El pacto de Dios con Abraham y sus descendientes

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El pacto de Dios con Abraham y sus descendientes

Y serán benditas en ti todas las familias de la tierra. (Génesis 12:3).

Para llegar a comprender algunas de las profecías más increíbles e inspiradoras de la Biblia debemos embarcarnos en un estudio que comienza cuatro mil años atrás, cuando Dios comenzó a trabajar con un hombre llamado Abraham. Él fue un personaje extraordinario; Dios le hizo extraordinarias promesas que continúan impactando no solo a sus descendientes, sino también a todo el mundo.

El relato bíblico acerca de sus descendientes, igualmente extraordinario, cubre la mayor parte de lo que conocemos como el Antiguo Testamento, y está lleno de grandes temas: el ascenso y caída no solo de grandes hombres y mujeres, sino además de reinos e imperios.

La historia de los descendientes de Abraham tiene una buena cuota de giros, vaivenes, subidas y bajadas, y no pocos misterios.

Los libros del Antiguo Testamento describen el proceso de desarrollo de la descendencia de Abraham hasta convertirse en una gran nación –el reino israelita– y el comienzo de su relación con Dios, basada en un pacto especial con él. Dicha nación, compuesta de doce tribus (o grupos familiares), adquirió prominencia temporal.

Sin embargo, al poco tiempo los israelitas se dividieron en dos naciones rivales. La más numerosa de las dos (que retuvo el nombre Israel y estaba compuesta de diez de las doce tribus) rechazó su asociación con Dios y dio origen a uno de los misterios más grandes de la historia cuando su gente fue forzada a salir de su antiguo territorio.

La más pequeña, llamada Judá y equivalente al reino del sur, estaba compuesta de las dos tribus restantes y los remanentes de otra. Sus ciudadanos no lograron aprender la lección de sus parientes del norte y también rechazaron a Dios, por lo cual fueron llevados en cautiverio. Sin embargo, en su gran mayoría retuvieron su identidad y se han mantenido visibles a través de la historia como una raza numéricamente insignificante y frecuentemente perseguida: el pueblo judío.

Pero, ¿qué pasó con las diez tribus de Israel, cuyos enemigos las expulsaron a la fuerza de su terruño? El Imperio asirio las capturó y exilió de su patria en el Medio Oriente en el siglo VIII a. C., pero actualmente los libros de historia convencionales no las mencionan en absoluto. El mundo solo las recuerda como las diez tribus perdidas de Israel.

No obstante, Dios hizo un pacto –un compromiso divino– con las doce tribus, sin exceptuar a ninguna. Él les prometió que siempre serían su pueblo y él siempre sería su Dios. ¿Podemos confiar en que él cumplirá su palabra? ¿Cómo puede ser posible tal cosa si las diez tribus perdidas se extinguieron, según muchos suponen?

Para añadir más misterio al enigma, la profecía bíblica reiteradamente nos dice que estos supuestos israelitas perdidos están destinados a reaparecer en el escenario mundial cumpliendo un rol de importancia inmediatamente después del regreso de Jesús, y a ser rescatados de un “tiempo de angustia” que podría infligirles más sufrimiento que antes. Incluso los profetas de antaño hablan de volver a su patria original bajo el gobierno del Mesías después de este tiempo de angustia.

Note esta promesa que Jesús les hizo a sus apóstoles: “Les aseguro –respondió Jesús– que en la renovación de todas las cosas, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono glorioso, ustedes que me han seguido se sentarán también en doce tronos para gobernar a las doce tribus de Israel” (Mateo 19:28, Nueva Versión Internacional, énfasis nuestro en todo este folleto).

¿Quiso Jesús realmente decir tal cosa? Si estos descendientes de Israel están destinados a desempeñar un futuro rol mundial que Dios ha profetizado, ¿dónde están ahora? ¿Cómo podemos identificarlos entre los pueblos del mundo actual? Y, por último, ¿por qué es tan importante este conocimiento para nosotros?

A medida que avancemos en este revelador estudio, usted aprenderá cuán involucrado está Dios en darle forma a ciertos aspectos cruciales de nuestro mundo. Usted no puede permitirse ignorar este increíble conocimiento.

Si esta información acerca de las tribus perdidas tuviese solamente un valor histórico y arqueológico, puede que esto sea de interés solo para aquellos que están fascinados con la historia. ¡Pero la verdad es que es mucho más importante que eso!

Es una llave maestra para comprender toda la profecía bíblica. Explica por qué tantas profecías hablan de una restauración futura de todas las tribus de Israel bajo un reino unido, y por qué tales profecías son tan relevantes en las páginas de las Sagradas Escrituras.

Al comprender esta increíble historia, usted podrá aprender mucho acerca de lo que Dios espera de todo aquel que le sirve. Que Dios le entregue la perspectiva espiritual para entender esta increíble historia y prestar atención a las lecciones que está a punto de descubrir.

