Pactos y promesas: Un legado profético

Usted está aquí

Pactos y promesas

Un legado profético

Descargar

Descargar

Pactos y promesas: Un legado profético

×

La profecía empieza con una promesa que Dios hizo en el huerto del Edén. Inmediatamente después de que el engañador, “la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás” (Apocalipsis 12:9), indujo a Adán y Eva a cometer su primer pecado, Dios le dijo a Satanás: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Génesis 3:15).

Esta es una profecía de muy largo alcance; es la promesa de que Dios resolverá el problema del engaño y pecado que Satanás ocasionó. Él prometió que de Eva, la primera persona en ser engañada, vendría una “Simiente” o descendiente quien le asestaría un golpe a Satanás (heriría su cabeza) que lo vencería totalmente y lo derribaría de la posición de autoridad que ejerce sobre la humanidad, posición por medio de la cual engaña al mundo entero.

Dios reveló que la “simiente” de Satanás —la gente que se encuentra bajo su influencia— trataría con hostilidad a la “Simiente” de la mujer que Dios había prometido. Satanás tendría éxito en dejar temporalmente imposibilitado (como una fuerte contusión en el talón) a la Simiente prometida por Dios.

Efectivamente, miles de años después, cuando Jesús (la Simiente prometida) fue crucificado, su vida y su obra fueron interrumpidas por tres días y tres noches, tal como Dios lo había predicho (Mateo 12:40).

Sobre esa promesa fundamental de que Dios enviaría una Simiente, el Hijo del Hombre, como Redentor de la humanidad para derrotar a Satanás, se basa otra serie de promesas que Dios les hizo a sus siervos a lo largo de los siglos. En forma colectiva, estas promesas forman la base de la profecía bíblica; y cada una de ellas amplía la promesa original.

Posteriormente, Dios le prometió a Abraham: “. . . serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Génesis 12:3); esa bendición vendría por medio de la simiente de Abraham (Génesis 22:18). Muchos siglos después de Abraham, el apóstol Pablo escribió: “Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. No dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo” (Gálatas 3:16). Todas las naciones sobre la tierra serán bendecidas por medio de Jesús de Nazaret.

El legado de dos familias

Adán confió en su juicio personal en vez de seguir las instrucciones de Dios. El progenitor físico de la humanidad cedió ante la influencia engañosa que Satanás ejerció en él por medio de su esposa Eva. En cambio Abraham “creyó al Eterno, y le fue contado por justicia” (Génesis 15:6; Santiago 2:23). Por consiguiente, Dios escogió a Abraham como el padre humano de otra familia, una familia de creyentes espiritualmente orientada, que aceptaría y obedecería la ley de Dios.

Esa familia estaría compuesta primero de los descendientes naturales de Abraham por medio de su hijo Isaac (Génesis 21:12). Posteriormente, una función más importante de esa familia empezaría por medio de otro descendiente: Jesús, el Redentor prometido (Gálatas 3:29; Romanos 8:16-18). Por medio de él, Abraham es el “padre de todos los creyentes no circuncidados . . . y padre de la circuncisión” (Romanos 4:11-12). Finalmente, Dios ha prometido darles a los miembros de esta familia espiritual vida eterna en su reino cuando Jesucristo aparezca en su segunda venida.

Promesas duales

Además de la promesa que de la simiente de Abraham vendría el Salvador, había también una promesa de grandeza para la simiente natural de Abraham. En otras palabras, las promesas que Dios le hizo a Abraham son duales. Contienen implicaciones tanto físicas (para los descendientes de Abraham) como espirituales (para los seguidores de Cristo). Ambas son parte esencial del plan maestro de Dios para la humanidad.

Dios le dijo a Abraham: “Te daré a ti, y a tu descendencia después de ti, la tierra en que moras, toda la tierra de Canaán en heredad perpetua. . .” (Génesis 17:8; Génesis 12:7; Génesis 24:7). Pero esto fue sólo el principio.

De los descendientes de Abraham surgirían muchas naciones. Por esa razón Dios le cambió el nombre de Abram a Abraham: “Y no se llamará más tu nombre Abram [‘padre enaltecido’], sino que será tu nombre Abraham [‘padre de una multitud’], porque te he puesto por padre de muchedumbre de gentes. Y te multiplicaré en gran manera, y haré naciones de ti, y reyes saldrán de ti” (Génesis 17:5-6).

