“Nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros”
Jerusalén resplandecía bajo el sol de la tarde, mientras doce hombres y su maestro bajaban el monte de los Olivos para dirigirse a cierta casa en la ciudad.
Temprano ese mismo día, Jesús de Nazaret había dado instrucciones a dos de sus discípulos, Pedro y Juan, para que fueran a la ciudad y prepararan la Pascua (Lucas 22:7-13), una cena sagrada y expiatoria observada por los judíos según las ordenanzas del Antiguo Testamento. (Ella comprendía el sacrificio de un cordero, como se explica en Éxodo 12 y en otros pasajes bíblicos).
Jesús les había dicho que se encontrarían con un hombre que llevaba agua, quien les mostraría el cuarto de invitados donde guardarían la Pascua, y después de encontrar a dicha persona, Pedro y Juan habían hecho todos los preparativos necesarios.
Es probable que Jesús no haya dicho mucho cuando entró al cuarto con los demás y observó los arreglos preliminares. A Pedro y Juan tal vez les haya parecido que Jesús estaba muy ensimismado, pero aparte de eso, su maestro se veía sereno y confiado. Siguiendo su ejemplo, todos comenzaron a relajarse después de sentarse a la mesa.
Fue entonces cuando Jesús dirigió la palabra a sus discípulos, explicándoles que había esperado con ansias aquel momento para comer esa Pascua con ellos. “Y les dijo: ¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca! Porque os digo que no la comeré más, hasta que se cumpla en el reino de Dios” (Lucas 22:15-16).
Esta declaración suya impactó fuertemente a los discípulos. ¿Estaba Jesús hablando de sufrimiento? Para los apóstoles era muy difícil creer que él, el Mesías, o Cristo –que según la profecía reinaría sobre Israel y todo el resto de las naciones–, fuera a sufrir tormento físico, e impensable que fuera a morir tan joven. Más aún, este era el mismo hombre que había convertido el agua en vino, alimentado a 5000 personas hambrientas con cinco panes y dos peces, y caminado sobre el agua de un mar tormentoso y turbulento.
Símbolos de sacrificio
Jesús procedió a ofrecerles a sus discípulos pan sin levadura y vino, elementos que eran parte de la ceremonia tradicional de la Pascua, pero que ahora, bajo el nuevo pacto, habían pasado a ser símbolos de su sacrificio como el Cordero de Dios, según él se los reveló.
El pan que Cristo dio a sus seguidores más fieles simbolizaba su cuerpo. El apóstol Pedro definió más tarde qué significaba esto, escribiendo que nosotros, como cristianos, debemos seguir los pasos de nuestro Salvador, “quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis [somos] sanados” (1 Pedro 2:24).
Cristo pagaría la pena por los pecados de la humanidad “por el sacrificio de sí mismo” (Hebreos 9:26). El vino, ofrecido a continuación, representaba su sangre derramada, la cual lavaría los pecados de la humanidad (Lucas 22:17-20).
Al comienzo de esa tarde, los discípulos se asombraron muchísimo cuando Jesucristo voluntariamente se hincó y comenzó a lavarles los pies. Jesús les dijo que siguieran su ejemplo, explicándoles que este acto era símbolo de una limpieza espiritual renovada y de la incondicional actitud de servicio que debían tener entre ellos (Juan 13:1-17).
El pan sin levadura y el vino que Cristo ofreció a sus discípulos tuvo un profundo significado para ellos, y lo tiene también para nosotros. Durante aquella tarde, Jesús les explicó que estaba en vísperas de ofrecerse a sí mismo por los pecados de la humanidad (Juan 13:31-33). Sus seguidores pronto presenciarían personalmente la dramática demostración del significado de los símbolos de la Pascua.
El sacrificio de Cristo había sido profetizado
En el Antiguo Testamento abundan las profecías acerca del sacrificio de un Salvador venidero. La más antigua de ellas se encuentra en Génesis, después que Adán y Eva pecaran. Hablándole a Satanás, la serpiente, Dios dijo: “Pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu simiente y la de ella; su simiente te aplastará la cabeza, pero tú le morderás el talón” (Génesis 3:15, Nueva Versión Internacional).
Este versículo, que se refiere a la serpiente y la Simiente, habla simbólicamente de Satanás y Jesucristo. Satanás “mordería el talón” de Jesús simbolizando su crucifixión, en la cual le atravesarían los pies con clavos; pero Cristo, al retornar a la Tierra, le aplastaría la cabeza a Satanás confinándolo a una prisión por mil años, para finalmente eliminarlo del panorama en bien de toda la humanidad (Apocalipsis 20:1-10). La profecía en Génesis 3 es la primera referencia a la crucifixión y muerte de Jesucristo.
El profeta Isaías predijo el sacrificio supremo de Jesucristo: “Más él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestrospecados; el castigo de nuestrapaz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5, énfasis nuestro).
