El Día de Pentecostés: Las primicias de la siega de Dios

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El Día de Pentecostés

Las primicias de la siega de Dios

Para revelar su plan de salvación a la humanidad, Dios estableció sus fiestas de tal manera que coincidieran con los diferentes tiempos de siega en la tierra de Israel (Levítico 23:9-16; Éxodo 23:14-16). Así como el pueblo recogía sus cosechas durante estas tres temporadas festivas, las fiestas bíblicas nos revelan cómo Dios está “segando” —llamando y preparando— gente para darle vida eterna en su reino.

El significado de las fiestas de Dios nos revela en forma progresiva cómo obra él con la humanidad. Primero, la Pascua simboliza el sacrificio de Cristo para el perdón de nuestros pecados. Luego, los Días de Panes sin Levadura nos enseñan que debemos rechazar y evitar el pecado, ya sea en hechos o en actitudes. La fiesta siguiente, Pentecostés, se basa en este importante fundamento.

Esta fiesta tiene varios nombres, los cuales se derivan de su significado y del tiempo de su celebración. Conocida también como “la fiesta de la siega” y “el día de las primicias” (Éxodo 23:16: Números 28:26), esta festividad corresponde a la cosecha de grano de la primavera, la cual constituía los primeros frutos del ciclo agrícola anual en la antigua nación de Israel (Éxodo 23:16).

También se le llama “la fiesta de las semanas” (Éxodo 34:22), cuyo nombre proviene de las siete semanas más un día (50 días) que se cuentan para determinar cuándo ha de celebrarse (Levítico 23:16). En el Nuevo Testamento, que fue escrito en griego, se le da el nombre de Pentecostés (Hechos 20:16), pentekostos en griego, “adjetivo que denota quincuagésimo [día]” (W.E. Vine, Diccionario expositivo de palabras del Nuevo Testamento, 3:156).

El nombre más generalizado para esta fiesta entre los judíos es la Fiesta de las Semanas (Shavuot en hebreo). Muchos judíos, al celebrar esta fiesta, recuerdan uno de los acontecimientos más grandes de la historia: cuando Dios codificó su ley en el monte Sinaí. Pero la Fiesta de Pentecostés también nos muestra —por medio del gran milagro que se realizó en el primer Pentecostés de la iglesia apostólica— cómo podemos obedecer a Dios según el espíritu y el propósito de sus leyes.

La dádiva del Pentecostés: el Espíritu Santo

Dios escogió el primer Pentecostés después de la resurrección de Jesús para derramar su Espíritu sobre 120 creyentes (Hechos 1:15). “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas [idiomas], según el Espíritu les daba que hablasen” (Hechos 2:1-4).

Estos hombres hablaban en otros idiomas frente a una multitud que había venido a Jerusalén de muchos lugares y que estaban sorprendidos de que les hablaran en sus lenguas nativas (vv. 6-11). Este extraordinario acontecimiento fue una muestra innegable de la presencia del Espíritu Santo.

Al principio, los que presenciaron este milagro estaban asombrados, aunque hubo algunos que pensaron que los que así hablaban estaban ebrios (vv. 12-13). Entonces el apóstol Pedro, lleno ahora del Espíritu Santo, hablando vigorosamente a la multitud les dijo que lo que estaban viendo era el cumplimiento de una profecía: “En los postreros días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne” (v. 17; Joel 2:28).

Pedro les dijo cómo ellos también podían recibir el Espíritu Santo: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (Hechos 2:38-39).

Por medio de este milagro y la predicación inspirada de Pedro, Dios agregó 3.000 personas a su iglesia en ese día. Todas ellas fueron bautizadas y recibieron el Espíritu Santo (vv. 40-41). Desde ese importantísimo acontecimiento, el Espíritu de Dios ha estado accesible a todos los que verdaderamente se arrepienten y son bautizados en forma apropiada. La Fiesta de Pentecostés es un recordatorio anual de que Dios derramó su Espíritu para establecer su iglesia, la cual es el conjunto de personas que son guiadas por ese Espíritu.