Dios aumentó la familia de Abraham, pero esperó hasta que él y su esposa Sara fueran tan viejos que ya no pudieran tener hijos; no obstante, milagrosamente nació Isaac. Al final, todos los que sean considerados descendientes de Abraham deberán “nacer” nuevamente (Juan 3:3, Juan 3:6), convirtiéndose en seres espirituales en el Reino de Dios. Isaac fue un precursor de cosas por venir (Romanos 9:6-9).

Isaac procreó dos hijos, Esaú y Jacob. Dios escogió a Jacob, el menor, para recibir las promesas físicas que él le había dado a Abraham. De manera similar, Dios escoge a quienes él decide darles la oportunidad de estar entre los descendientes espirituales de Abraham, los cuales recibirán el cumplimiento de las promesas espirituales y eternas (Romanos 9:10-11). Desde luego, Dios pone condiciones. Todos deben primeramente venir al conocimiento de “la verdad”, y luego arrepentirse de sus pecados (1 Timoteo 2:3-4; 2 Pedro 3:9).

Dios cambió el nombre de Jacob a Israel. Sus 12 hijos fueron los progenitores de las 12 tribus de Israel, las cuales Dios libertó de la esclavitud en Egipto bajo el liderazgo de Moisés. Dios les dio a los israelitas la tierra de Canaán, tal como se lo había prometido a Abraham.

Pero Dios no limitó su promesa de grandeza para los descendientes de Abraham al territorio que le había asignado al antiguo reino de Israel. Dios prometió que Abraham había de ser “una nación grande y fuerte” (Génesis 18:18). El apóstol Pablo nos dice que Dios le dio a Abraham “la promesa de que sería heredero del mundo” (Romanos 4:13). Dios confirmó esta expansión final de la herencia de Abraham a su nieto Jacob: “. . . la tierra en que estás acostado te la daré a ti y a tu descendencia. Será tu descendencia como el polvo de la tierra, y te extenderás al occidente, al oriente, al norte y al sur; y todas las familias de la tierra serán benditas en ti y en tu simiente” (Génesis 28:13-14).

Finalmente, esta expansión continua en todas las direcciones abarcará toda la tierra. A medida que los pueblos vayan conociendo los caminos de Dios y arrepintiéndose de sus pecados (que son el quebrantamiento de su ley; 1 Juan 3:4), Dios los injertará como hijos suyos en la familia de Abraham.

Los gentiles injertados en Israel

¿Cómo puede suceder esto? Por medio de Jesucristo, tanto los israelitas físicos como los que no lo son pueden recibir las promesas hechas a Abraham. El apóstol Pablo nos explica lo siguiente: “Acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en cuanto a la carne . . . estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo” (Efesios 2:11-13).

Cualquier persona que no sea un descendiente natural de Abraham puede, sin embargo, convertirse en heredero de la herencia prometida a la familia de Abraham. Independientemente de su linaje, todos pueden llegar a ser parte del “Israel [espiritual] de Dios” por medio de Cristo (Gálatas 6:15-16). Para poder heredar esas promesas, ellos deben ser injertados en la familia de Israel.

El apóstol Pablo hace la analogía de injertar una rama de olivo silvestre en un buen olivo: “Pues si algunas de las ramas [de Israel] fueron desgajadas, y tú, siendo olivo silvestre [gentil], has sido injertado en lugar de ellas, y has sido hecho participante de la raíz y de la rica savia del olivo, no te jactes contra las ramas; y si te jactas, sabe que no sustentas tú a la raíz, sino la raíz a ti” (Romanos 11:17-18).

Luego Pablo les advierte a los gentiles injertados por Dios, que no se sientan superiores a los israelitas que aún no reconocen a Jesús como el Salvador. “Pues las ramas, dirás, fueron desgajadas para que yo fuese injertado. Bien; por su incredulidad fueron desgajadas, pero tú por la fe estás en pie. No te ensoberbezcas, sino teme. Porque si Dios no perdonó a las ramas naturales, a ti tampoco te perdonará” (vv. 19-21).

Israel debe ser redimido

Poco después de la muerte y resurrección de Jesucristo los creyentes empezaron a participar de las promesas hechas a Abraham y a sus descendientes. Los compatriotas de Jesús lo rechazaron y no quisieron reconocerlo como el Hijo de Dios (Mateo 21:42-43; Lucas 17:25). Entonces, los gentiles fueron hechos partícipes del mensaje de Jesús como el Salvador prometido. Así, muchos gentiles llegaron a ser parte del “Israel de Dios”, es decir, la Iglesia (Gálatas 6:15-16).

