El séptimo mandamiento: Salvaguardar el vínculo matrimonial

Usted está aquí

El séptimo mandamiento

Salvaguardar el vínculo matrimonial

Descargar

Descargar

El séptimo mandamiento: Salvaguardar el vínculo matrimonial

×

“No cometerás adulterio” (Éxodo 20:14).

El hombre y la mujer se necesitan mutuamente; fueron hechos para estar juntos. El matrimonio, la unión natural entre el hombre y la mujer, fue ordenado por Dios cuando los creó. Sus leyes —entre ellas el séptimo mandamiento— protegen la relación matrimonial, base del núcleo familiar, el cual a su vez es el fundamento y el elemento más importante de la sociedad humana.

Dios les dijo a nuestros primeros padres: “Dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (Génesis 2:24). La instrucción de Dios estableció claramente lo que las generaciones futuras debieran aprender con respecto al matrimonio y las relaciones sexuales.

Cuando los hijos llegan a la edad suficiente para asumir la responsabilidad de una familia y encuentran a alguien del sexo opuesto a quien aman y honran, es natural y apropiado que se casen y formen su propia familia aparte de sus padres. Sólo entonces deben ser “una sola carne”, uniéndose físicamente en la relación sexual. Jesús claramente dijo que desde el principio el propósito de Dios fue que el matrimonio fuera una relación monógama y permanente (Mateo 19:3-6).

El propósito de Dios fue que el matrimonio y la relación sexual —en ese orden— existieran como grandes bendiciones para la humanidad. Su potencial para el bien es tremendo. Pero los mismos deseos que unen al hombre y a la mujer en una relación natural y amorosa, la cual es una bendición divina, representan riesgos.

A menos que los deseos naturales que nos atraen hacia alguien del sexo opuesto sean controlados y dirigidos exclusivamente hacia una relación matrimonial amorosa, la tentación de caer en la inmoralidad sexual puede vencernos. El séptimo mandamiento, que dice: “No cometerás adulterio” (Éxodo 20:14), se dirige específicamente contra esta debilidad.

El adulterio es la violación del pacto matrimonial por una relación sexual voluntaria con otra persona que no sea el cónyuge de uno. Debido a que la ley de Dios autoriza la relación sexual sólo dentro del matrimonio, el mandamiento contra el adulterio abarca, en principio, cualquier acto de inmoralidad sexual. Fuera del matrimonio no debe haber ninguna forma de relación sexual. Este es el mensaje del séptimo mandamiento.

En casi todo el mundo, la inmoralidad sexual ya no se ve como un mal social significativo. No obstante, Dios categóricamente la condena en cualquierforma (Apocalipsis 21:8; 1 Corintios 6:9).

Necesitamos una guía en materia sexual

Dios nos dio el séptimo mandamiento para definir claramente y guiar la relación sexual para que produzca felicidad y estabilidad permanentes. Esta es una necesidad apremiante en la época actual.

Dios creó la sexualidad; fue idea suya. Contrario a lo que algunos han pensado desde hace mucho tiempo, él quiere que disfrutemos abundantemente de una relación sexual placentera y estable dentro del matrimonio. En ese aspecto, nuestra sexualidad es una de las formas en que podemos transmitir nuestro aprecio, ternura, admiración y amor por nuestro cónyuge. Es una gran ayuda a nuestro bienestar y contentamiento.

El gozo y la confianza que derivamos del uso correcto de la sexualidad puede influir positivamente en nuestra relación personal con otros, principalmente con nuestros hijos. Dios quiere que salvaguardemos y reforcemos el vínculo matrimonial.

Con respecto al matrimonio, Dios nos dice: “Disfruta de la vida con la esposa que amas, todos los días de tu vida fugaz que te son dados debajo del sol; porque ésta es tu parte en la vida, y en tu trabajo con que te afanas debajo del sol” (Eclesiastés 9:9, Nueva Reina-Valera).

