Un pueblo que se transforma espiritualmente
“No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Romanos 12:2).
Poco tiempo después de que se inició la Iglesia, el apóstol Pedro sanó a un cojo de nacimiento muy conocido en Jerusalén, quien diariamente pedía limosna en el templo (Hechos 3:1-10). Obviamente, este extraordinario suceso asombró a todos los que le conocían, pues “todo el pueblo, atónito, concurrió a ellos al pórtico que se llama de Salomón” (v. 11). Viendo la reacción que esto había causado, Pedro exhortó a los presentes: “Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados . . .” (v. 19). En otra ocasión, Pablo escribió a los creyentes en Roma: “No os conforméis a este siglo, sinotransformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento . . .” (Romanos 12:2).
¿Qué significan estas exhortaciones —arrepentirse, convertirse, transformarse— para alguien que desea ser parte de la Iglesia de Dios?
La palabra arrepentirse, traducida de la voz griega metanoeo, literalmente quiere decir “percibir posteriormente” (W.E. Vine, Diccionario expositivo de palabras del Nuevo Testamento, 1984, 1:145). Transmite el concepto de que uno tiene que reconocer sus pecados, aceptar su culpabilidad y darse cuenta de que es necesario cambiar su forma de pensar y actuar.
La palabra convertirse es una traducción del vocablo griego epistrepho, que significa “volverse” o “volverse hacia” (ibídem, 1:327). Indica que, además de reconocer y aceptar nuestros pecados, uno tiene que empezar a hacer cambios en su vida para volverse en sentido contrario al pecado; es decir, volverse hacia Dios. Esto exige que hagamos lo que es correcto, no sólo reconocer lo que no lo es.
La palabra transformarse es traducida del griego metamorphoo. Este vocablo significa “cambiar en otra forma” (ibídem, 4:176-177) e implica un cambio importante o total: una transformación comparable a la metamorfosis de oruga a mariposa.
Estos tres conceptos hacen muy claro el profundo cambio que Dios espera de los seguidores de Cristo: una transformación espiritual que generalmente se conoce como la conversión. Pero nadie puede lograr tan sobresaliente transformación por sí mismo, por su propia fuerza o voluntad. Tales conceptos describen un cambio milagroso en la forma de pensar y conducirse que se opera en las personas que reciben el Espíritu de Dios. Sólo los que se han convertido —que han sido transformados espiritualmente por el poder del Espíritu Santo— son realmente cristianos (Romanos 8:9).
¿Por qué es tan importante esta transformación espiritual?
Necesitamos el discernimiento espiritual
En Filipenses 2:5 el apóstol Pablo escribió: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús”. Dios quiere que todo su pueblo piense como piensan él y su Hijo. Sólo cuando pensemos como Cristo podremos comportarnos como él lo hace. Se requiere una transformación total en nuestra mente para poder entender cómo piensan el Padre y Jesucristo.
Muchos suponen que cualquier persona puede comprender fácilmente las verdades que contiene la Biblia. Ciertamente, algunas son fáciles de entender, pero también es muy fácil interpretar mal muchos temas o principios bíblicos. Esto se debe a un problema fundamental: Todos tendemos a ver únicamente lo que queremos ver.
La Biblia está escrita de tal manera que le facilita a cualquier persona cerrar los ojos para no ver lo que no quiere ver y cerrar los oídos para no oír lo que prefiere no oír. Como resultado, no es difícil adquirir un concepto erróneo de lo que la Biblia realmente dice.
Las epístolas del apóstol Pablo nos proporcionan un claro ejemplo de esto. Otro apóstol, Pedro, refiriéndose a algunas de las cosas que Pablo había escrito, dijo: “. . . entre las cuales hay algunas difíciles de entender, las cuales los indoctos e inconstantes tuercen, como también las otras Escrituras, para su propia perdición” (2 Pedro 3:16). Esto no es nada extraño. Mucha gente en todo el mundo ha interpretado mal tanto las epístolas de Pablo como muchas otras partes de la Biblia. Fueron torcidas en el tiempo de Pablo y Pedro, y aun en la época actual frecuentemente se tuerce su significado.