Pero los descendientes físicos de Abraham no estarán separados de Dios permanentemente, sino que serán redimidos y reconciliados con él. Pablo explica el papel que ellos desempeñan en el plan de Dios: “Son israelitas, de los cuales son la adopción, la gloria, el pacto, la promulgación de la ley, el culto y las promesas; de quienes son los patriarcas, y de los cuales, según la carne, vino Cristo . . .” (Romanos 9:4-5).

Pablo continúa: “¿Ha desechado Dios a su pueblo [Israel]? En ninguna manera. Porque también yo soy israelita, de la descendencia de Abraham, de la tribu de Benjamín. No ha desechado Dios a su pueblo, al cual desde antes conoció . . .” (Romanos 11:1-2). Luego, el apóstol hace mención de la presente ceguera espiritual de los israelitas: “Lo que buscaba Israel, no lo ha alcanzado; pero los escogidos sí lo han alcanzado, y los demás fueron endurecidos; como está escrito: Dios les dio espíritu de estupor, ojos con que no vean y oídos con que no oigan, hasta el día de hoy” (vv. 7-8).

“Digo, pues: ¿Han tropezado los de Israel para que cayesen? En ninguna manera; pero por su transgresión [al rechazar a Cristo, quien vino a ser la ‘piedra de tropiezo’; 1 Pedro 2:7-8] vino la salvación a los gentiles, para provocarles a celos [en el futuro]. Y si su transgresión es la riqueza del mundo, y su defección la riqueza de los gentiles, ¿cuánto más su plena restauración?” (vv. 11-12).

¿Captamos el significado de las palabras de Pablo? La mayoría de los descendientes de Israel continúan rechazando a Jesucristo, pero Dios no los ha desechado definitivamente. Cuando Cristo regrese como Rey de reyes, ellos serán incluidos en el plan de redención. La comprensión de esta verdad es esencial para entender las profecías concernientes al pueblo de Israel en los últimos días del presente siglo malo.

Tanto para los israelitas como para los gentiles, el acceso a la herencia eterna prometida a Abraham es posible únicamente por medio de Jesucristo: “Si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa” (Gálatas 3:29). “Por tanto, es por fe, para que sea por gracia, a fin de que la promesa sea firme para toda su descendencia; no solamente para la que es de la ley, sino también para la que es de la fe de Abraham, el cual es padre de todos nosotros” (Romanos 4:16).

La primogenitura y el cetro

Podemos ver que existe una dualidad en las promesas que Dios le hizo a Abraham. Si bien algunos aspectos de las promesas tienen que ver con una herencia eterna por medio de Cristo, otros aspectos se relacionan con una herencia material. El cumplimiento de estas promesas fue reiterado a Isaac y después a Jacob (a quien Dios le cambió el nombre a Israel; Génesis 32:28).

Poco antes de la muerte de Jacob, Dios lo inspiró para que les revelara a sus 12 hijos la manera en que la herencia física de Abraham afectaría a las generaciones futuras de Israel: “Llamó Jacob a sus hijos, y dijo: Juntaos, y os declararé lo que os ha de acontecer en los días venideros” (Génesis 49:1). Jacob les explicó lo que les sucedería a los descendientes de cada uno de sus 12 hijos, descendientes que se convertirían en las 12 tribus de Israel.

Es importante notar que las principales promesas que Dios le hizo a Abraham pasarían únicamente a José y Judá. Cada uno de ellos tuvo una promesa diferente, una herencia distinta. La Biblia lo resume de esta manera: “Bien que Judá llegó a ser el mayor sobre sus hermanos, y el príncipe de ellos; mas el derecho de primogenitura fue de José” (1 Crónicas 5:2).

Debido a la promesa de la primogenitura, los descendientes de José gozarían de una prosperidad inimaginable; poseerían las mejores bendiciones materiales y lograrían obtener una gran superioridad militar porque la mano de Dios estaría con ellos. Su territorio se expandiría como ramas que se extienden sobre un muro (Génesis 49:22-26).