Una historia de relaciones y acuerdos

Nuestra historia comienza con una serie de extraordinarias promesas que Dios le hizo miles de años atrás a un hombre llamado Abram.

“Deja tu tierra, tus parientes y la casa de tu padre, y vete a la tierra que te mostraré. Haré de ti una nación grande, y te bendeciré; haré famoso tu nombre, y serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan; ¡por medio de ti serán bendecidas todas las familias de la tierra!” (Génesis 12:1-3, NVI).

Como aprenderemos en esta serie, Dios es siempre fiel a sus promesas. Él comenzó su preparación para relacionarse con el antiguo Israel siglos antes de que su pueblo se convirtiera en una nación. Inició sus planes para Israel con un grupo de tribus –o familias interrelacionadas–, estableciendo una relación con Abram y cambiando su nombre, que quiere decir “padre eminente”, al de Abraham, que quiere decir “padre de una multitud” (Génesis 17:5).

Note nuevamente la promesa que Dios le hizo: “Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Génesis 12:2-3).

¡Qué maravilloso compromiso! Con estas promesas Dios puso en marcha un grandioso plan destinado a beneficiar a “todas las familias de la tierra” cuando fueran cumplidas. La historia y las profecías de esta nación, que se originaron con Abraham, son importantes no solo para su propio pueblo sino también para la gente de todas las naciones.

Posteriormente Dios traspasó estas promesas a Isaac (el hijo de Abraham), a su nieto Jacob, y luego a los doce hijos de este, de cuya simiente se originaron las doce tribus de Israel. Dios entregó a las subsecuentes generaciones más detalles acerca de su propósito para Israel y de cómo pretendía llevar a cabo su grandioso plan para ellas.

Este compromiso del Creador de la humanidad es el hilo que conecta las distintas partes de las Escrituras, realzando su significado y otorgándoles estructura. Incluso la misión de Cristo es una continuación de esta promesa.

Casi ochocientos años después de que Israel desapareciera como nación, el apóstol Pablo describió a los gentiles (gente que no era israelita) que estaban “sin Cristo” como “alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Efesios 2:12).

El lenguaje usado por Pablo en esta declaración es bastante fuerte, pero destaca la importancia del compromiso de Dios con Abraham y deja en claro que Pablo reconoció que Israel, incluyendo las diez tribus perdidas, continuaba existiendo. Si Pablo hubiese estado refiriéndose solo a los judíos –las tribus conformadas por el reino del sur– hubiese hablado de Judá, no de Israel.

La promesa de Dios a Abraham no se limitó a un pequeño y antiguo pueblo del Medio Oriente,  sino que se extiende ampliamente en el futuro y no está limitada por fronteras nacionales. Dios diseñó esta promesa para bendecir a todas las naciones.

Pablo luego esclarece el significado de esto: “Ese misterio, que en otras generaciones no se les dio a conocer a los seres humanos, ahora se les ha revelado por el Espíritu a los santos apóstoles y profetas de Dios; es decir, que los gentiles son, junto con Israel, beneficiarios de la misma herencia, miembros de un mismo cuerpo y participantes igualmente de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio” (Efesios 3:5-6, NVI).

¿Cómo pueden todos los pueblos compartir a través de Jesucristo las promesas que Dios le hizo a Abraham? Pablo explica: “Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa” (Gálatas 3:29).

Esto significa que Dios debe injertar en la familia de Abraham a todo aquel que se convierta en su siervo, lo cual se ha comprometido a hacer mediante una serie de pactos (Romanos 11:13-27).

La promesa de Dios a Abraham no se limitó a un pequeño y antiguo pueblo del Medio Oriente, sino que se extiende ampliamente en el futuro y no está limitada por fronteras nacionales. Desde el comienzo mismo, Dios diseñó esta promesa para bendecir a todas las naciones. Ese es su propósito, y eso es lo que llevará a cabo.

Por qué escogió Dios a Abraham

¿Por qué escogió Dios a Abraham para que fuera su siervo y por medio de él se hiciera posible la existencia del antiguo Israel como nación? ¿Qué tenía en mente, y por qué llamó a Abraham a su servicio en ese particular momento de la historia?

Después del diluvio en tiempos de Noé, los habitantes de la Tierra nuevamente comenzaron a darle la espalda a Dios. Ya en tiempos de Abraham, todos los pueblos habían vuelto a ser corruptos.

Como consecuencia, Dios puso en marcha un importantísimo aspecto de su plan: ofrecer la salvación a toda la humanidad. La selección de Abraham fue un paso crucial en el plan de largo plazo diseñado por Dios para hacer que todas las naciones se volvieran a él. El resto de la Biblia se entreteje en torno a este plan de reconciliar a toda la humanidad con su Creador.

Tal vez usted recuerde que poco antes del diluvio, “Al ver Dios tanta corrupción en la tierra, y tanta perversión en la gente, le dijo a Noé: He decidido acabar con toda la gente, pues por causa de ella la tierra está llena de violencia. Así que voy a destruir a la gente junto con la tierra” (Génesis 6:12-13, NVI).