Sólo aquellos cuyos pensamientos son guiados por el Espíritu Santo pueden comprender el mensaje bíblico. Los que no tienen este Espíritu no entienden, o sencillamente rechazan, algunas partes de la Biblia. Pablo entendía muy bien este hecho: “El hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14). Estas palabras son muy claras: Para poder comprender las verdades espirituales es imprescindible que uno tenga el Espíritu de Dios.
La ceguera espiritual oculta la verdad de Dios
Por lo general, no es que la Biblia sea tan difícil de entender. Más bien, a los que la leen les resulta difícil aceptar gran parte de lo que dice, de modo que la interpretan de una manera que a ellos les parece aceptable y que se acomoda a sus propios puntos de vista.
¿Por qué se engañan de esta manera?
El problema tiene dos aspectos. Primero, Dios nos dice: “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos . . . Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Isaías 55:8-9).
¿Por qué es esto así? Primeramente porque los caminos y los pensamientos de Dios están basados en el amor (Mateo 22:36-40), que es una preocupación sincera y desinteresada por los demás. En cambio nosotros, como humanos, básicamente somos egoístas; pensamos primero en nosotros mismos.
En forma natural, tendemos a engañarnos a nosotros mismos a fin de poder servir a nuestros propios intereses egoístas. En Jeremías 17:9 se nos hace ver que el “corazón”, nuestra motivación y razonamiento naturales, es “engañoso . . . más que todas las cosas, y perverso”. Por eso es tan fácil engañarnos a nosotros mismos. Tenemos que reconocer en nosotros esta característica de la naturaleza humana y estar dispuestos a cambiarla de manera que Dios pueda transformarnos. Necesitamos una nueva manera de pensar, un corazón y una mente nuevos.
Es necesario que por el poder del Espíritu de Dios cambiemos nuestra forma de pensar a fin de que nuestros intereses ya no sean egoístas. Esta transformación nos capacitará para amar a los demás como a nosotros mismos. Alabando la preocupación que uno de sus discípulos, Timoteo, sentía por otros, el apóstol Pablo escribió: “A ninguno tengo del mismo ánimo, y que tan sinceramente se interese por vosotros. Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús” (Filipenses 2:20-21).
El papel de Satanás en la ceguera de la humanidad
La otra razón fundamental por la que la gente se confunde y no entiende bien la Biblia es porque Satanás, “el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2 Corintios 4:4). Uno de los profetas de Dios compara esta ceguera al “velo que envuelve a todas las naciones” (Isaías 25:7).
Satanás ha cegado a la humanidad al incitarla para que tenga prejuicios en contra de los principios bíblicos. La Palabra de Dios nos advierte que la influencia de Satanás es tan penetrante que “el mundo entero está bajo el maligno” (1 Juan 5:19). De hecho, ha tenido éxito al engañarnos a todos hasta cierto punto (Apocalipsis 12:9).
El carácter espiritual de la humanidad ha sido torcido por la mezcla de engaño y prejuicio en contra de los caminos de Dios. “No hay justo, ni aun uno”, escribió Pablo, y “todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:10, 23).
Lo que este apóstol dice es que todos hemos seguido “la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire [Satanás], el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás” (Efesios 2:1-3).
Quizá esto le choque, apreciado lector, pero es la verdad: Todos hemos sido cegados y engañados por la penetrante influencia de Satanás. Por consiguiente, necesitamos arrepentirnos, abandonar nuestros prejuicios personales y aceptar la autoridad de la Biblia. Así podremos empezar a leerla con entendimiento.
Tristemente, el que está engañado no sabe que está engañado. En la Biblia se nos hace ver que la predisposición de las personas en contra de la verdad de Dios es como un endurecimiento del corazón debido a que tienen “el entendimiento entenebrecido, [y están] ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazón” (Efesios 4:18). La dureza de su corazón obstaculiza su entendimiento. Por eso Jesús dijo a sus discípulos: “A vosotros os es dado saber los misterios del reino de los cielos; mas a ellos no les es dado” (Mateo 13:11). Jesús sabía que sólo unos cuantos podrían entender el significado de su mensaje; y así ha sido hasta el día de hoy.