Pero con respecto al adulterio nos advierte: “¿Y por qué, hijo mío, andarás ciego con la mujer ajena, y abrazarás el seno de la extraña? Porque los caminos del hombre están ante los ojos del Eterno, y él considera todas sus veredas. Prenderán al impío sus propias iniquidades, y retenido será con las cuerdas de su pecado” (Proverbios 5:20-22). Más adelante encontramos otra advertencia: “¿Tomará el hombre fuego en su seno sin que sus vestidos ardan? ¿Andará el hombre sobre brasas sin que sus pies se quemen? Así es el que se llega a la mujer de su prójimo; no quedará impune ninguno que la tocare . . . Heridas y vergüenza hallará, y su afrenta nunca será borrada” (Proverbios 6:27-29, Proverbios 6:33).

¿Son acaso estas advertencias sólo palabras sin sentido, expresiones poéticas de tiempos más puritanos? ¡No pensemos así! Más bien, reconozcamos los horribles estragos que en todo el mundo han causado las relaciones sexuales fuera del matrimonio.

Las consecuencias de este pecado

El daño que social y personalmente ha causado la inmoralidad sexual ha sido y es tan tremendamente grave que no se puede cuantificar lo que ha costado en angustia, sufrimiento y dolor. La mayoría sencillamente se niega a pensar en sus deplorables consecuencias.

Existen dos perspectivas que sobresalen. Muchos reclaman su derecho de hacer lo que a ellos les plazca: “Nadie me va a decir lo que tengo que hacer en mi vida personal”. Otros no quieren reconocer los efectos nocivos de ningún tipo de comportamiento: “No importa lo que yo haga, siempre y cuando no le haga daño a nadie”. La gente invoca estos argumentos para justificar cualquier clase de conducta sexual, por perversa que sea.

Ambas perspectivas pasan por alto una realidad básica: Que este pecado siempre hace daño, mucho daño. Al final de cuentas, la inmoralidad es una fuerza destructora. Como se dice en Proverbios 6:32: “El que comete adulterio es falto de entendimiento; corrompe su alma el que tal hace”. La primera consecuencia del adulterio es el daño que hace a nuestra mente y carácter.

Igualmente perjudicial es la degradación personal que proviene de la inmoralidad sexual. Puede negarse, pero no puede evitarse. A los cristianos en la libertina ciudad de Corinto, el apóstol Pablo les ordenó: “Huid de la fornicación. Cualquier otro pecado que el hombre cometa, está fuera del cuerpo; mas el que fornica, contra su propio cuerpo peca” (1 Corintios 6:18). Estas advertencias se aplican tanto a los hombres como a las mujeres, ya que “Dios no hace acepción de personas” (Hechos 10:34).

Pensemos en las desastrosas consecuencias de la revolución sexual. La explosión que ha habido en las enfermedades venéreas, que se transmiten por contacto sexual, es una desgracia de proporciones mundiales. Por sí sólo, el sida ha causado tanto sufrimiento y ha costado tantas vidas que rivaliza con las epidemias más mortíferas de toda la historia. Los tratamientos y la investigación médica son muy costosos. Lo irónico es que todo esto resulta infructuoso debido a que tales enfermedades se propagan casi exclusivamente por la promiscuidad y las costumbres perversas.

El desmoronamiento del sentido de la responsabilidad hacia el matrimonio y la familia, así como la falta de lealtad y dedicación hacia el cónyuge, han contribuido grandemente a un constante aumento en las aventuras ilícitas. Cada día crece el número de personas que han adoptado la costumbre de llevar sólo una relación casual, no un compromiso matrimonial. Como la nuestra es una sociedad de “desechables”, continuamente son desechadas las relaciones sanas y lícitas.

En nuestra sociedad obsesionada con la sexualidad, los más perjudicados son los hijos. Cada vez reciben menos guía de los padres. En muchos casos los padres pasan apenas unos pocos minutos por día con sus hijos. No debe, pues, sorprendernos que la subcultura de niños despreciados y abandonados está creciendo constantemente. Nuestra sociedad está perdiendo de vista lo que en realidad es la familia.

