¿De qué manera nos afectará la profecía?
Como estudiante de historia y de la Biblia, siempre me ha parecido que la profecía es una fascinante confluencia de ambas.
He explorado las ruinas de la antiquísima ciudad de Samaria, capital del poderoso reino de Israel y que fuera capturada por los invasores asirios, tal como vaticinaron los profetas de Dios (2 Reyes 17:5-18). He visitado la desolada colina de Silo, cuyo castigo sería aplicado también (según Dios predijo) a todo el reino de Judá si el pueblo no obedecía su llamado al arrepentimiento (Jeremías 7:12-14). Lamentablemente, sus habitantes se rehusaron y sufrieron las consecuencias de su rebelión.
He estado en Belén, pueblo en el que —de acuerdo a las predicciones del profeta Miqueas— nacería el Hombre más grandioso de todos los tiempos, aquel que cambiaría para siempre la historia de la humanidad: Jesús el Mesías (Miqueas 5:2).
No muy lejos de allí se encuentra Jerusalén, donde sus enemigos conspiraron contra él y lo ejecutaron, y donde muchas profecías fueron anunciadas y cumplidas, incluyendo la destrucción del templo construido por Herodes el Grande. Hablando de este templo, Jesús dijo: “¿Veis todo esto? De cierto os digo, que no quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada” (Mateo 24:2). Al mirar la ciudad de cierta altura me he maravillado contemplando el monte de los Olivos, desde el cual Cristo ascendió al cielo y al cual ha prometido regresar (Hechos 1:9-11).
En la parte norteña del país he recorrido los polvorientos senderos del valle de Megido, del cual recibe su nombre la “batalla de Armagedón”, o batalla del tiempo del fin, y las ruinas de Capernaum y Betsaida, ciudades en las que Jesús ejerció gran parte de su ministerio y de las cuales profetizó que sucumbirían por su falta de fe (Mateo 11:21-23).
Más allá de este territorio he visitado la isla griega de Patmos, donde el apóstol Juan recibió las visiones registradas en el libro de Apocalipsis y que describen la historia humana desde aquel tiempo hasta el retorno de Jesucristo y aun con posterioridad. Y en Turquía he recorrido las siete ciudades de Asia Menor, a las cuales Jesucristo envió mensajes proféticos concernientes a su pueblo que deberían cumplirse a través de los siglos y hasta los tiempos del fin (Apocalipsis 2-3).
Además, he visto las ruinas de dos antiquísimas superpotencias: Egipto, del cual Ezequiel profetizó que caería y nunca más recobraría su antigua grandeza (Ezequiel 29:12, 15), y Roma, el corazón de un imperio que de acuerdo a la profecía se levantaría para gobernar el mundo conocido hasta ese entonces, para luego colapsar y ser resucitado en los tiempos del fin.
También he tenido el privilegio de visitar museos en Jerusalén, El Cairo, Amán, Estambul, Londres y Chicago, en los cuales uno puede ver artefactos que, al igual que las ciudades mencionadas anteriormente, son mudos testigos de varios aspectos pertinentes al cumplimiento de la profecía bíblica.
Lamentablemente, muchas personas ponen en duda la profecía bíblica, pero en mis viajes he visto demasiada evidencia contundente de su increíble precisión como para ignorar su veracidad y crucial mensaje para nuestros tiempos.
Gran parte de la profecía bíblica ya ha sido cumplida, y otra parte considerable todavía debe cumplirse; pero en lo que a usted y a mí concierne, el aspecto más importante de la profecía tiene que ver con cuánto afecta nuestras vidas, un tema que analizamos en los dos primeros artículos de esta edición.
Quienes estudian las profecías bíblicas también reconocen que muchas de ellas son entregadas en forma de símbolos, es decir, Dios ordenó que ciertas cosas fueran hechas en representación de acontecimientos que tendrían lugar más adelante.