La gracia en acción: El ejemplo de Jesucristo

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La gracia en acción

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“Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros
(y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre),
lleno de gracia y de verdad”
(Juan 1:14).

Jesucristo nos da el ejemplo supremo de la gracia en acción. Él creció en gracia o favor con Dios y con los demás (Lucas 2:52), siendo el depositario de las bendiciones de su Padre como también Aquel que Dios utilizó para bendecir a todo el mundo.

De esta manera, Jesús fue un ejemplo a seguir para sus discípulos. Todos podemos ser recipientes de la gracia de Dios como también instrumentos de su gracia hacia otros, desarrollando la misma mentalidad que él tenía. El apóstol Pablo instruyó así a los cristianos: “Cada uno ponga al servicio de los demás el don que haya recibido, administrando fielmente la gracia de Dios en sus diversas formas” (1 Pedro 4:10, Nueva Versión Internacional).

Jesús fue el pionero en este aspecto y nos mostró el camino. Como dijimos, él fue el obsequio de Dios para el mundo, y se entregó a sí mismo de manera absoluta. ¿Qué tipo de gracia personificó y enseñó, la cual espera que mostremos, por la cual debemos vivir y que debe ser parte de nuestras vidas? ¿Por qué se dice que Jesús era una persona llena de gracia?

El asombroso origen de Jesús

En el prólogo del Evangelio de Juan se prepara el terreno para explicar quién fue Jesús. Juan 1:14 nos dice: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad”.

Note cómo es caracterizado Jesucristo aquí — como “lleno de gracia y de verdad”. Muchos han reconocido que aquí “gracia y verdad” es una referencia a una frase utilizada reiteradamente en el Antiguo Testamento para describir el carácter de Dios, y que a menudo se expresa como “misericordia y verdad”. Sin embargo, la palabra hebrea para “misericordia” en esta frase tiene un significado más amplio. Se trata del vocablo hesed, que se mencionó anteriormente con relación a la gracia. Tiene el sentido de amor y bondad, amor inquebrantable, un pacto de fidelidad y devoción.

Sorprendentemente, el Dios descrito de esta manera en el Antiguo Testamento no se refiere únicamente al Padre, sino también a Aquel que como Dios interactuó con la humanidad: el Verbo que se convirtió en Jesucristo.

El Verbo, por medio del cual Dios creó todas las cosas (Juan 1:1-3, 10; Colosenses 1:16; Hebreos 1:2), se convirtió en ser humano. Vemos aquí que la gracia y verdad que caracterizan a Dios vino a nosotros en la forma de un hombre de carne y hueso que vivió entre los seres humanos.

El apóstol Juan nos entrega la siguiente explicación en cuanto a Jesucristo: “Les anunciamos al que existe desde el principio, a quien hemos visto y oído. Lo vimos con nuestros propios ojos y lo tocamos con nuestras propias manos. Él es la Palabra de vida. Él, quien es la vida misma, nos fue revelado, y nosotros lo vimos; y ahora testificamos y anunciamos a ustedes que él es la vida eterna. Estaba con el Padre, y luego nos fue revelado. Les anunciamos lo que nosotros mismos hemos visto y oído. . .” (1 Juan 1:1-3, Nueva Traducción Viviente).

Juan nos dice que él y los otros discípulos observaron personalmente al Verbo de vida: “Lo vimos con nuestros propios ojos y lo tocamos con nuestras propias manos”. Lo abrazaron, compartieron comida con él; vivieron con él y fueron parte de su vida. Lo vieron todo, y el hecho de estar ahí con él constantemente durante aquel tiempo fue para ellos una experiencia muy profunda.

Jesucristo trajo gracia abundante

Juan continúa explicando: “Juan [el Bautista] dio testimonio de él, y clamó diciendo: Este es de quien yo decía: El que viene después de mí, es antes de mí; porque era primero que yo. Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (Juan 1:15-16).