Dios salvó de la destrucción únicamente a Noé y su esposa, y a sus tres hijos y sus respectivas esposas.

Luego, poco después del diluvio y cuando la humanidad nuevamente comenzó a oponerse al camino de Dios, la torre de Babel se convirtió en el símbolo de su rebelión (Génesis 11:1-9). En el contexto de dicha rebelión y del sistema ciudad-Estado del gobierno humano que la acompañó, Dios inició una nueva fase de su plan para lograr que todas las naciones lo adoraran. Con ese propósito, decidió seleccionar a un hombre fiel y convertir a sus descendientes en un grupo de naciones destacadas, escogidas con el propósito específico de enseñar y representar sus valores y su camino de vida.

Elegidos para servir

Dios creó a todos los pueblos de la Tierra “de una sangre” (Hechos 17:26). La historia de los israelitas es la historia de una sola familia que el Dios Creador escogió de entre todos los pueblos de la Tierra para que le sirviese.

Pero a pesar de que los israelitas fueron el pueblo escogido, de ninguna manera debía considerárseles superiores, ni en los tiempos antiguos ni ahora. El apóstol Pedro explicó más adelante que “en toda nación él [Dios] ve con agrado a los que le temen y actúan con justicia” (Hechos 10:35, NVI). Este principio ha sido y es inalterable.

Note lo que Dios le dijo al antiguo Israel: “No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido el Eterno y os ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pueblos; sino por cuanto el Eterno os amó, y quiso guardar el juramento que juró a vuestros padres, os ha sacado el Eterno con mano poderosa, y os ha rescatado de servidumbre, de la mano de Faraón rey de Egipto. Conoce, pues, que el Eterno tu Dios es Dios, Dios fiel, que guarda el pacto y la misericordia a los que le aman y guardan sus mandamientos, hasta mil generaciones” (Deuteronomio 7:7-9; compare con 1 Corintios 1:26-29).

Dios eligió a Abraham para una obra en particular, pero antes lo probó para ver si le sería fiel. Abraham superó todas las pruebas y demostró que creía y confiaba en su Creador, por lo cual Dios comenzó a usarlo. “Porque ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (Romanos 4:3; compare con Génesis 15:6).

Bajo su cuidadosa guía, Dios forjó al antiguo Israel a partir de doce tribus interrelacionadas mediante lazos familiares y cuyos ancestros eran Abraham, el hijo de este, Isaac, y Jacob, el hijo de Isaac.

Los parientes de Abraham se multiplicaron y formaron una multitud aún más numerosa: los descendientes de los doce hijos de Jacob. Dios los convirtió en una nación y comenzó a relacionarse con ellos mediante un pacto. Como grupo llegaron a ser conocidos como “Israel”, o “los hijos de Israel”.

Israel era el otro nombre de Jacob. Cuando Dios comenzó a trabajar directamente con Jacob lo renombró Israel, que significa “el que lucha con Dios” o “el príncipe de Dios” (Génesis 32:24-30).

Los descendientes de Israel también se conocieron como “la simiente de Abraham”, “la casa de Isaac” (Amós 7:9), “la casa de Jacob” (Génesis 46:27; Éxodo 19:3), o simplemente “Jacob” — y por sus nombres tribales individuales de Rubén, Simeón, Leví, Judá, Zabulón, Isacar, Dan, Gad, Aser, Neftalí, Benjamín y José.

El patriarca Jacob luego adoptó a Efraín y Manasés, sus nietos a través de su hijo José, como sus propios hijos en cuanto a derechos de herencia. Como resultado, históricamente se ha dicho que la nación de Israel consiste de doce o trece tribus, dependiendo de si los descendientes de José se cuentan como una tribu (José) o como dos (Efraín y Manasés).

Promesas de importancia histórica

A medida que Dios fue trabajando con Abraham, aumentó los compromisos del pacto entre ellos. Estos compromisos estaban basados en la serie de promesas y profecías más importantes y trascendentales que Dios les ha dado a los seres humanos. Tanto los profetas posteriores de Israel como los apóstoles de Jesús, y hasta el mismo Jesús, consideraron estas promesas como el fundamento de su obra (Hechos 3:13, 25).

Note nuevamente lo que Dios le dijo al patriarca Abraham: “Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la Tierra” (Génesis 12:2-3; también lea Génesis 18:18; 22:18; 26:4; 28:14).

Aprendimos de los apóstoles que la bendición más importante que se ha hecho disponible a todas las naciones por medio de la “simiente” de Abraham es la dádiva de la vida eterna a través de Jesucristo (Hechos 3:25-26; Gálatas 3:7-8, 16, 29). Mediante su madre, María (de la tribu de Judá), Jesús nació como judío y descendiente de Abraham (Hebreos 7:14). Su sacrificio abrió la puerta a las personas de todas las naciones para que pudiesen disfrutar una relación con el Dios de Abraham.