En cambio, Judá y sus descendientes recibieron la promesa de un cetro, el báculo que lleva un rey como símbolo de su soberanía. Esto significaba que de Judá vendría una dinastía de reyes que culminaría en el reinado de Jesucristo. Jacob explicó: “No será quitado el cetro de Judá, ni el legislador de entre sus pies . . .” (Génesis 49:10). Las promesas hechas a Abraham que tenían que ver con el gobierno, la salvación y el Mesías serían cumplidas por medio del pueblo judío, los descendientes de Judá. Jesús mismo dijo que “la salvación viene de los judíos” (Juan 4:22). Esa es la razón por la que él tuvo que nacer en una familia judía como descendiente físico de Judá (Mateo 1:1-16; Lucas 3:23-38).

Las promesas hechas a David

Mucho tiempo después de Abraham, la promesa del cetro finalmente cobró mayor significado por medio del rey David de la tribu de Judá. Dios le dio a David el reino de Israel y le prometió que de él vendría una dinastía de reyes que continuaría para siempre.

Dios le envió a David este mensaje por medio del profeta Natán: “Así ha dicho el Eterno de los ejércitos . . . te he dado nombre grande . . . yo levantaré después de ti a uno de tu linaje . . . yo afirmaré para siempre el trono de su reino . . . Y será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente” (2 Samuel 7:8-16).

Efectivamente, Dios estableció una dinastía por medio de David. Dios prometió que en el futuro, de los descendientes de David, vendría un Rey más grande. Siglos después, Dios envió un ángel a María, y éste le dijo: “Y ahora concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús. Éste será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lucas 1:31-33).

Cristo establecerá ese reino cuando regrese a la tierra, y su reino durará eternamente. Entender esta verdad es de primordial importancia si queremos comprender los mensajes de los profetas que siguieron después de David.

El reino de David fue dividido

Cuando murió David su reino pasó a su hijo Salomón. A Salomón se le había concedido gran sabiduría y riqueza, pero en su vejez él permitió que sus muchas esposas y concubinas extranjeras apartaran su corazón de Dios (1 Reyes 11:1-8). El reino cayó en la idolatría.

Poco tiempo después de la muerte de Salomón, Dios dividió el reino que le había dado a David en dos naciones. Las tribus de Judá, Benjamín y algunos de Leví permanecieron leales a Roboam, hijo de Salomón, preservando así la dinastía de David. Este reino, mucho más pequeño, fue conocido como la casa de Judá o simplemente Judá. Retuvo a Jerusalén como su capital.

Las otras 10 tribus (la mayor parte del reino) se separaron y retuvieron el nombre de Israel; establecieron la ciudad de Samaria como su capital, en el territorio de la tribu de Efraín. (Años más tarde, la casa de Israel fue llevada en cautiverio por los asirios. Ese pueblo desapareció de la historia y llegó a ser conocido como “las 10 tribus perdidas”).

La división política del reino vino de hecho a separar la promesa del cetro de la promesa de la primogenitura. La casa o reino de Judá retuvo el cetro y el trono de David.

Las tribus de Efraín y Manasés, descendientes directos de José, dominaron la casa de Israel (que estaba situada al norte de la casa de Judá) y retuvieron el derecho de primogenitura. A partir de ese momento, la primogenitura y el cetro han permanecido separados y así seguirán hasta que la casa de Israel y la casa de Judá sean reunificadas como una sola nación bajo el gobierno de Jesucristo.

Un reino reunificado

La restauración de Israel como una sola nación bajo el gobierno de Cristo es un tema que aparece en varios de los libros proféticos de la Biblia. Esa reunificación tendrá lugar poco tiempo después del regreso de Jesucristo como Rey de reyes. Notemos la confirmación que Dios hace por medio del profeta Ezequiel: “Así ha dicho el Eterno el Señor: He aquí, yo tomo a los hijos de Israel de entre las naciones a las cuales fueron, y los recogeré de todas partes, y los traeré a su tierra; y los haré una nación en la tierra, en los montes de Israel, y un rey será a todos ellos por rey; y nunca más serán dos naciones, ni nunca más serán divididos en dos reinos. Ni se contaminarán ya más con sus ídolos, con sus abominaciones y con todas sus rebeliones; y los salvaré de todas sus rebeliones con las cuales pecaron, y los limpiaré; y me serán por pueblo, y yo a ellos por Dios. Mi siervo David será rey sobre ellos, y todos ellos tendrán un solo pastor; y andarán en mis preceptos, y mis estatutos guardarán, y los pondrán por obra. Habitarán en la tierra que di a mi siervo Jacob, en la cual habitaron vuestros padres; en ella habitarán ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos para siempre; y mi siervo David será príncipe de ellos para siempre” (Ezequiel 37:21-25).