La frase “gracia sobre gracia” es un poco difícil de entender en español. Simplemente significa que por medio de Jesucristo hemos recibido una abundancia de gracia o favor. La Nueva Traducción Viviente dice aquí: “De su abundancia, todos hemos recibido una bendición inmerecida tras otra”.

Otra manera de expresarlo sería que “gracia sobre gracia” significa gracia abundante. Esto es lo que el apóstol Juan vio en la vida de Jesucristo: favor y bendición superior a todo lo que había existido anteriormente, mucho mejor que todo lo que había estado disponible hasta entonces.

Juan dice que ahora tenemos esta gracia que se nos extiende personalmente a través del Verbo, lo cual se lleva a cabo de manera muy asombrosa. El Verbo, quien estaba con Dios y era Dios (Juan 1:1), quien por medio de Dios había creado todas las cosas incluyendo a la humanidad (v. 3), había venido desde el cielo a convertirse en un ser humano de carne y hueso (v. 14). Ahora él era un hombre que personalmente demostraba, daba y derramaba la gracia de Dios a otras personas en una manera que para ellos era innegablemente real.

¿Cómo era esta gracia en la vida real? Los evangelios registran muchos ejemplos, algunos de los cuales cubriremos aquí. La mejor manera de entender la gracia es preguntándose esto: ¿Qué hizo Jesús? ¿Cómo extendió gracia a otros? ¿Cómo fue ejemplificada en su vida? ¿Cómo debiéramos entender lo que hizo? Después de esto debemos hacer una pregunta crucial: ¿Qué tenemos nosotros que hacer, entonces?

¿Cómo era la gracia que demostraba Jesucristo?

Veamos primero el encuentro que tuvo Jesús con un hombre paralítico, en Marcos 2:1-12: “Entró Jesús otra vez en Capernaum después de algunos días; y se oyó que estaba en casa. E inmediatamente se juntaron muchos, de manera que ya no cabían ni aun a la puerta; y les predicaba la palabra.

“Entonces vinieron a él unos trayendo un paralítico, que era cargado por cuatro. Y como no podían acercarse a él a causa de la multitud, descubrieron el techo de donde estaba, y haciendo una abertura, bajaron el lecho en que yacía el paralítico. Al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados”.

Jesús sabía que iba a sanar al hombre, pero fue más allá de la restauración física de su cuerpo diciéndole: “Hijo, tus pecados han sido perdonados”.

“Estaban allí sentados algunos de los escribas [quienes eran parte del liderazgo religioso de ese tiempo], los cuales cavilaban en sus corazones: ¿Por qué habla éste así? Blasfemias dice. ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?”

Los escribas estaban en lo correcto. En realidad, nadie puede perdonar pecados excepto Dios mismo. ¡Ellos no lograron ver que Dios estaba ahí entre ellos en ese mismo momento!

“Y conociendo luego Jesús en su espíritu que cavilaban de esta manera dentro de sí mismos, les dijo: ¿Por qué caviláis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: Levántate, toma tu lecho y anda?

“Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dijo al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa”.

Los escribas debieron haberse sorprendido de que Jesús supiera exactamente lo que estaban pensando. ¡Pero lo que ocurrió después los sorprendió aún más!

“Entonces él [el que había sido paralítico] se levantó en seguida, y tomando su lecho, salió delante de todos, de manera que todos se asombraron, y glorificaron a Dios, diciendo: Nunca hemos visto tal cosa”.

Esto era algo absolutamente inaudito. Los pecados de una persona habían sido perdonados junto con la sanación de su parálisis justo frente a sus ojos. La gracia de Dios ahora provenía por medio de Jesucristo y se manifestaba mediante el Verbo en la carne, quien los perdonaba y sanaba ahí mismo. ¡Con razón la gente se sorprendió tanto!