Isaías profetizó además que el Dios Eterno “cargó en él el pecado de todos nosotros” (v. 6). Dijo del Mesías: “Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” (v. 7). “Por cárcel y por juicio fue quitado; y su generación, ¿quién la contará? Porque fue cortado de la tierra de los vivientes, y por la rebelión de mi pueblo fue herido” (v. 8).
Los escritores de la Biblia registraron muchas profecías acerca de este momento tan trascendental y crítico, cuando nuestro santo Salvador entregaría su vida por usted, por mí y por toda la humanidad. Ese momento llegó, tal como se había profetizado, y de acuerdo con los planes de Dios: “Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos” (Romanos 5:6). La ofrenda de Jesucristo como sacrificio de sí mismo había sido planeada desde hacía mucho (2 Timoteo 1:9-10; 1 Pedro 1:18-20).
Jesucristo vivió una vida perfecta, y “no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca” (1 Pedro 2:22). De haber quebrantado la ley de Dios, habría sufrido la pena de muerte igual que el resto de la humanidad, sin esperanza de una resurrección. Pero como se mantuvo sin pecado y como el verdadero Hijo de Dios en la carne, su muerte pagó la pena por nuestras transgresiones, convirtiéndolo en el Salvador de la humanidad (Hebreos 10:12;
1 Juan 4:14).
Jesucristo, nuestra Pascua
En 1 Corintios 5:7, Pablo escribió “porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros”. Esta afirmación encierra un profundo significado para los cristianos.
Pablo escribió estas palabras a la Iglesia en Corinto, la cual estaba permitiendo que uno de sus miembros continuara pecando sexualmente. Este no era un pecado común y corriente, incluso para la disoluta sociedad corintia de aquel entonces: un hombre estaba involucrado en una relación inmoral con su madrastra (1 Corintios 5:1).
Pablo reprendió a toda la congregación y les dijo a los corintios que expulsaran al transgresor para que el pecado no se multiplicara y los contaminara, tal como la levadura leuda e hincha la masa para el pan. Esta analogía era muy importante para ilustrar el significado de la Fiesta de Panes sin Levadura, que comenzaba justo después de la Pascua (1 Corintios 5:2-6).
Con el propósito de fundamentar sus razones para expulsar al pecador, Pablo mencionó directamente a Jesús como el cumplimiento del sacrificio de la Pascua.
¿Qué quiso decir Pablo con estas palabras? Que el sacrificio de Cristo no había sido en vano, y que los corintios no debían tomar a la ligera su dolorosísima muerte.
Nuestras vidas deben reflejar el sacrificio de Cristo
Hasta ese momento, los corintios no habían comprendido la magnitud del sacrificio de Cristo. No entendían a cabalidad que ahora que sus pecados ya habían sido perdonados y lavados por la sangre derramada de Jesucristo, sus vidas debían reflejar un nuevo compromiso, y que ya no debían vivir con sus antiguos hábitos pecaminosos.
Pablo les dejó esto muy en claro: “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios. Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Corintios 6:9-11).
En una carta a los romanos acerca del mismo tema, Pablo preguntó: “¿Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera. Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él? ¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” (Romanos 6:1-4).
El sacrificio de Jesucristo no debe ser tomado a la ligera
Pablo fue muy enfático al decirles a los corintios que no debían tomar a Cristo livianamente, y que la aceptación de su sacrificio debía producir como resultado un cambio de vida, con una nueva perspectiva y enfoque que no tolerarían el pecado. “Más bien os escribí que no os juntéis con ninguno que, llamándose hermano, fuere fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o ladrón . . . Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros”
(1 Corintios 5:11-13).
Si consideramos que aparentemente los miembros de la Iglesia en Corinto no entendían completamente las implicancias del sacrificio de Jesucristo y el terrible sufrimiento y dolor que él había soportado, cabe preguntarnos: ¿Será posible que nosotros podamos cometer el mismo error? ¿Comprendemos en profundidad lo que él tuvo que pasar para convertirse en un sacrificio por nosotros?
Ninguno de nosotros estuvo ahí para presenciar cómo los soldados romanos flagelaban, golpeaban y ridiculizaban despiadadamente a Jesucristo, pero tenemos la Palabra de Dios, que nos cuenta lo que sucedió. Tanto el profeta Isaías como el rey David, en el libro de los Salmos, y los autores de los evangelios, fueron testigos del brutal castigo infligido a Jesucristo. Al leer estos relatos bíblicos y también algunas descripciones actualizadas sobre tales castigos podemos entender, al menos hasta donde nos permiten nuestras limitaciones humanas, la magnitud de los tormentos que nuestro Salvador sufrió por nosotros.