Dios le prometió a David que su reino duraría para siempre. Cuando estos dos pueblos sean reunificados bajo el gobierno de Jesucristo, el mundo lo verá y sabrá que el Eterno Dios cumple sus promesas.

Hablando de la reunificación del pueblo de Israel, Dios continúa: “Y haré con ellos pacto de paz, pacto perpetuo será con ellos; y los estableceré y los multiplicaré, y pondré mi santuario entre ellos para siempre. Estará en medio de ellos mi tabernáculo, y seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo” (vv. 26-27).

Dios confirmó muchas de sus promesas mediante pactos especiales, comenzando con Abraham: “En aquel día hizo el Eterno un pacto con Abram, diciendo: A tu descendencia daré esta tierra . . .” (Génesis 15:18).

Después, los israelitas se comprometieron a sí mismos y a sus descendientes con Dios como sus siervos especiales. Dios les dijo: “Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos . . .” (Éxodo 19:5). Ellos respondieron: “Todo lo que el Eterno ha dicho, haremos” (v. 8). El pacto de Dios unió a Israel con Dios así como una esposa se une a su esposo en el matrimonio (Jeremías 3:20; Jeremías 31:32).

El propósito de los pactos

Todos los profetas bíblicos, desde los tiempos de Moisés en adelante, recurrieron a este pacto como norma para juzgar el comportamiento del pueblo escogido de Dios. Cada uno de los profetas juzgó a los israelitas de acuerdo con su fidelidad, o infidelidad, al pacto con Dios. Todos los pactos de Dios tienen el mismo propósito: Definen los parámetros de la relación entre él y los depositarios de su pacto. Explican lo que él espera de su pueblo para que éste continúe recibiendo sus bendiciones o los beneficios de sus promesas. Establecen las obligaciones que su pueblo debe cumplir para continuar recibiendo su favor o gracia.

Un pacto es un convenio entre Dios y su pueblo. Aquellos que quebrantan el pacto pierden el favor de Dios, la bendición de su gracia. El grado de favor que Dios le otorga a su pueblo corresponde a la medida en que ellos se sujetan en obediencia a sus pactos.

El pacto que Dios hizo con el antiguo Israel tiene un significado especial en la profecía bíblica, porque documenta detalladamente las condiciones que Israel tenía que cumplir para permanecer en el favor de Dios. Aunque los Diez Mandamientos resumían el meollo del compromiso que Israel tenía con Dios, el pueblo tenía la obligación de obedecer todas sus instrucciones. Dios les prometió: “Acontecerá que si oyeres atentamente la voz del Eterno tu Dios, para guardar y poner por obra todos sus mandamientos que yo te prescribo hoy, también el Eterno tu Dios te exaltará sobre todas las naciones de la tierra. Y vendrán sobre ti todas estas bendiciones, y te alcanzarán, si oyeres la voz del Eterno tu Dios” (Deuteronomio 28:1-2).

En los 12 versículos siguientes, Dios enumeró las maravillosas bendiciones de prosperidad física que Israel recibiría. Pero el acuerdo no terminaba ahí. Dios también enunció con claridad las consecuencias que les sobrevendrían a los israelitas si rechazaban las condiciones de su pacto: “Pero acontecerá, si no oyeres la voz del Eterno tu Dios, para procurar cumplir todos sus mandamientos y sus estatutos que yo te intimo hoy, que vendrán sobre ti todas estas maldiciones, y te alcanzarán” (v. 15). El resto de este capítulo describe lo que les sucedería si ellos rechazaban o hacían caso omiso de su pacto con Dios.

Un fundamento firme para la profecía

Los pactos y promesas de Dios, especialmente la promesa de bendiciones por la obediencia y maldiciones por la desobediencia, elementos que forman parte del pacto que Dios hizo con Israel, constituyen el fundamento de la profecía bíblica.

En el próximo capítulo consideraremos la obra y los mensajes específicos de los profetas de Dios, entre ellos Isaías, Jeremías, Ezequiel y Daniel. Aprenderemos la razón por la que ellos pusieron por escrito sus profecías. Muy pocas personas entienden la importancia que estas profecías tienen para nuestro ciego mundo.