Otra sanación extraordinaria

En Marcos 7:31-37 encontramos el registro de otra sanación extraordinaria. “Volviendo a salir de la región de Tiro, vino por Sidón al mar de Galilea, pasando por la región de Decápolis. Y le trajeron un sordo y tartamudo, y le rogaron que le pusiera la mano encima.

“Y tomándole aparte de la gente, metió los dedos en las orejas de él, y escupiendo, tocó su lengua; y levantando los ojos al cielo, gimió, y le dijo: Efata, es decir: Sé abierto. Al momento fueron abiertos sus oídos, y se desató la ligadura de su lengua, y hablaba bien.

“Y les mandó que no lo dijesen a nadie; pero cuanto más les mandaba, tanto más y más lo divulgaban. Y en gran manera se maravillaban, diciendo: bien lo ha hecho todo; hace a los sordos oír, y a los mudos hablar”. Evidentemente era muy difícil para ellos contener su entusiasmo y asombro.

Aquí, tal como en el ejemplo anterior, vemos que Jesús simplemente le extendió gracia al hombre. Él era quien podía darla, y así lo hizo.

La sanación de una mujer enferma

En Lucas 13:10-17 encontramos otra sanación asombrosa. Ocurrió durante el sábado, lo que le acarreó a Jesús conflictos con los maestros religiosos de ese tiempo. Estos habían impuesto durísimas restricciones en cuanto a lo que se podía hacer en ese día, mucho más allá de lo que requería la ley de Dios. Notemos lo que pasó:

“Enseñaba Jesús en una sinagoga en el día de reposo; y había allí una mujer que desde hacía dieciocho años tenía espíritu de enfermedad, y andaba encorvada, y en ninguna manera se podía enderezar. Cuando Jesús la vio, la llamó y le dijo: Mujer, eres libre de tu enfermedad.

“Y puso las manos sobre ella; y ella se enderezó luego, y glorificaba a Dios. Pero el principal de la sinagoga, enojado de que Jesús hubiese sanado en el día de reposo, dijo a la gente: Seis días hay en que se debe trabajar; en éstos, pues, venid y sed sanados, y no en día de reposo.

“Entonces el Señor le respondió y dijo: Hipócrita, cada uno de vosotros ¿no desata en el día de reposo su buey o su asno del pesebre y lo lleva a beber? Y a esta hija de Abraham, que Satanás había atado dieciocho años, ¿no se le debía desatar de esta ligadura en el día de reposo?

“Al decir él estas cosas, se avergonzaban todos sus adversarios; pero todo el pueblo se regocijaba por todas las cosas gloriosas hechas por él”.

Hay varias cosas muy notables respecto a esta sanación, pero dos de ellas en particular se destacan. La primera es que Jesús utiliza esto como una oportunidad de instrucción para mostrar el tipo de compasión que debemos tener hacia quienes se encuentren en circunstancias tan lamentables como esa. La segunda es que, tal como en los ejemplos anteriores, la mujer no le pidió directamente a Jesús que la sanara. Él vio a una persona necesitada, e hizo lo que estaba en su poder para aliviar esa necesidad.

Jesús sana a un leproso

Algunas de las sanaciones que Jesús llevó a cabo se vuelven mucho más reveladoras y significativas cuando comprendemos el trasfondo histórico y cultural de aquellos eventos. Uno de estos se encuentra en Marcos 1:40-45, donde Jesús sanó a un leproso.

En aquellos días la lepra era considerada una maldición de Dios como resultado del pecado. Debido a que era una enfermedad contagiosa, los leprosos eran puestos en cuarentena y se les obligaba a habitar “fuera del campamento”, es decir, alejados de pueblos y aldeas y del contacto con otros. Un leproso debía representar visualmente su enfermedad usando ropa desgarrada y pelo descuidado, cubriendo su boca y la parte inferior de su rostro y gritando “¡Inmundo! ¡Inmundo!” cuando otros se le acercaban (Levítico 13:45-46).