Por qué necesitamos el Espíritu Santo

Como humanos, seguimos cometiendo pecado, no importa cuánto nos esforcemos por no hacerlo (1 Reyes 8:46; Romanos 3:23). Conociendo esta innata debilidad humana, Dios dijo: “¡Quién diera que tuviesen tal corazón, que me temiesen y guardasen todos los días todos mis mandamientos, para que a ellos y a sus hijos les fuese bien para siempre!” (Deuteronomio 5:29).

Aquí Dios nos hace ver que el problema del hombre está en su corazón. El conocimiento teórico de la ley no nos da la capacidad para pensar como Dios. De hecho, sin el don especial del Espíritu Santo es absolutamente imposible que comprendamos las cosas espirituales (1 Corintios 2:11); tampoco podemos obedecer a Dios ni aprender a pensar como él piensa.

La forma de pensar de Dios produce paz, felicidad y sincera preocupación por el bienestar de otros. En cierta ocasión, Jesús citó el meollo de la ley de Dios: “El primer mandamiento de todos es: Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Este es el principal mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos” (Marcos 12:29-31). Estas citas son de Deuteronomio 6:4-5 y Levítico 19:18. Con esto, Jesús confirmó que las Escrituras que nosotros conocemos como el Antiguo Testamento se basan en estos dos grandes principios del amor (Mateo 22:40).

El fundamento de la ley de Dios es elamor (Romanos 13:8-10; 1 Tesalonicenses 4:9). Dios nos ha dado sus mandamientos porque nos ama. El apóstol Juan, dirigiéndose a algunos de los que tenían el Espíritu Santo, escribió: “En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos. Pues este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos” (1 Juan 5:2-3).

Debido a que los miembros de la iglesia tenían el Espíritu de Dios, podían manifestar verdadero amor. “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:34-35). La dádiva del Espíritu Santo en la Fiesta de Pentecostés hizo posible que la iglesia pudiera cumplir plenamente los mandamientos divinos de amor.

Jesucristo: las primicias de la vida eterna

Las primicias son los primeros productos agrícolas que han madurado y están listos para ser cosechados. Dios se vale del ejemplo de la cosecha para hacer más claros algunos de los aspectos de su plan de salvación, y el tema de la Fiesta de Pentecostés es el de las primicias. El pueblo de Israel celebraba este día a fines de la primavera, al final de la temporada de las cosechas de trigo y cebada. Durante la Fiesta de los Panes sin Levadura se hacía una ofrenda especial del primer cereal que maduraba. Esta ofrenda, llamada la ofrenda mecida, marcaba el inicio de los 50 días que habrían de concluir al final de dicha temporada, cuando se celebraba la Fiesta de Pentecostés (Levítico 23:11). Tales cosechas eran las primicias del ciclo agrícola anual.

Una de las lecciones de la cosecha que encontramos en el Nuevo Testamento es esta: “Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho” (1 Corintios 15:20). El domingo después de su resurrección, el mismo día durante la Fiesta de los Panes sin Levadura en que se mecía ante Dios la primera gavilla de la cosecha, Cristo se presentó a sí mismo ante el Padre como un tipo, o ejemplo, de primicias. De hecho, la ofrenda mecida representaba a Jesucristo, quien fue “el primogénito de toda creación” y “el primogénito de entre los muertos” (Colosenses 1:15, 18).

El primer día de la semana (el domingo en la madrugada), cuando aún estaba oscuro y Jesús ya había resucitado (Juan 20:1), María Magdalena fue al sepulcro y vio que se había quitado la piedra que había sido puesta a la entrada. Corrió para avisarles a Pedro y a Juan que Jesús ya no estaba en la tumba. Los dos discípulos corrieron al sepulcro y pudieron comprobar que, efectivamente, ya no estaba allí (vv. 2-10). Después de que ellos se retiraron del sepulcro, María se quedó afuera llorando (v. 11). Jesús se acercó a ella, pero no le permitió que lo tocara porque “aún no [había] subido” a su Padre (v. 17).