Cuando los seres humanos, cualquiera sea su raza u origen, establecen una alianza con Cristo, también se convierten en simiente de Abraham. Como Pablo escribió en Gálatas 3:28-29, “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa”.

Por lo tanto, es evidente que desde el comienzo mismo de la interacción de Dios con Abraham el objetivo del Eterno era hacer la salvación disponible para todos. El resto de la Biblia revela muchos más detalles de cómo Dios implementará este plan en toda su plenitud. Sin embargo, su fundamento se encuentra en el libro de Génesis, en las promesas que Dios le hizo a Abraham.

La Biblia revela muchos aspectos del plan maestro de Dios para la salvación de la humanidad. La dimensión espiritual de su promesa a Abraham es solo una parte de la historia. Como seres físicos, funcionamos en un mundo igualmente físico. Consecuentemente, Dios con frecuencia alcanza sus metas espirituales a través de medios físicos (como dar o quitar bendiciones materiales), utilizando el principio de la recompensa por el buen comportamiento y el castigo por el pecado.

Por ejemplo, debemos considerar por qué Dios prometió hacer de Abraham una “nación grande” (Génesis 12:2). Muchos estudiosos modernos de la Biblia no logran comprender la importancia de esta gran promesa física. Algunos críticos de la Biblia simplemente se burlan de esto porque creen que el pueblo de Israel nunca llegó a ser más que un par de reinos insignificantes al oriente del mar Mediterráneo. Pero están equivocados, porque Dios no miente (Tito 1:2) y sí cumple sus promesas. Pronto veremos por qué y cómo ha cumplido Dios esta particular promesa de grandeza nacional que le hizo a Abraham.

Promesas de grandes bendiciones nacionales y materiales

Desde Génesis 12 al 22 hay siete pasajes que describen las promesas que Dios le hizo y reconfirmó a Abraham. En el relato inicial (Génesis 12:1-3), Dios le dijo a Abraham que dejara su patria y su familia. Esta fue la primera condición que Abraham debió cumplir para poder recibir la promesa.

Debido a que Abraham obedeció voluntariamente, Dios le prometió bendecirlo y engrandecer su nombre. Su progenie también sería engrandecida. (Como veremos, los resultados de esta promesa llegarían a contarse entre los avances mundiales más importantes de la historia).

Unos pocos versículos más adelante, Dios se le apareció a Abraham y le prometió la tierra de Canaán para sus descendientes (versículo 7). Las promesas de Dios incluyeron sin duda aspectos materiales, como tierras y posesiones físicas.

Génesis 13 aporta más detalles acerca de estas promesas. Después de que Abraham gentilmente cediera a su sobrino Lot el fértil valle contiguo al río Jordán (leer el relato en los versículos 5-13), recibió a cambio una promesa de Dios: toda la tierra de Canaán sería suya para siempre (versículos 14-17). Esto indica que los aspectos temporales y eternos de su promesa estaban íntimamente relacionados.

Y a pesar de que Abraham aún no tenía hijos, Dios también le prometió que sus descendientes serían “como el polvo de la tierra; que si alguno puede contar el polvo de la tierra, también tu descendencia [de Abraham] será contada” (v. 16). El gigantesco alcance de esta promesa –la multiplicación prácticamente infinita de los descendientes de Abraham– no debe ser tomada a la ligera porque, como veremos, tiene enormes implicancias.

Aproximadamente una década más tarde, Dios nuevamente se le apareció a Abraham en una visión. Y aunque todavía no tenía hijos, Dios nuevamente le prometió un heredero y le dijo “un hijo tuyo será el que te heredará” (Génesis 15:4).

Una enorme multitud de personas descendería de aquel heredero, Isaac. “Y lo llevó fuera, y le dijo: Mira ahora los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar . . . Así será tu descendencia” (v. 5). ¿Cómo respondió Abraham? “Y creyó al Eterno, y le fue contado por justicia” (v. 6).

Abraham confió plenamente en que Dios cumpliría su palabra, incluso en un futuro muy lejano, y esa fue una de las razones por las cuales Dios lo amó y lo escogió para ser no solo el padre de varias grandes naciones, sino además el “padre de todos los creyentes” (Romanos 4:11). Dios estaba diseñando un rol dual para el fiel Abraham.

"Mira ahora los cielos, y cuenta las estrellas, si las puedes contar... Así será tu descendencia"

Unos versículos más adelante Dios le promete innumerables descendientes, y también todo el territorio que se extendía “desde el río de Egipto hasta el río grande, el río Éufrates” (Génesis 15:18). Esta franja territorial abarcaba mucho más que la tierra que Dios incluyó en su promesa original de la tierra de Canaán (Génesis 12:6-7; 17:8; 24:7).

Dios amplía sus promesas

A medida que Abraham demostraba su fidelidad, Dios incrementó el alcance de las promesas que le había hecho. A la larga, estas incluyeron mucho más de lo que había revelado originalmente. El relato más detallado de las promesas que Dios le hizo a Abraham se encuentra en Génesis 17: “Era Abram de edad de noventa y nueve años, cuando le apareció el Eterno y le dijo: Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto. Y pondré mi pacto entre mí y ti, y te multiplicaré en gran manera . . . He aquí mi pacto es contigo, y serás padre de muchedumbre de gentes.