La lepra era una enfermedad terrible, empeorada por el hecho de que se consideraba que quienes la padecían habían hecho algo tan perverso, que Dios los había maldecido con este castigo por sus pecados.

Los líderes religiosos formularon reglas muy estrictas para impedir que los leprosos tuviesen contacto con otros. Debían mantenerse a un mínimo de dos metro de distancia de los demás para evitar que la contaminación o corrupción se propagara. Si el viento soplaba desde un leproso en dirección de otros, este tenía que mantenerse al menos a 100 cúbitos (46 m) de distancia. Estas no eran reglas impuestas por Dios, sino hechas por hombres y añadidas a lo que Dios había instruido para prevenir enfermedades.

Los leprosos eran tan detestados y repudiados por otros, que no pasaba mucho tiempo antes de que se detestaran y repudiaran a sí mismos. No solo sufrían tormento físico, sino también mental. Muchos probablemente se habrían suicidado, pero ello violaba el mandamiento de Dios que prohíbe matar y por lo tanto no podían escapar de esa manera.

Si usted hubiera sido leproso en aquel entonces, tendría que haber vivido apartado de los demás, ya fuera solo o junto a otros leprosos. Su piel hubiera tenido heridas abiertas, supurantes y malolientes. Nadie podría haberlo tocado (ni siquiera su cónyuge) ni abrazado, ni darle la mano o palmadas en la espalda. Hubiera sido considerado una persona intocable

Y como el contacto con otros no era permitido, no podría haber ido al templo a ofrecer expiación por sus pecados, por lo que hubiera estado perpetuamente apartado no solo de otros seres humanos sino también de Dios. Hubiera sido básicamente un muerto viviente: despreciado, rechazado, separado de la humanidad y también separado de Dios. Hubiera estado así hasta la muerte. Hubiera sido abandonado. No hubiese tenido nombre ni rostro, ni tampoco esperanza. Esta era la desesperada situación del hombre leproso que acudió a Jesús.

Como dijimos, se debe entender que este trato a los leprosos iba mucho más allá de lo que Dios quiso establecer con las leyes de cuarentena. De hecho, las leyes de la cuarentena eran parte de la gracia de Dios, destinadas a proteger a la nación y a enseñar importantes lecciones, y fueron dadas por Aquel que se convirtió en Jesús. La gente podría haber hecho un esfuerzo para encontrar maneras de seguir asociándose con los leprosos, pero no lo hacía.

Retomemos el relato en Marcos 1:40: “Vino a él un leproso, rogándole; e hincada la rodilla, le dijo: Si quieres, puedes limpiarme”.

Note que el leproso no le pidió directamente a Jesús ser sanado, sino que se arrodilló ante él y simplemente le dijo: “Si quieres, puedes limpiarme”, expresando así su absoluta fe en que Jesús podía sanarlo.

Siendo médico, Lucas añade en su descripción paralela de este evento que el hombre estaba “lleno de lepra” (Lucas 5:12), indicando que el leproso sufría una manifestación muy grave de la enfermedad y que probablemente estaba muriendo a causa de ella. Como fuera, la apariencia del hombre tiene que haber sido horrenda.

Luego Jesús hizo algo impensable en esa cultura, algo que debe haber sorprendido a cualquiera que fue testigo: “Y Jesús, teniendo misericordia de él, extendió la mano y le tocó, y le dijo: Quiero, sé limpio” (Marcos 1:41).

Jesús ignoró la regla de requerir al menos casi dos metros de distancia entre leprosos y no leprosos. Él extendió su mano y tocó a este hombre que otros consideraban maldito. Esto debe haber sorprendido a todos los que estaban alrededor, ¡porque nadie tocaba a los leprosos! Pero ahí, justo frente a sus ojos, “al instante la lepra se fue de aquél, y quedó limpio” (v. 42).

¡La lepra había desaparecido! Esto iba en contra de todo lo que quienes fueron testigos sabían acerca de la lepra.