Jesucristo nos revela por qué la gente endurece su corazón. Cierran los ojos y los oídos cuando se enfrentan a verdades que no van de acuerdo con sus preferencias. Endurecen sus corazones al escoger no entender asuntos que van en contra de sus propias opiniones. Él dice claramente: “De manera que se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dijo: De oído oiréis, y no entenderéis; y viendo veréis, y no percibiréis. Porque el corazón de este pueblo se ha engrosado, y con los oídos oyen pesadamente, y han cerrado sus ojos; para que no vean con los ojos, y oigan con los oídos, y con el corazón entiendan, y se conviertan, y yo los sane” (vv. 14-15).
Jesús también explicó el papel que Satanás tiene en este engaño: “Cuando alguno oye la palabra del reino y no la entiende, viene el malo, y arrebata lo que fue sembrado en su corazón” (v. 19). Satanás interviene rápidamente en personas que sienten alguna inclinación por oír la verdad y las desvía y confunde para que endurezcan sus corazones y se nieguen a escuchar.
Sólo Dios puede sanar la ceguera espiritual
Resulta muy difícil para mucha gente, particularmente para quienes tienen fuertes convicciones religiosas, reconocer que quizá no entienden correctamente gran parte de la Biblia. Todos tenemos la tendencia de abrazarnos a lo que aprendimos primero, y de rechazar cualquier cosa que pretenda corregir nuestra perspectiva. Sin embargo, para ser un verdadero discípulo de Jesucristo se debe empezar con el arrepentimiento: reconocer en qué estamos mal y cambiar nuestras creencias y comportamiento. Y para que podamos arrepentirnos, Dios tiene que darnos el entendimiento espiritual de nuestros prejuicios, pecados y otras debilidades. Jesús dijo: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere” y: “Ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre” (Juan 6:44, Juan 6:65). Necesitamos la ayuda de Dios para cambiar nuestros corazones.
Hasta cierto punto, todos tendemos a ser justos ante nuestros propios ojos. Nos resulta natural pensar que nuestros caminos son buenos y justos. Sin embargo, la Palabra de Dios nos advierte: “Hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de muerte” (Proverbios 14:12). El hecho de que creamos que algo está bien no quiere decir que está correcto.
Aunque nuestras ideas y creencias nos parezcan correctas, debemos estar dispuestos a reexaminarlas a la luz de las Escrituras. Si no comparamos cuidadosamente nuestras creencias con lo que Dios nos revela en la Biblia, corremos el riesgo de permitir que “lo que siempre hemos creído” endurezca nuestro corazón y nos ciegue a la verdad.
Debemos tener en cuenta estas tendencias humanas cuando comparamos nuestras creencias con las Escrituras. Nuestra capacidad de engañarnos a nosotros mismos, junto con la penetrante y engañosa influencia que Satanás ejerce en el mundo que nos rodea, es una gran barrera en contra de nuestro entendimiento de la Biblia. Resulta muy fácil ver en la Palabra de Dios únicamente aquello que parece favorecer nuestras creencias personales y pasar por alto las verdades bíblicas que contradicen, y pueden corregir, estas creencias.
La ceguera ofusca el entendimiento
Este era también un problema en el tiempo del apóstol Pablo. Algunos creían que entendían las Escrituras y que vivían por ellas; no obstante, la realidad era que se habían engañado con sus propias ideas preconcebidas. Pablo se daba cuenta de esto, ya que dijo: “El entendimiento de ellos se embotó; porque hasta el día de hoy, cuando leen el antiguo pacto, les queda el mismo velo no descubierto . . . Y aun hasta el día de hoy, cuando se lee a Moisés, el velo está puesto sobre el corazón de ellos. Pero cuando se conviertan al Señor, el velo se quitará” (2 Corintios 3:14-16).
Aquí Pablo estaba refiriéndose a gente religiosa de su tiempo a quienes con regularidad se les leían las Escrituras. A pesar de ser muy sinceros, les obstaculizaba una ceguera espiritual; cerraban los ojos y oídos a los pasajes que señalaban a Jesús como el Mesías. ¿Por qué? Sus prejuicios dominaban su forma de pensar, y cerraban sus mentes porque ese nuevo conocimiento era inaceptable para ellos. Leían las Escrituras o escuchaban cuando se las leían en las sinagogas, pero no las entendían realmente.
