituyen la naturaleza esencial de dos formas de vida muy distintas — un Dios eterno y el hombre mortal (compare con Juan 3:6).

Cuando comprendemos que Dios el Padre es Espíritu y que Dios el Hijo es Espíritu, es decir, que ambos están compuestos de Espíritu, el panorama se aclara: hay dos, no tres, que son “Dios”. Desde el pasado eterno, Dios y el Verbo (quien también era Dios) siempre existieron; y estos dos seres se convirtieron en el Padre y el Hijo cuando el Verbo vino a la Tierra encarnado en Jesucristo (Juan 1:1-5, 14). “Yo y el Padre uno somos”, declaró Jesucristo (Juan 10:30), es decir, no un solo Ser divino literalmente hablando, sino dos seres completamente unificados como uno en pensamiento y propósito (compare con Juan 17:11, 21-23).

Y sí, el Espíritu Santo es el poder de Dios, pero es también la esencia misma y la presencia de Dios, tanto del Padre como de Cristo. En ese sentido, el Espíritu es personal: no es una persona en sí, sino el medio a través del cual Dios vive entre nosotros y dentro de nosotros para que nos unamos a él.

En la víspera de su crucifixión, Jesús oró para que esta unidad creciera y se expandiera: “Y ya no estoy en el mundo; mas éstos están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros . . . Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti” (Juan 17:11, 20-21). ¿Entendió lo que él pidió aquí? Jesús le pide al Padre que comparta con nosotros el Espíritu que ellos mismos son ¡para que podamos así transformarnos y ser como ellos!

Por lo tanto, Dios supera los dos conceptos populares acerca del Espíritu Santo: que es una persona de la Trinidad, o una fuerza mística. ¡Él tiene mucho más que ofrecer!

Si no se usa, pierde su efectividad

El Espíritu Santo es el don de la naturaleza divina de Dios (su “ADN” espiritual, podría decirse) que se nos otorga para que nos motivemos y conectemos con él. Pero debemos utilizarlo, porque de no hacerlo pierde su efectividad. Vemos esto expresado de manera muy conmovedora en lo que el apóstol Pablo le escribió al evangelista Timoteo.

Pablo menciona la fe genuina que primero tenía la abuela de Timoteo, y está convencido de que es la misma que tiene Timoteo (2Timoteo 1:4-5). ¿Qué motivación y exhortación le podía dar a Timoteo? Pablo es directo: ¡Que utilice este don! ¡Y que lo avive! “Por lo cual te aconsejo que avives el fuego del don de Dios”, le implora Pablo a Timoteo, “que está en ti por la imposición de mis manos” (v. 6).

Luego Pablo compara la naturaleza humana básica con la naturaleza del don de Dios: “Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio” (v. 7).

El temor en oposición al poder. El temor en oposición al amor. El temor en oposición al dominio propio. El don del Espíritu de Dios supera tres veces el temor dañino, pero el temor es un amo cruel que tiene cautivos a millones e impide que alcancen el potencial que Dios les ha dado.

El temor nos engaña, pero el Espíritu de Dios nos da dominio propio porque proviene de la verdad. El temor nos ata, pero el Espíritu de Dios nos libera porque proviene del amor de Dios. El temor nos paraliza, pero el Espíritu de Dios nos da fortaleza porque proviene del Poder supremo del universo. Pablo alaba la grandiosidad de este don divino, que sobrepasa y supera el temor a todo nivel.

La esencia de Dios es Espíritu, lo cual Pablo le describe a Timoteo en términos sinónimos de fuerza, carácter divino y un sano juicio: poder, amor y dominio propio.

Y aunque estos atributos de Dios no lo abarcan todo, de acuerdo a la opinión inspirada de Pablo eran necesarios para avivar el fuego de la fe en su amigo y compañero del ministerio.

Y nada menos que esto se espera de nosotros en la actualidad.

El Espíritu de Dios es fuerza

El Espíritu de Dios está descrito en la Biblia como una energía que fluye y se le compara con el viento, el agua, el aceite y el fuego. El Espíritu de poder es una fuerza que debe tomarse en cuenta. Quizás en ninguna parte de la Biblia sea más evidente que en su manifestación en forma de viento y fuego durante el día de Pentecostés.

Este es el relato de Lucas: “Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba . . . y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos” (Hechos 2:2-3).

¡Qué impresionante demostración de pirotecnia sobrenatural! ¡Qué poderoso espectáculo! Pero Dios no es un empresario de la farándula; él trabaja para cambiar a la gente, y la gente que cambia ayuda a producir crecimiento y transformación en las vidas de otros.