Y habiendo sanado al leproso, Jesús le dijo al hombre que hiciese algo: “Entonces le encargó rigurosamente, y le despidió luego, y le dijo: Mira, no digas a nadie nada, sino ve, muéstrate al sacerdote, y ofrece por tu purificación lo que Moisés mandó, para testimonio a ellos” (vv. 43-44).

Si el hombre había sido sanado, ¿por qué le pidió Jesús que fuese al sacerdote y ofreciese los sacrificios requeridos? Primero, porque este era un requisito de la ley, la cual Jesús respetaba. Pero el énfasis en ello probablemente tenía además otra explicación, ya que la sanación física era solo una parte de lo que el hombre necesitaba. También era necesario que fuese completamente restaurado como miembro de la comunidad, y la sanación por sí sola no lograría eso. El hombre seguiría siendo un marginado, aislado de su familia y su comunidad hasta que un sacerdote lo declarara oficialmente sano y limpio (Levítico 13:1-6).

Así, vemos que aquí Jesús realizó dos actos de gracia con este hombre: no solamente lo curó de una enfermedad horrible y desfigurante, sino que también se aseguró de enfatizarle la manera de regresar a su familia, amigos y sociedad, para que ya no fuese visto como un paria maldito.

La mujer con el flujo de sangre

La sanación del leproso tiene paralelos con una sanación registrada en Marcos 5: “Pero una mujer que desde hacía doce años padecía de flujo de sangre, y había sufrido mucho de muchos médicos, y gastado todo lo que tenía, y nada había aprovechado, antes le iba peor” (vv. 25-26).

Tal como con el leproso, es fácil leer esto y no comprender a cabalidad las implicancias de esto para aquella mujer. ¿Qué significaba esto en el primer siglo? Ella tenía un flujo sanguíneo continuo, lo que quiere decir que era inmunda e intocable (Levítico 15:25). Si estaba casada, su esposo no podía tocarla ya que él también se contaminaría. Si tenía hijos, tampoco podían tocarla, ni ella a ellos.

Una vez más, estas leyes promulgadas como parte de la gracia de Dios por Aquel que se convirtió en Jesús estaban siendo mal aplicadas, y la contaminación ceremonial había sido exagerada hasta superar la necesidad de compasión. La ley simplemente requería que la persona que tenía contacto con alguien con flujo de sangre se bañara y se apartara por un breve periodo de impureza hasta la puesta del sol. La gente podría fácilmente haber aguantado contaminarse por ese corto periodo con tal de poder pasar tiempo con aquellos que sufrían, o simplemente hacer lo necesario para impedir el contacto directo con ellos. Pero los que padecían enfermedades llegaron a ser considerados malditos y repulsivos, por lo que eran evitados.

Esta había sido la suerte de esta mujer durante doce largos y dolorosos años. Quizás no había sido tocada por otro ser humano durante todo ese tiempo. Probablemente no había sido abrazada ni besada, ni por su esposo, sus hijos, su familia ni amigos. Era una inmunda y marginada.

Y no estaba mejorando, sino empeorando. Y para colmo de indignidad, en sus intentos por encontrar la cura a su enfermedad había gastado todo el dinero que tenía en médicos, pero nada había funcionado. Su situación era muy deprimente y desesperada y casi había perdido la esperanza.

Sus circunstancias trágicas parecen ser muy parecidas a las del leproso, quien también había perdido la esperanza y no había experimentado la bondad o el tacto humano. Pero Jesucristo ayuda a los indefensos.

“Cuando oyó hablar de Jesús, vino por detrás entre la multitud, y tocó su manto. Porque decía: Si tocare tan solamente su manto, seré salva. Y en seguida la fuente de su sangre se secó; y sintió en el cuerpo que estaba sana de aquel azote” (Marcos 5:27-29).

¡Esto es increíble! Ella tocó el manto de Jesús e inmediatamente sintió que había sido sanada. Quizás experimentó la sensación de una descarga eléctrica que la había atravesado, pero ella no fue la única — Jesús también lo sintió.