Su proceder es una advertencia para nosotros, para que no sigamos su ejemplo. Todos necesitamos la ayuda de Dios para reconocer y hacer frente a los caminos y creencias que nos parecen correctos pero que se contraponen a la Palabra de Dios (Proverbios 14:12). Todos debemos buscar la ayuda de Dios para poder entender, aceptar y aplicar las Escrituras en nuestra vida diaria.
La verdadera Iglesia de Dios son aquellas personas cuyo entendimiento ha sido abierto por Dios para que puedan ver sus propias faltas y pecados. Sólo si estamos dispuestos a arrepentirnos —es decir, cambiar nuestros pensamientos y actitudes más íntimos, así como nuestro comportamiento— podemos llegar a ser verdaderos seguidores de Cristo.
Al estudiar la Palabra de Dios debemos hacerlo con la actitud que tenía el rey David: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Salmos 139:23-24).
Nuestros prejuicios o predisposiciones generalmente son tan profundos que no podemos desarraigarlos por nosotros mismos. Recordemos lo que dijo Jesús: “Ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre” (Juan 6:65). Necesitamos un milagro de Dios para que podamos reconocer sinceramente algunos de nuestros prejuicios más profundos. Se requiere el poder de nuestro Creador para que estemos dispuestos a cambiarlos. Sin su ayuda, nunca podremos librarnos de nuestra ceguera espiritual y de los prejuicios que nos separan de él.
Conocer a Dios nos capacita para vencer nuestra ceguera espiritual y someternos a Cristo como personas verdaderamente arrepentidas y dispuestas a seguir su ejemplo. Esta es la clave para entender cómo la Palabra de Dios hace distinción entre los que son su pueblo y los que permanecen ciegos espiritualmente.
Sin el Espíritu de Dios nada podemos
Dios nos advierte que, en asuntos de orden espiritual, no confiemos en nuestro propio entendimiento (Proverbios 3:5). Con sólo nuestras capacidades naturales, no podemos entender correctamente muchos aspectos de la Palabra de Dios. El apóstol Pablo nos dice por qué no debemos confiar en nuestra propia mente: “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Romanos 8:7-8). En otras palabras, sin el poder del Espíritu de Dios, somos incapaces de controlar la naturaleza humana.
Esta es la razón por la que muchos que leen la Biblia no aceptan lo que ésta dice. Aunque no lo reconocen, abrigan una innata hostilidad hacia la absoluta autoridad divina sobre sus vidas.
El apóstol Pablo aclara también que el Espíritu de Dios es la única solución al problema de la naturaleza humana: “Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros” (v. 9). Sólo con la fortaleza y el entendimiento que Dios nos da por medio de su Espíritu podemos obtener el poder espiritual para vencer el dominio de nuestra naturaleza humana.
Sin la ayuda del Espíritu de Dios, la perspectiva espiritual de una persona es desvirtuada por sus apetitos carnales y por la influencia que Satanás ejerce en la formación de sus creencias y principios. Incluso aquellos que tienen un considerable entendimiento de los caminos de Dios y que por su propia fuerza tratan de obedecerlo (como los primeros discípulos de Jesús antes de que recibieran el Espíritu Santo), son desviados por los deseos y debilidades de la carne. Jesús mismo advirtió a sus discípulos: “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil” (Mateo 26:41). (Ver “Los apóstoles: Un estudio acerca de la conversión”, p. 22.)
Aun después de su conversión, Pablo mismo se puso como ejemplo para explicar cuán fuerte y ampliamente las debilidades humanas controlan el comportamiento: “Lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago . . . De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo” (Romanos 7:15, Romanos 7:17-18).
Mas con la ayuda del Espíritu de Dios, Pablo vio que podía resistir con éxito los deseos de la naturaleza humana (Filipenses 4:13; 2 Timoteo 4:7-8). Él declaró: “Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte” (Romanos 8:2).