En otro de los evangelios podemos ver que ese mismo día, más tarde, Jesús sí permitió que lo tocaran (Mateo 28:9). Sus propias palabras muestran que, entre la hora en que vio a María Magdalena la primera vez y la hora en que permitió que lo tocaran, él había ascendido al Padre, quien lo había aceptado.

Así que el rito de la ofrenda mecida que Dios le dio al antiguo Israel prefiguraba la aceptación de Jesucristo por su Padre como “las primicias de los que durmieron” (1 Corintios 15:20).

La iglesia como primicias

En Romanos 8:29 se nos dice que Jesucristo es “el primogénito de muchos hermanos”. Pero también a la iglesia se le considera como primicias. Al hablar del Padre, el apóstol Santiago dijo: “Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas” (Santiago 1:18).

El Espíritu de Dios en nosotros nos identifica y nos santifica, es decir, nos aparta como cristianos. En su carta a los cristianos en Roma, el apóstol Pablo dijo: “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él”, y: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Romanos 8:9, Romanos 8:14). Y se refirió a los cristianos como a los que tienen “las primicias del Espíritu” (v. 23).

El significado de referirse al pueblo de Dios como las primicias resulta claro cuando tenemos en cuenta lo que Jesús dijo: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6). A lo largo de los siglos, ¿cuántos realmente se han arrepentido y vivido conforme a los principios que Jesús enseñó? Aun en la actualidad, mucha gente sencillamente no sabe mucho acerca de Cristo, si acaso han oído algo acerca de él. ¿Cómo les dará Dios la salvación a ellos?

Son poquísimos los que entienden que Dios tiene un plan sistemático —representado en sus fiestas santas— para salvar a toda la humanidad ofreciéndole a cada uno vida eterna en su reino. En este tiempo estamos simplemente al principio de la cosecha para el Reino de Dios. El apóstol Pablo entendía bien esto: “Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho . . . Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en su debido orden; Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida” (1 Corintios 15:20-23). Cualquiera que sea llamado y escogido por Dios en este tiempo queda incluido, junto con Cristo, como las primicias de Dios (Santiago 1:18).

La Biblia nos enseña que los únicos que pueden convertirse en cristianos son los que Dios llama (Juan 6:44, Juan 6:63); por tanto, nuestro Creador controla el tiempo de su cosecha. Cuando Dios fundó su iglesia al dar su Espíritu a algunos creyentes el Día de Pentecostés, estaba aumentando su cosecha espiritual. Fue un cumplimiento preliminar de lo que el profeta Joel anunció, que al final Dios derramaría de su Espíritu sobre “toda carne” (Joel 2:28-29; Hechos 2:14-17).

La obra del Espíritu Santo

La vida de esos primeros cristianos cambió en forma dramática con la venida del Espíritu Santo. El libro de los Hechos está lleno de relatos del extraordinario impacto espiritual que la iglesia apostólica tuvo en la sociedad que la rodeaba. Fue una transformación tan clara que los que no creían los acusaron ante las autoridades de que estaban trastornando el mundo entero (Hechos 17:6). Tal era la magnitud del milagroso poder del Espíritu Santo.

Para entender bien cómo Dios puede obrar en nuestra vida por medio de su Espíritu, necesitamos comprender lo que es ese Espíritu. No es una persona que, junto con el Padre y el Hijo, forma una “Santísima Trinidad”. En la Biblia el Espíritu Santo se describe como el poder de Dios que obra en nuestra vida (Hechos 1:8; Romanos 15:13, Romanos 15:19), el mismo poder que obró en el ministerio de Jesucristo (Lucas 4:14; Hechos 10:38). Es el poder divino por medio del cual Dios nos “guía” (Romanos 8:14). Fue este mismo Espíritu el que transformó la vida de los primeros cristianos y es el poder que obra en la Iglesia de Dios actualmente. Pablo le dijo a Timoteo que el Espíritu de Dios es un “espíritu de . . . poder, de amor y de dominio propio” (2 Timoteo 1:7).

La Fiesta de Pentecostés es un recordatorio anual de que nuestro Creador aún hace milagros, otorgando su Espíritu a las primicias de su cosecha espiritual, lo que los capacita para vivir en obediencia a él y realizar su obra en este mundo.