“Luego Jesús, conociendo en sí mismo el poder que había salido de él, volviéndose a la multitud, dijo: ¿Quién ha tocado mis vestidos?

“Sus discípulos le dijeron: Ves que la multitud te aprieta, y dices: ¿Quién me ha tocado? Pero él miraba alrededor para ver quién había hecho esto.

“Entonces la mujer, temiendo y temblando, sabiendo lo que en ella había sido hecho, vino y se postró delante de él, y le dijo toda la verdad. Y él le dijo: Hija, tu fe te ha hecho salva; ve en paz, y queda sana de tu azote” (vv. 30-34).

¡Nuevamente vemos otro extraordinario relato acerca del poder y la gracia de Dios en acción en la vida de Jesucristo!

La preocupación de Jesús por los niños

Los evangelios registran cómo Jesús solía preocuparse por las necesidades de otros. En aquel tiempo los niños eran considerados bendiciones de Dios (Salmos 127:3-5), lo cual es correcto, pero a veces eran ignorados cuando se trataba de asuntos para adultos, tales como las conversaciones espirituales.

Sin embargo, Jesús fue más allá y demostró preocupación incluso por los niños más pequeños. Encontramos esto en Marcos 10:13-16: “Y le presentaban niños para que los tocase; y los discípulos reprendían a los que los presentaban.

“Viéndolo Jesús, se indignó, y les dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios. De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y tomándolos en los brazos, poniendo las manos sobre ellos, los bendecía”.

Jesús estaba plenamente dedicado a la misión más importante de la historia de la humanidad. Pero, ¿qué hacía cuando los padres le traían a sus hijos? Apartaba tiempo dentro de su día no solo para prestarles atención, sino además para “bendecirlos”, pidiéndole a Dios que lo hiciera.

Para Jesucristo nadie era demasiado pequeño o insignificante como para prestarle atención, incluso los más jóvenes y diminutos de los seres humanos. Los trataba igualmente con gracia y preocupación, tal como lo hacía con el resto del mundo.

Alimentación de las multitudes

Si bien muchos de los milagros de Cristo eran realizados uno a uno, como queda en evidencia en los ejemplos que cubrimos anteriormente, en algunos casos impactaban a miles a la vez. Esto ocurrió cuando alimentó a multitudes, milagro que llevó a cabo en dos ocasiones. (Para ser precisos, recalquemos que Jesús dijo que los milagros eran hechos a través de él, dándole el crédito a Dios el Padre al afirmar en Juan 5:30, “No puedo yo hacer nada por mí mismo”, y en Juan 14:10, “el Padre que mora en mí, él hace las obras”. Aún así, es importante hablar de los milagros que Jesús llevó a cabo, ya que las Escrituras mismas dicen que el sanó a varias personas).

Encontramos la primera instancia, cuando alimentó a miles, en Marcos 6. Al sentir la presión de las multitudes que lo seguían, Jesús y los apóstoles se apartaron “a un lugar desierto” para descansar y pasar un tiempo solos (versículos 31-32). El relato continúa en los versículos 34-44, cuando las multitudes los encontraron.

“Y salió Jesús y vio una gran multitud, y tuvo compasión de ellos, porque eran como ovejas que no tenían pastor; y comenzó a enseñarles muchas cosas”.

Note aquí lo que motiva a Jesús. A pesar de que se había apartado para ir a descansar privadamente en un área desierta, las multitudes lo encontraron y “tuvo compasión de ellos”. Él era por naturaleza una persona compasiva y empática.

“Cuando ya era muy avanzada la hora, sus discípulos se acercaron a él, diciendo: El lugar es desierto, y la hora ya muy avanzada. Despídelos para que vayan a los campos y aldeas de alrededor, y compren pan, pues no tienen qué comer”.