Cuando las autoridades llevaron a Jesucristo ante el sumo sacerdote Caifás y los escribas y ancianos, él fue falsamente declarado culpable de blasfemia. Las autoridades religiosas escupieron su rostro, abofeteándolo y golpeándolo con sus puños mientras se burlaban de él (Mateo 26:67-68). Cuando entregaron a Jesús a los romanos para que le dieran de latigazos (Mateo 27:26), él estaba comprensiblemente desorientado, con su rostro lacerado, amoratado y maltratado.
“La muerte hasta la mitad”
La flagelación de nuestro Salvador a manos de los romanos fue salvaje. Ellos le daban a este tipo de castigo el nombre de “muerte hasta la mitad”, porque se detenía justo antes de que la víctima muriera. Un hombre entrenado, llamado lictor, utilizaba una empuñadura de madera a la que se le habían amarrado varias tiras de cuero y en cuyas puntas se habían cosido fragmentos de hueso o de hierro. Este instrumento de tortura se llamaba flagelo. El número de latigazos que podía administrarse era ilimitado, y el lictor podía golpear con el flagelo cualquier parte del prisionero.
Por lo general, los guardias amarraban al criminal condenado a una piedra o pilar de madera con el rostro pegado al pilar y un brazo a cada lado de él. Para humillar aún más a la víctima, le quitaban toda la ropa para impedirle cualquier tipo de protección ante el cruel instrumento.
Entonces comenzaba el brutal procedimiento. El prisionero sufría golpe tras golpe, que dejaban su carne lacerada y su piel ensangrentada colgando, como delgadas tiras de tela. Un funcionario supervisaba la operación, para asegurarse de que el cautivo no fuera a ser erróneamente flagelado hasta la muerte; los romanos sabían por experiencia que un hombre frágil golpeado de tal manera podía morir rápidamente.
Cuando la flagelación concluía, los guardias desataban al prisionero, que caía al suelo en estado de shock. Le vertían agua fría encima para limpiar un poco la sangre, la carne destrozada y la suciedad. La brutal limpieza al maltratado cuerpo de la víctima hacía que esta volviera de su estado de shock y recuperara la conciencia.
En el caso de Jesús, algunos de los soldados juntaron espinas y entretejieron con ellas una corona, que incrustaron en su cabeza. Le cubrieron con un manto, le pusieron un cetro de caña en su mano y burlonamente le rindieron homenaje, diciendo: “¡Salve, rey de los judíos!” (Mateo 27:29).
“Y escupiéndole, tomaban la caña y le golpeaban en la cabeza. Después de haberle escarnecido, le quitaron el manto, le pusieron sus vestidos, y le llevaron para crucificarle” (vv. 30-31).
Qué significa para nosotros su sacrificio
Esta es solo una descripción muy somera de la agonía que nuestro Salvador tuvo que soportar en nuestro lugar, para que el sufrimiento y la muerte que merecíamos como pena por nuestros pecados fueran eliminados. Sin el sacrificio de Jesús, hubiésemos estado irremisiblemente condenados a una muerte eterna. La única vida que hubiésemos podido vivir hubiera sido la existencia física con la que batallamos ahora y su consiguiente miseria, ocasionada por el pecado.
No tendríamos ninguna esperanza de reconciliación con Dios nuestro Padre, ni de que él aceptara nuestras vidas a cambio de la vida de Jesucristo, quien está ahora sentado a su diestra. Tampoco tendríamos esperanza de ser sanados del dolor y el sufrimiento, y no tendríamos ninguna razón para recibir el Espíritu Santo, entender la verdad de Dios, y servir a Cristo como sus seguidores en la Tierra.
No entenderíamos el misterio de los siglos, el plan de Dios para que los seres humanos se conviertan en hijos de Dios, ni disfrutaríamos el privilegio del compañerismo con otras personas de las mismas creencias, compartiendo el gozo con que Dios nos bendice en su Iglesia.
No debe extrañarnos, entonces, que Pablo haya usado las palabras que usó para despertar a los corintios y volverlos a la realidad espiritual. Ellos tal vez no se daban cuenta de la profundidad del sacrificio de Jesús, o lo habían entendido en algún momento pero se les había olvidado. Cualquiera fuera la situación, necesitaban que se les recordara el dolor y la agonía que su Salvador había tenido que soportar por ellos. Necesitaban arrepentirse de su miopía espiritual y reconocer la gran magnitud de aquel extraordinario sacrificio.
Esta es una pregunta que podemos hacernos a nosotros mismos en esta temporada de la Pascua: ¿Apreciamos verdaderamente el sacrificio supremo de Jesucristo?
Oremos que así sea.
La temporada de la Pascua ya está aquí. Debemos sentir la convicción del apóstol Pablo, quien fue inspirado por Dios para recordarnos: “Porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros”. Ese sacrificio fue real, y debe impactar nuestras vidas diariamente. BN