El costo en hogares deshechos

Otra de las horribles consecuencias del libertinaje sexual es el tremendo número de hogares deshechos. Éstos, a su vez, son causa de otro tipo de tragedias. La mayoría de los que sufren privaciones económicas viven con sólo uno de los padres. Tales hogares son uno de los factores principales en la conducta delictiva de los jóvenes. Los hogares rotos son el resultado principal de la inmoralidad sexual y de los matrimonios que han fracasado debido a la infidelidad conyugal.

A esto tenemos que agregar los abrumadores gastos legales, la disminuida productividad y la reducción de ingresos, sin mencionar la frecuente pérdida de vivienda y propiedad personal. Estos factores llevan a mucha gente a la miseria, en particular a las madres solteras con niños pequeños. El problema se agrava y se perpetúa cuando algunos de estos niños crecen sin la preparación necesaria para conseguir un empleo adecuado.

El divorcio causa problemas más profundos aún. En algunos casos, la lucha por la custodia de los hijos se prolonga por años. Los niños vienen a encontrarse en una situación de estira y afloja entre los padres, careciendo del amor y el apoyo que debieran recibir constantemente de ellos. En tales circunstancias los niños no pueden concentrarse en sus estudios, por lo que sus calificaciones bajan, y no son pocos los que abandonan los estudios. Los adolescentes, a su vez, se convierten en padres y el ciclo se perpetúa.

El costo sicológico

Mucho antes del divorcio mismo, el cónyuge infiel causa gran daño emocional y sicológico en su pareja y en sus hijos. Para muchos de ellos, la decepción, la vergüenza y la pérdida del amor propio son permanentes. En tales circunstancias, un hogar no puede ya proporcionar el calor, la estabilidad y la seguridad que generan confianza y esperanza. La falta de esperanza da lugar a los suicidios que, con excepción de los accidentes, son la causa principal de la muerte entre adolescentes y adultos jóvenes. Tales tragedias aún pueden ocurrir años después de que fueron sembradas las semillas de la desesperanza.

Es impresionante el costo sicológico de la traición, el rechazo y el abandono. Millones de personas están sumidas en la ira, depresión y amargura debido a que la confianza en el ser amado —uno de los cónyuges o de los padres— ha sido traicionada. Muchas de estas personas quedan traumatizadas de por vida. Algunas buscan consejo, pero otras sólo procuran vengarse.

Los problemas son incontables. ¿Quién dijo que no se lastima a nadie? El adulterio y la promiscuidad son sinónimos de la desgracia social. El costo real de la inmoralidad sexual es astronómico; es un costo que han estado pagando miles de millones de seres humanos desde tiempo inmemorial.

El adulterio empieza en la mente

La concupiscencia o codicia es una afición desordenada e ilícita a los placeres materiales, sobre todo los sexuales, y es algo que la Biblia denuncia en forma tajante. El apóstol Pedro declaró: “Baste ya el tiempo pasado para haber hecho lo que agrada a los gentiles, andando en lascivias, concupiscencias, embriagueces, orgías, disipación y abominables idolatrías” (1 Pedro 4:3).

Los pensamientos de codicia son el comienzo del adulterio y la inmoralidad: “Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” (Mateo 5:27-28).

Contrario a lo que muchos piensan, las fantasías sexuales ¡sí son perjudiciales en gran manera! Como bien lo explicó el apóstol Santiago, nuestros hechos se originan en nuestros pensamientos, en los deseos que giran en nuestra mente: “Cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte” (Santiago 1:14-15). Los ensueños de relaciones sexuales ilícitas nos hacen particularmente vulnerables al hecho real. No nos engañemos: Las oportunidades para pecar se presentarán. Tenemos que hacer caso a la advertencia de Jesucristo de que el adulterio empieza en la mente.

El apóstol Juan escribió: “Todo lo que hay en el mundo, los deseos [codicia] de la carne, los deseos [codicia] de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:16-17).

No todo tipo de atracción es codicia

También es importante que tengamos cuidado de no tergiversar lo que dijo Jesús acerca de la codicia. De hacerlo así, podríamos tener una perspectiva bastante equivocada hacia otros aspectos que en forma natural preceden al noviazgo y luego al matrimonio.