“Y no se llamará más tu nombre Abram, sino que será tu nombre Abraham, porque te he puesto por padre de muchedumbre de gentes. Y te multiplicaré en gran manera, y haré naciones de ti, y reyes saldrán de ti. Y estableceré mi pacto entre mí y ti, y tu descendencia después de ti en sus generaciones, por pacto perpetuo, para ser tu Dios, y el de tu descendencia después de ti. Y te daré a ti, y a tu descendencia después de ti, la tierra en que moras, toda la tierra de Canaán en heredad perpetua; y seré el Dios de ellos” (vv. 1-8).

Tal como en declaraciones anteriores de esta promesa, la bendición de Dios aún era condicional y dependía de la obediencia y el compromiso de Abraham de madurar espiritualmente. Aquí, Dios le recuerda esto diciendo: “Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto” (v. 1; compare con Mateo 5:48).

Una “gran nación” se expande a “muchas naciones”

Recuerde que una parte importante de la promesa de Dios consistía en multiplicar grandemente la descendencia de Abraham. Aquí Dios enfatizó esta realidad que aún estaba por cumplirse dándole un nuevo nombre al patriarca. Hasta aquel momento, él era conocido como Abram. Dios le dijo: “Y no se llamará más tu nombre Abram, sino que será tu nombre Abraham, porque te he puesto por padre de muchedumbre de gentes” (Génesis 17:5). Como se mencionó anteriormente, el nombre Abram significa “padre eminente”, pero Abraham significa “padre de una multitud”.

Dios explicó en detalle este aspecto de su promesa: “Y te multiplicaré en gran manera, y haré naciones de ti, y reyes saldrán de ti” (v. 6; vea también los versículos 15-16).

Dios continuó: “Y te daré a ti, y a tu descendencia después de ti, la tierra en que moras, toda la tierra de Canaán en heredad perpetua; y seré el Dios de ellos . . . En cuanto a ti, guardarás mi pacto, tú y tu descendencia después de ti por sus generaciones” (vv. 8-9). El relato en Génesis 17 establece el compromiso de Dios con Abraham como “pacto perpetuo” (vv. 7, 13, 19), un contrato vinculante que obliga a Dios a darle la tierra de Canaán a perpetuidad a la descendencia del patriarca (v. 8). El compromiso de Dios con Abraham fue enormemente importante y trascendental.

El sexto relato de la promesa que Dios le hizo a Abraham aparece en Génesis 18, inmediatamente antes de la destrucción de Sodoma y Gomorra, dos ciudades plagadas de pecado. Los visitantes angelicales de Abraham (mensajeros con noticias del castigo divino que caería sobre esas dos ciudades) reconfirmaron el nacimiento del hijo que Abraham –quien ya tenía noventa y nueve años– tendría con Sara, diez años menor que él (versículos 10-14).

Conforme a la promesa que Dios hizo de que no encubriría sus intenciones a Abraham (Génesis 18:17; Amós 3:7), los ángeles que visitaron al anciano patriarca ratificaron la promesa mesiánica de que serían “benditas en él todas las naciones de la tierra” (Génesis 18:18).

Tal promesa se cumplió espectacularmente aproximadamente un año después de este encuentro, cuando Sara dio a luz a Isaac (Génesis 21:1-3). Primero, Abraham había probado ser fiel a Dios. Ahora, milagrosamente, Dios probaba su lealtad al compromiso que había hecho con él.

La prueba suprema de Abraham

La culminación de estos siete relatos de las promesas de Dios aparece en Génesis 22, donde encontramos uno de los eventos más significativos de la Biblia. Este es el desenlace final de la promesa que Dios le hizo a Abraham.

En este relato, la disposición de Abraham para sacrificar a Isaac simboliza el fundamento mismo del plan de Dios de ofrecerle la salvación a todos: la disposición de Dios de ofrecer a su Hijo único, Jesucristo, como sacrificio (Juan 3:16-17).

Anteriormente señalamos que las promesas de Dios dependían de la obediencia continua de Abraham (Génesis 12:1; 17:9). Sin embargo, después de los eventos de Génesis 22 Dios transformó este pacto con Abraham y lo elevó a un nuevo nivel — y con buena razón.

Dios le dijo a Abraham que tomara a Isaac, el hijo prometido (Romanos 9:9), y lo sacrificara como ofrenda encendida en el monte Moriah (Génesis 22:2). Había llegado el momento de la prueba suprema de fe para  Abraham.

A estas alturas de su vida, Abraham había aprendido a confiar absolutamente en el Eterno. Había experimentado desde hacía mucho la sabiduría, verdad y fidelidad de Dios, así que se preparó para hacer lo que se le había ordenado, solo para ser milagrosamente detenido en el preciso momento en que iba a sacrificar a su hijo (versículos 9-11).