Notemos lo que pasó a continuación: “Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (v. 4).

El resultado del poder del Espíritu fue inmediato y tangible. La multitud en un comienzo se confundió y luego se sorprendió. Mediante el poder del Espíritu, los pescadores galileos se volvieron expertos en idiomas y podían hablar las lenguas de quienes viajaban a Jerusalén desde lugares tan lejanos como Asia, Roma y Libia.

“Mirad”, exclamaron los peregrinos desde lejos, “¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido? (vv. 7-8).

Pero el milagro tuvo sus detractores. Algunos se burlaban, diciendo “están llenos de mosto”. Esta afirmación es tan falsa como aquellos que la emitieron. ¿Mosto en Pentecostés a fines de la primavera? ¿Y alrededor de las nueve de la mañana? Improbable.

Pedro es transformado por este poder

Esto llevó a Pedro a ponerse de pie: “Varones judíos, y todos los que habitáis en Jerusalén, esto os sea notorio, y oíd mis palabras. Porque éstos no están ebrios, como vosotros suponéis, puesto que es la hora tercera del día [alrededor de las 9 a.m.]” (vv. 14-15).

Luego él procedió a relacionar el efecto con la causa, citando una profecía del libro de Joel acerca del tiempo del fin que tuvo un grado de cumplimiento parcial en el día de Pentecostés: “Derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños; y de cierto sobre mis siervos y sobre mis siervas en aquellos días derramaré de mi Espíritu, y profetizarán” (vv. 17-18).

Imbuido del valor que le daba el Espíritu, Pedro mostró la conexión entre causa y efecto y sin reservas se dirigió a la multitud fascinada: “Varones israelitas, oíd estas palabras: Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él . . . a éste . . . matasteis por manos de inicuos, crucificándole” (Hechos 2:22-23).

¿Dónde estaba el espíritu de temor que lo había hecho negar a su Señor en la víspera de su crucifixión? ¿Cómo es que ahora podía defenderlo públicamente con tanto denuedo y enrostrarle a la gente sus pecados? ¿Qué había cambiado? El temor de Dios había sido desplazado por el poder del Espíritu. “A este Jesús”, continuó Pedro, “resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís” (vv. 32-33).

Jesús resucitado había regresado al Padre en su estado glorificado. Dios el Padre y Jesús el Hijo estaban ahora derramando la esencia de su ser sobre la gente con esta espectacular demostración de poder, la cual produjo resultados que podían verse y oírse.

Luego Pedro habló del meollo del asunto: “Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo” (v. 36).

Su osadía produjo una convicción que impactó profundamente el corazón de sus oyentes: “Varones hermanos, ¿qué haremos?”, preguntaron.

El Espíritu de poder se difunde

Pedro sabía la respuesta porque él mismo acababa de experimentar lo mismo: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (v. 38).

Alrededor de tres mil personas que oyeron esto se arrepintieron y bautizaron (versículo 41).

El día comenzó con aproximadamente ciento veinte discípulos que recibieron el Espíritu, y ahora unos tres mil más habían participado en la adquisición de la naturaleza divina. Estos tres mil fueron conectados a la unidad del Padre y del Hijo, en respuesta a la oración de Jesús: “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros” (Juan 17:20-21).

Pedro estaba haciendo con el Espíritu lo que Timoteo no estaba haciendo en toda su plenitud. Pedro estaba utilizando efectivamente ese poder, y al hacerlo se llenó de valor para actuar. Su acción produjo resultados en Pentecostés que cambiaron para siempre a la gente y al mundo.

El poder del Espíritu no tiene límites. Intervino embarazando a la joven virgen María para que pudiese dar a luz al Hijo de Dios. Puede leer el relato en Lucas 1. En una de las parábolas de Jesús que se encuentra en Mateo 25, cinco de las diez vírgenes que esperaban al novio no llevaron suficiente aceite (que representa el Espíritu Santo) con ellas, por lo que se quedaron fuera de la boda.

Jesús describe el poder del Espíritu como agua que fluye del corazón de un creyente: “El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (Juan 7:38). La creencia en Cristo es tan poderosa, que “ríos de agua viva” correrán del corazón del creyente. Este poder permite que los creyentes crezcan, produzcan y entreguen más de lo que físicamente son capaces de hacer.

¿Es el Espíritu Santo el poder de Dios? El relato de Pentecostés, el aceite de las vírgenes para encender las lámparas y la promesa de las aguas vivas que fluyen del corazón del creyente nos demuestran que la respuesta es ciertamente ¡sí!

Pero el Espíritu Santo no es solo el poder de Cristo. Como dijimos, todavía hay más.