“Respondiendo él, les dijo: Dadles vosotros de comer. Ellos le dijeron: ¿Que vayamos y compremos pan por doscientos denarios, y les demos de comer?”

Doscientos denarios era más de la mitad del salario anual, lo que demuestra el gran tamaño de la multitud que había que alimentar, tan grande, ¡que hubiese requerido el equivalente a varios miles de dólares! Además, ya era tarde y les hubiese tomado tiempo a los apóstoles o a la multitud dispersarse en las aldeas cercanas y encontrar suficiente comida para todos — si es que ello era posible a esa hora de la tarde.

“Él les dijo: ¿Cuántos panes tenéis? Id y vedlo. Y al saberlo, dijeron: Cinco, y dos peces.

“Y les mandó que hiciesen recostar a todos por grupos sobre la hierba verde. Y se recostaron por grupos, de ciento en ciento, y de cincuenta en cincuenta. Entonces tomó los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, bendijo, y partió los panes, y dio a sus discípulos para que los pusiesen delante; y repartió los dos peces entre todos.

Y comieron todos, y se saciaron. Y recogieron de los pedazos doce cestas llenas, y de lo que sobró de los peces. Y los que comieron eran cinco mil hombres”.

A partir de cinco panes y dos peces Jesús alimentó a unos 5000 hombres, sin contar a mujeres y niños (Mateo 14:21), así que el total posiblemente fue de unas 15 000 personas. Y, sin desperdiciar nada, ¡reunieron doce canastas de sobras!

¿Cuál fue la mayor motivación de Cristo para llevar a cabo este increíble milagro de generosidad y preocupación? Él “tuvo compasión” por aquellos que se habían reunido ya que se preocupaba verdadera y profundamente por los demás. No estaba dispuesto a ver a nadie irse hambriento a esa hora de la noche.

Esto se expresa aún más profundamente en otro milagro descrito en Marcos 8, casi idéntico al de Mateo 14. En el capítulo 8:1-3, Marcos dice: “En aquellos días, como había una gran multitud, y no tenían qué comer, Jesús llamó a sus discípulos, y les dijo: Tengo compasión de la gente, porque ya hace tres días que están conmigo, y no tienen qué comer; y si los enviare en ayunas a sus casas, se desmayarán en el camino, pues algunos de ellos han venido de lejos”.

Como antes, Jesús está motivado por la compasión porque realmente ama a la gente. Durante todo este tiempo muestra su preocupación y la de su Padre sanando y enseñando a un gran número de personas, pero también se da cuenta de algo: tienen hambre. Por tanto, vuelve a multiplicar unos cuantos panes y peces para alimentar a la multitud, esta vez unos 4000 hombres (Marcos 8:4-9), y de nuevo, sin incluir a mujeres y niños (Mateo 15:38).

Nuevamente vemos la preocupación y la gracia de Dios en acción personificadas en la vida y las acciones de Jesucristo, el Hijo de Dios.

Jesús resucita al hijo de una viuda

La compasión de Jesucristo condujo a otros actos de gracia, bondad y amor, ¡incluyendo la resurrección de personas fallecidas! Leemos de uno de estos ejemplos en Lucas 7:11-17:

“Aconteció después, que él iba a la ciudad que se llama Naín, e iban con él muchos de sus discípulos, y una gran multitud. Cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda; y había con ella mucha gente de la ciudad.

“Y cuando el Señor la vio, se compadeció de ella, y le dijo: No llores. Y acercándose, tocó el féretro; y los que lo llevaban se detuvieron. Y dijo: Joven, a ti te digo, levántate.

“Entonces se incorporó el que había muerto, y comenzó a hablar. Y lo dio a su madre.

“Y todos tuvieron miedo, y glorificaban a Dios, diciendo: Un gran profeta se ha levantado entre nosotros; y: Dios ha visitado a su pueblo. Y se extendió la fama de él por toda Judea, y por toda la región de alrededor”.