Podemos aprender varias y profundas lecciones de este incidente. Primero, Dios jamás ha autorizado que se le adore con sacrificios humanos, ni en los tiempos antiguos ni en los modernos.

Segundo, Dios le prohibió a Israel imitar la práctica pagana de ofrecer a los hijos primogénitos como sacrificios a los ídolos. El sacrificio humano era arte y parte de la sociedad mesopotámica de la cual Abraham había sido llamado, como también de las naciones que lo rodeaban. Pero Dios se aseguró de que su fiel siervo no matase a su hijo, a pesar de que Abraham no sabía con anticipación lo que Dios tenía en mente.

En el versículo siguiente, las palabras de Dios revelan lo que él realmente quería saber acerca de Abraham: “. . . porque ya conozco que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único” (v. 12). Mediante su disposición para obedecer al Dios viviente, Abraham había probado ser capaz de renunciar a lo más preciado para él: su único heredero (versículo 16; compare con Juan 3:16). Dios no quería al hijo de Abraham como sacrificio, pero sí quería saber si Abraham confiaba en él lo suficiente como para tomar la decisión más difícil que Dios podía pedirle. Y Abraham pasó la prueba.

Tercero, el comportamiento de Abraham demostró que era un hombre apto para el rol de “padre de todos los creyentes” (Romanos 4:11-22; Gálatas 3:9; Hebreos 11:17-19), el fundador ideal de la familia de innumerables descendientes que podrían llegar a ser el pueblo de Dios (Génesis 18:19).

Sin embargo, Dios no podía completar el plan que había iniciado a través de Abraham sin tomar en cuenta el problema del pecado humano, que más adelante requeriría el sacrificio del redentor de la humanidad: Jesús el Mesías, el Cordero de Dios (Juan 1:29).

El compromiso de Dios se vuelve incondicional

En ese momento, las promesas de Dios a Abraham –tanto físicas como espirituales– se volvieron incondicionales. Cuando Dios dijo “Por mí mismo he jurado” (Génesis 22:16), dejó en claro que el cumplimiento de la promesa ya no dependía de Abraham. El cumplimiento de la promesa dependía ahora exclusivamente de Dios mismo. Él se comprometió incondicionalmente a cumplir la promesa que había hecho a Abraham y a sus descendientes.

Dios pone en juego su propia veracidad e integridad a través de estos compromisos. Él se obliga personal e incondicionalmente a llevar a cabo todas estas promesas, en todos sus detalles.

Una vez que comprendemos la naturaleza incondicional de las promesas de Dios, es más fácil determinar lo que se debe tomar en cuenta al estudiar la historia relacionada con los descendientes del antiguo Israel. Como Dios no puede anular su promesa a Abraham porque él no quebranta su palabra (Números 23:19), cada detalle de sus promesas se convierte en una guía a la hora de buscar la identidad de las diez tribus perdidas de Israel después de su exilio.

Génesis 22 concluye con una reafirmación de Dios en cuanto a los elementos centrales de su promesa a Abraham: “De cierto te bendeciré, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar; y tu descendencia poseerá las puertas de sus enemigos” (v. 17). Estas bendiciones físicas, materiales y nacionales continúan siendo indicios de la identidad de los descendientes modernos de Abraham.

Dios continuó: “En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz” (v. 18). El apóstol Pablo, hablando acerca de este versículo muchos siglos más tarde en Gálatas 3:16, explica que esta bendición prometida se refiere a Jesucristo: “Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. No dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo”. A través de Cristo (como la simiente de Abraham), Dios haría disponible la salvación para toda la humanidad (compare con Juan 3:16).

Promesas renovadas a Isaac, el hijo de Abraham

Dios renovó sus promesas a Abraham en generaciones subsiguientes. Él reconfirmó este pacto a Isaac, el hijo del patriarca (Génesis 26:1-5), y a su nieto Jacob (Génesis 27:26-29; 28:1-4, 10-14; 35:9-12).

Por medio de Jacob, Dios traspasó los aspectos nacionales y materiales de sus promesas a los descendientes de los tataranietos de Abraham (Efraín y Manasés, hijos de José, Génesis 48:1-22).

El hecho de que la Biblia registre en detalle cómo estas promesas de bendiciones son traspasadas de generación en generación es otra evidencia de que el pacto de Dios con Abraham incluyó aspectos físicos, materiales y nacionales además de las trascendentales profecías mesiánicas.

La promesa que Dios le hizo a Isaac de darles a él y a su descendencia “todas estas tierras” (Génesis 26:3-4) comprende grandes bendiciones materiales. Dios también le prometió, al igual que a Abraham, una descendencia casi sin límites, diciéndole que sus descendientes serían multiplicados “como las estrellas del cielo” (v. 4).