El Espíritu de amor de Dios, reflejo de su carácter

Es un error pensar que el Espíritu Santo comienza y termina solo como el poder de Dios. Esta idea limita la obra de ese Espíritu en nuestras vidas para llevarnos a nuestro destino. Por el contrario, el dogma trinitario (que cree en un sistema cerrado que contiene tres personas en un ser) nos excluye de ese destino.

El Espíritu de Dios es también un Espíritu de amor. La Biblia incluso dice que “Dios es amor” (1 Juan 4:8, 16). Esta característica que define a Dios elimina el temor y produce frutos.

Expresado de otro modo, el poder no es el único elemento que Dios derramó en el día de Pentecostés. Pablo explica en su carta a la congregación en Roma: “Y esta esperanza no nos defrauda, porque Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado” (Romanos 5:5, Nueva Versión Internacional).

Una esperanza que “no nos defrauda” es un antídoto innegable para el temor y el desánimo. Pero el ya anciano apóstol Juan nos presenta una conexión incluso más directa en este aspecto. “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor” (1 Juan 4:18).

El Espíritu de amor derramado en el corazón del creyente produce un creyente esperanzado y sin temor, quien valientemente actúa de manera consecuente con el carácter de Dios: con amor. Esta no es una teoría teológica inventada, sino la realidad práctica de un Espíritu lleno de vida que produce resultados que la Biblia llama “frutos”.

“El amor es sufrido”, escribe Pablo a la congregación de la Iglesia en Corinto, “es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor” (1 Corintios 13:4-5).

¡Imagínese poder entregar y recibir estos resultados! Usted puede porque esa es la promesa del Espíritu, pero hay más.

El amor “no se goza de la injusticia [o el pecado], mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser” (vv. 6-8).

El Espíritu de amor nunca deja de eliminar el temor. El Espíritu de amor nunca deja de producir resultados beneficiosos para el prójimo, a quien le muestra amor y a quien le expresa ese amor.

Debemos comprender que el Espíritu Santo no es solo una fuerza que nos motiva a actuar sino que también nos llena del amor de Dios, su naturaleza misma y carácter. El Espíritu de amor es indispensable para una relación libre de temor con Dios y el hombre, y el fundamento de una vida productiva que rinde frutos. Pero Pablo dice que hay más.

El Espíritu de dominio propio de Dios, o Espíritu de verdad

El Espíritu de dominio propio también es descrito en la Biblia como el Espíritu de verdad.

La verdad es el fundamento del dominio propio, porque la causa de una mente depravada es la supresión o rechazo de la verdad. Pablo nos dice que los romanos “[detenían] con injusticia la verdad” a pesar de que Dios se las había manifestado (Romanos 1:18-19).

Esta supresión de la verdad tuvo consecuencias: “los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen” (v. 28).

Por definición, la verdad es inmutable y no puede cambiar. La verdad es buena. El pensar basándose en la verdad produce dominio propio, pero hay más: el Espíritu de verdad (que produce dominio propio) es un don que Dios nos da.

Ponga atención a lo que Dios prometió en cuanto al Espíritu de verdad la noche antes de fallecer:

“Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador . . . el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir” (Juan 14:15-17).

“Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad . . .” (Juan 15:26).

El Espíritu de verdad . . . os guiará a toda la verdad” (Juan 16:13).

Jesús prometió que el Espíritu de verdad guiaría las mentes de sus seguidores al pleno uso de “toda la verdad”. Él entregó ese don en Pentecostés, y la promesa se extiende a “todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (Hechos 2:38-39).

Se podría decir mucho más acerca del Espíritu de verdad, pero regresemos a las preguntas que hicimos al comienzo:

¿Es el Espíritu Santo una persona o un ser? No.

¿Es el Espíritu Santo una fuerza o un poder? , pero es más que eso — mucho más.

Al entregarnos el Espíritu Santo, Dios el Padre y su Hijo Jesucristo nos otorgan la esencia de sí mismos para que podamos formar parte de esa naturaleza divina, cumpliendo su deseo de que seamos uno en ellos, tal como el Padre es en Cristo y Cristo es en el Padre (2 Pedro 1:4; Juan 17:21).

Si usted ya es un recipiente de este don divino, preste atención a la exhortación de Pablo a Timoteo y utilícelo. Si usted desea saber cómo, lea las instrucciones de Pablo a Timoteo en esa carta.

Si usted aún no ha recibido el Espíritu Santo, entonces responda al mensaje de Pedro: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:38).

Cualquiera sea el caso, la responsabilidad de actuar es suya. “¡Que la fuerza (y más) lo acompañe!”BN