En las Escrituras, Dios nos muestra su aprobación por la atracción sexual lícita que forma la base del noviazgo y el matrimonio apropiados, pues él mismo puso estos deseos en el hombre y en la mujer. Lo que Jesús condenó fueron los pensamientos y la conducta pecaminosos, no el legítimo deseo de casarse y desarrollar la relación apropiada con alguien del sexo opuesto. Tampoco prohibió que se reconociera que es atractiva una persona del sexo opuesto. No obstante, sí condenó la codicia sexual: disfrutar mentalmente de una relación inmoral.

Podemos controlar los deseos sensuales reemplazándolos con el cuidado desinteresado por otras personas. Desde luego, este tipo de amor es una dádiva de Dios y sólo podemos expresarlo conforme su Espíritu obra en nosotros (Romanos 5:5; Gálatas 5:22).

Cómo tratar con el pecado sexual

Debido al predominio de la promiscuidad, son pocas las personas que pueden empezar su relación con Dios sin haber cometido algún pecado sexual. Es muy importante que entendamos correctamente cómo ve Dios nuestro pasado, a fin de que podamos tener una relación correcta con él.

Debemos entender que Dios es misericordioso, que no se complace en castigarnos por nuestros pecados. Él prefiere ayudarnos para que cambiemos completamente nuestro modo de vivir. Está deseoso de compartir con nosotros la vida eterna en su reino (Lucas 12:32), y se regocija cuando nos arrepentimos y empezamos a vivir conforme a su ley de amor y libertad (Lucas 15:1-32; Ezequiel 33:11; Santiago 2:8, Santiago 2:12).

Cuando trajeron ante Jesús a cierta mujer que fue sorprendida en adulterio, él no aprobó el pecado de ella, pero tampoco la condenó; sólo le dijo: “Vete, y no peques más” (Juan 8:11). El rey David nos dice que Dios es “misericordioso y clemente . . . lento para la ira, y grande en misericordia” (Salmos 103:8). Uno de los apóstoles nos dice que “si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).

¿Qué medidas debemos tomar para cambiar nuestro comportamiento? En el libro de los Salmos se nos ofrece este consejo: “¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra. Con todo mi corazón te he buscado; no me dejes desviarme de tus mandamientos. En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Salmos 119:9-11). Estas palabras son válidas para todos los tiempos.

Podemos ver, entonces, que no es suficiente el simple remordimiento por lo que hemos hecho. Dios quiere que estudiemos detenidamente su Palabra para que aprendamos sus caminos. Luego, cuando sinceramente empezamos a cambiar nuestro modo de vivir —cuando nos arrepentimos— podemos recibir esta promesa: “Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Isaías 1:18).

La estabilidad en el matrimonio

Una de las grandes bendiciones de un matrimonio amoroso y estable es el compañerismo. Dios reconoció esto cuando nos creó: “Dijo el Eterno Dios: No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él” (Génesis 2:18).

La mayoría de nosotros necesitamos el apoyo y el compañerismo de un cónyuge amoroso. Necesitamos alguien especial que pueda compartir nuestras altas y bajas, nuestros triunfos y fracasos, y nadie puede hacerlo como un cónyuge que comparta con nosotros un amor y un compromiso profundos. “Mejores son dos que uno; porque tienen mejor paga de su trabajo. Porque si cayeren, el uno levantará a su compañero; pero ¡ay del solo! que cuando cayere, no habrá segundo que lo levante” (Eclesiastés 4:9-10).

La sociedad sufre porque nos hemos apartado del propósito que Dios ha tenido para el matrimonio desde el principio. El matrimonio no es un requisito para servir y agradar a Dios, pero es una gran bendición para las parejas que se tratan como Dios lo propuso desde el principio. La mayoría de los seres humanos desean y necesitan los beneficios que provienen de un matrimonio estable y amoroso.

Para volver al propósito de Dios, tenemos que darle al matrimonio el respeto que merece. Debemos obedecer fielmente el mandamiento de nuestro Creador: “No cometerás adulterio”.