Esta promesa se cumplió de manera preliminar cuando varios millones de israelitas llegaron al monte Sinaí bajo el liderazgo de Moisés (Deuteronomio 1:10), y después, en tiempos de Salomón (1 Reyes 4:20-21). Pero Moisés mismo estaba consciente de que las grandes multitudes, según la promesa de Dios, serían multiplicadas muchas veces más en el futuro (Deuteronomio 1:11).

Jacob recibe el derecho a la primogenitura y la bendición

En circunstancias normales, las bendiciones físicas que se traspasaron a Isaac hubiesen ido a su hijo primogénito, Esaú (Génesis 25:21-26). Sin embargo Jacob, su hermano gemelo y el menor de los dos, persuadió a Esaú de venderle su primogenitura por un plato de lentejas (vv. 29-34).

¿Qué era la primogenitura y por qué era tan importante? The International Standard Bible Encyclopedia (Enciclopedia bíblica estándar internacional) explica que la primogenitura era “el derecho que naturalmente le pertenecía al hijo primogénito . . . Tal persona se convertía finalmente en la cabeza de la familia, y la línea familiar continuaba a través de él. Como primogénito, él heredaba una porción doble de los bienes paternales . . . el primogénito era responsable de . . . ejercer absoluta autoridad sobre el hogar” (1979, vol. 1, “Birthright” [“Primogenitura”], pp. 515-516).

A objeto de obtener las bendiciones de la primogenitura por parte de su padre Isaac, que ya estaba anciano y ciego, Jacob recurrió al engaño para hacerle creer que él era Esaú (Génesis 27:18-27). Jacob no tenía idea de que este engaño era innecesario: Dios ya había revelado, incluso antes del nacimiento de los hermanos gemelos, que Jacob sería el más fuerte de los dos y que Esaú finalmente se convertiría en su subordinado (Génesis 25:23).

Pero Dios permitió que Jacob recibiera la promesa mediante el derecho de primogenitura y que recibiera la mejor parte de la herencia familiar de su padre, sin intervenir para cambiar las circunstancias. Más tarde, Dios le enseñaría a Jacob a dejar de confiar en sus propias estrategias engañosas.

Note ahora la bendición que Dios le prometió a Jacob: “Dios, pues, te dé del rocío del cielo, y de las grosuras de la tierra, y abundancia de trigo y de mosto. Sírvante pueblos, y naciones se inclinen a ti; sé señor de tus hermanos, y se inclinen ante ti los hijos de tu madre. Malditos los que te maldijeren, y benditos los que te bendijeren” (Génesis 27:28-29). Estas palabras no fueron insignificantes: Isaac le estaba traspasando oficialmente a Jacob las maravillosas promesas que Dios le había hecho a Abraham.

Luego, valiéndose de un sueño, Dios le confirmó a Jacob que recibiría la promesa del derecho de primogenitura y le reveló que sus descendientes, que serían tantos “como el polvo de la tierra”, se extenderían “al occidente, al oriente, al norte y al sur” — en todas las direcciones desde el Medio Oriente (Génesis 28:12-14). En capítulos posteriores veremos cómo esta profecía ha sido cumplida de manera increíble.

Las dos identidades nacionales de José

En Génesis 35 encontramos otro aspecto de la promesa de primogenitura. Aquí Dios le promete a Jacob que “una nación y conjunto de naciones” procederían de él (v. 11). Es fundamental entender este aspecto de la herencia de Israel si queremos comprender las profecías claves. La promesa de primogenitura sería cumplida en dos diferentes entidades nacionales.

En Génesis 48 vemos que Jacob traspasó esta parte de la promesa que Dios le hizo a Abraham e Isaac a los hijos de José (Efraín y Manasés). Al mismo tiempo, Jacob puso su propio nombre en estos dos prominentes nietos (v. 16). Como resultado, muchas referencias posteriores a “Jacob” o “Israel” en los libros proféticos de la Biblia se refieren principalmente a estas dos ramas de los descendientes de Jacob.

La bendición de Jacob incluía tierras –territorios nacionales– que los descendientes de sus dos nietos recibirían “por heredad perpetua”. Ellos también se multiplicarían “en gran manera”.

La bendición de Jacob incluía tierras territorios nacionales– que los descendientes de sus dos nietos recibirían “por heredad perpetua”. Ellos también se multiplicarían “en gran manera” (v. 16). Aquí vemos por segunda vez la extraordinaria promesa de que los descendientes de Jacob –específicamente aquellos que provendrían de Efraín y Manasés– se multiplicarían y llegarían a formar “muchas naciones” y “una nación muy importante”, respectivamente (v. 19, Dios Habla Hoy).

Sin embargo, no todos los aspectos de las promesas irían a José y sus descendientes: Judá recibiría una promesa con una importante dimensión espiritual. A través de Jacob, Dios profetizó que “no será quitado el cetro [vara de autoridad] de Judá” (Génesis 49:10). Esa profecía se refería tanto a la dinastía del futuro rey de Israel, David, como al rol de Jesús –también de la tribu de Judá y descendiente de David– como el Mesías (Lucas 1:32; Hebreos 7:14; Apocalipsis 5:5). Cristo está destinado a gobernar la Tierra como Rey de reyes (Apocalipsis 11:15; 17:14; 19:16).