Aquí nuevamente vemos un milagro extraordinario, uno que a Jesús ni siquiera se le había pedido que hiciera. De acuerdo al relato de Lucas, Jesús y muchos de sus seguidores estaban a punto de entrar en la ciudad cuando se encontraron con una procesión del funeral del hijo único de una madre viuda. Jesús tuvo compasión de la mujer que había perdido a su hijo, detuvo la procesión y lo resucitó ahí mismo, sin que se le pidiera que lo hiciera.

Él mostró la gracia de Dios al darle vida inesperadamente al hijo de la mujer, tal como había guiado a su profeta Eliseo a hacer en casi el mismo lugar siglos antes (2 Reyes 4:8-37), y a Elías antes de eso (1 Reyes 17:17-24). Esto era especialmente importante para una viuda en aquella cultura, ya que su único hijo era quien podía cuidarla en su vejez. Jesús sabía esto y le dio una doble bendición: la bendijo en aquel momento al devolverle su hijo, y en el futuro al restaurar al hijo que la cuidaría cuando fuese anciana.

La mujer que fue sorprendida cometiendo adulterio

Varias veces los enemigos de Jesús trataron de atraparlo y acusarlo, incluso cuando tenía que ver con asuntos de perdón y misericordia. Encontramos un sorprendente ejemplo de esto en Juan 8:2-11:

“Y por la mañana volvió al templo, y todo el pueblo vino a él; y sentado él, les enseñaba. Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?

“Mas esto decían tentándole, para poder acusarle. Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo. Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella. E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra”.

Estaban intentando atrapar y desacreditar a Jesús, pero él le dio un vuelco a la situación haciendo que sus propias conciencias los condenaran.

“Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio. Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?

“Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más”.

La mujer apenas había logrado escapar de la muerte por apedreamiento, y lo sabía. Había sido sorprendida en su pecado y obviamente era culpable. Merecía el castigo que la ley demandaba, y este se habría llevado a cabo de no haber sido por la gracia salvadora de Dios mediante la intervención de Jesucristo.

Jesús mismo había descrito el juicio por el adulterio en el Antiguo Testamento; pero esta situación era una burla absoluta, ya que aquellos que eran culpables bajo la ley imponían “justicia”. Jesús los confundió eliminando los testigos para una condena y salvando así a la mujer. Pero Jesús también tenía la autoridad de impartir justicia por medio del Padre (Juan 5:22) y el poder de perdonar los pecados, y estaba manifestando la misericordia de Dios. De hecho, dentro de poco él mismo pagaría el castigo que la mujer adúltera merecía.

¿Tiene el relato de esta mujer algo que ver con nosotros? Claro que sí, porque su historia es la nuestra. Cada uno de nosotros también era un pecador sorprendido en el acto mismo de nuestra culpa y pecados, y merecíamos esa misma pena de muerte. Pero Jesús intervino y nos dijo con sus acciones, “Ni yo te condeno; vete, y no peques más”. Jesús dio su vida por nosotros para que fuésemos perdonados y eliminar así ese terrible castigo, ¡y desde ese momento vivir correctamente!

Cómo aprender a tener gracia a través del ejemplo de Jesús

Como hemos visto, los evangelios reiteradamente muestran a Jesucristo ejemplificando la gracia mediante sus pensamientos, acciones y enseñanzas. Lo exhortamos a leer regularmente los evangelios para aprender más de su ejemplo.

Si vamos a ser representantes de la gracia de Dios al ministrarla a otros como Pedro nos instruye (1 Pedro 4:10), este es el tipo de compasión, misericordia y amor que debemos demostrar continuamente en nuestras vidas.

Si queremos resumir lo que hemos visto en este capítulo, podríamos decir que la gracia es la naturaleza y el carácter mismo de Dios que él espera que ejemplifiquemos en nuestras vidas.

Jesucristo es el ejemplo perfecto de esta gracia en acción. ¡Ojalá que cada uno de nosotros siga su ejemplo en todo aspecto!