En contraste, la promesa de primogenitura de la grandeza física, material y nacional no fue entregada a Judá sino que a José, saltándose al hijo primogénito, Rubén. Note las circunstancias que hicieron que esta gran promesa cayera en manos de José:

“Los hijos de Rubén primogénito de Israel (porque él era el primogénito, mas como violó el lecho de su padre, sus derechos de primogenitura fueron dados a los hijos de José, hijo de Israel, y no fue contado por primogénito; bien que Judá llegó a ser el mayor sobre sus hermanos, y el príncipe de ellos; mas el derecho de primogenitura fue de José)” (1 Crónicas 5:1-2). Gracias a la promesa de primogenitura, los descendientes de José –Efraín y Manasés– recibirían bendiciones de riqueza, poder y prominencia nacionales.

Este pasaje profético en Génesis 49 nos dice que los descendientes de José disfrutarían de abundantes cosechas, numerosas manadas de ganado y magníficos recursos naturales, tales como grandes reservas de madera y valiosos minerales. Todas estas bendiciones serían de ellos “en los días venideros”..

Bendiciones para los descendientes de José

Quizás el pasaje bíblico más revelador acerca de la promesa de primogenitura se halle en Génesis 49. Aquí encontramos a Jacob profetizando acerca de los descendientes de sus hijos “en los días venideros” y bendiciéndolos (v. 1). Note que las bendiciones que Jacob pronuncia para los descendientes de José en un tiempo futuro son monumentales.

“José es un retoño fértil, fértil retoño junto al agua, cuyas ramas trepan por el muro. Los arqueros lo atacaron sin piedad; le tiraron flechas, lo hostigaron. Pero su arco se mantuvo firme, porque sus brazos son fuertes. ¡Gracias al Dios fuerte de Jacob, al Pastor y Roca de Israel! ¡Gracias al Dios de tu padre, que te ayuda! ¡Gracias al Todopoderoso, que te bendice! ¡Con bendiciones de lo alto! ¡Con bendiciones del abismo! ¡Con bendiciones de los pechos y del seno materno! Son mejores las bendiciones de tu padre que las de los montes de antaño, que la abundancia de las colinas eternas. ¡Que descansen estas bendiciones sobre la cabeza de José . . .” (Génesis 49:22-26, NVI).

Este pasaje profético nos dice que “en los días venideros” los descendientes de José vivirían en una tierra productiva, bien irrigada y fértil. Serían un pueblo que expandiría su territorio e influencia en gran manera –política, militar, económica y culturalmente–, un pueblo “cuyas ramas trepan por el muro”, o se extienden más allá de sus fronteras naturales. Ocasionalmente sería atacado por otras naciones, pero generalmente saldría victorioso. Sus triunfos a veces serían considerados como “milagrosos” o “providenciales”, porque el Dios Todopoderoso los ayudaría y sería su fuente de bendiciones.

Este pueblo viviría en un clima excepcionalmente favorable que fácilmente satisfaría las necesidades de su población en constante crecimiento. Sus habitantes disfrutarían la bendición de abundantes cosechas, numerosas manadas de ganado y magníficos recursos naturales, tales como grandes reservas de madera y valiosos minerales.

En otras palabras, los depositarios de tales promesas poseerían las mejores bendiciones y recursos de la Tierra. Todas estas bendiciones serían suyas “en los días venideros” (Génesis 49:1).

¿Dónde podemos encontrar a los descendientes de José, las tribus perdidas de Efraín y Manasés? Esta lista de bendiciones elimina a la mayoría de las naciones del mundo como candidatas. Para encontrarlas, debemos preguntarnos: ¿Qué naciones poseen estas bendiciones en nuestro mundo? Dios les prometió todas estas bendiciones a los descendientes de José “en los días venideros”. Y como Dios no miente, podemos confiar en el cumplimiento de estas promesas.

¿Qué nos dice la evidencia? Como veremos, esta se inclina abrumadoramente hacia el lado de Dios. Si creemos en estas promesas y en que Dios las llevará a cabo, nuestra perspectiva del mundo será muy distinta a la de quienes carecen de este conocimiento.

En los casi 3700 años desde que Dios entregó estas promesas, pocas naciones pueden jactarse de bendiciones que siquiera se parezcan a estas. Menos aún pueden afirmar que poseen la superioridad económica y la prominencia nacional –incluso el estatus de superpotencia– que se les prometió a los hijos de José (Efraín y Manasés) “en los días venideros”.

Sin embargo, hay dos candidatos que encajan perfectamente en el criterio de estas profecías: Estados Unidos y la Mancomunidad Británica de Naciones. ¿Qué tan bien calza esta aparente conexión con la evidencia que existe? Para responder a esta pregunta, nos embarcaremos en un estudio de la evidencia histórica de las tribus de Israel desde su comienzo como nación hasta la actualidad.