El apóstol agregó que “Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos” (Romanos 5:6). Su muerte hizo posible que nuestros pecados fueran perdonados y pudiéramos recibir el Espíritu Santo, lo que nos daría el poder espiritual de Dios para combatir las debilidades de la carne (Hechos 1:8; Hechos 2:38; 2 Timoteo 1:7).
Una transformación espiritual
La Iglesia de Dios son las personas que están siendo guiadas por el poder del Espíritu de Dios. Leamos cómo lo resume el apóstol Pablo: “Si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Romanos 8:13-14).
El poder de Dios cambia profundamente la actitud humana; su Espíritu transforma la vida de la persona. Nos capacita para vencer los apetitos de la naturaleza humana y para vivir como Dios nos manda. El Espíritu de Dios es el elemento más importante de la vida cristiana. De hecho, la presencia o ausencia del Espíritu Santo es lo que determina si una persona es un siervo de Dios, un verdadero cristiano: “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8:9).
Aquellos en quienes mora el Espíritu Santo son los que componen el cuerpo espiritual que es la Iglesia que fundó Jesucristo: “Por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo,sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu” (1 Corintios 12:13).
El Espíritu de Dios es una fuente de gran poder
El Espíritu Santo es el poder por medio del cual Jesucristo obra en sus discípulos para que hagan las buenas obras —den el fruto— que él espera de ellos: “Todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia” (2 Pedro 1:3).
En Juan 16:13, Jesús nos promete que el Espíritu Santo nos “guiará a toda la verdad”, de manera que podamos saber cómo servir a Dios conforme a su voluntad. Su Espíritu hace posible que nosotros “crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo” (Efesios 4:15).
El apóstol Pablo habla del Espíritu de Dios que mora en nosotros: “En quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2:22). El Espíritu Santo es la presencia y el poder mismos de Dios que obran en su pueblo. Más adelante, este apóstol nos exhorta a que nos ocupemos en nuestra salvación “con temor y temblor, porque Dios es el que en [nosotros] produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Filipenses 2:12-13).
El Espíritu de Dios nos guía a la obediencia
La transformación del pueblo de Dios por medio del Espíritu Santo es una transformación de sus corazones, de lo más profundo de su ser. En lugar de tener un corazón duro y hostil a las leyes de Dios, obtienen un espíritu de obediencia porque Dios mora en ellos y obra en ellos.
El apóstol Juan nos asegura que “el que guarda sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él. Y en eso sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado” (1 Juan 3:24).
El deseo y la voluntad de obedecer son tan importantes en lo que significa ser cristiano, que en la misma epístola Juan, con toda franqueza, nos advierte que “el que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él; pero el que guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado; por esto sabemos que estamos en él. El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Juan 2:4-6). Esto ciertamente es hablar sin rodeos.
Jesús, muy claramente, hace hincapié en que los que no han recibido de Dios esa actitud de obediencia reaccionan en forma muy diferente a sus mandamientos: “Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías, como está escrito: Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí. Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas mandamientos de hombres. Porque dejando el mandamiento de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres . . .” (Marcos 7:6-8).
Quien no tenga un espíritu de obediencia trata de acomodar los mandamientos de Dios a sus propios razonamientos y a su naturaleza humana, como podemos ver en las palabras que a continuación dijo Jesús: “Bien invalidáis el mandamiento de Dios para guardar vuestra tradición. Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre; y: El que maldiga al padre o a la madre, muera irremisiblemente. Pero vosotros decís: Basta que diga un hombre al padre o a la madre: Es Corbán (que quiere decir, mi ofrenda a Dios) todo aquello con que pudiera ayudarte, y no le dejáis hacer más por su padre o por su madre, invalidando la palabra de Dios con vuestra tradición que habéis transmitido. Y muchas cosas hacéis semejantes a estas” (vv. 9-13).
A quienes no tienen el Espíritu de Dios les resulta fácil rechazar las instrucciones bíblicas que no les gustan. Aferrándose a sus propias tradiciones, aparentan obedecer y honrar a Dios al tiempo que hacen a un lado el verdadero propósito de las instrucciones y mandamientos que nos dio. Jesús dijo que esa clase de adoración se hace en vano; es vacía e inútil (v. 7). Tales personas tienen ojos que no ven y oídos que no oyen (Romanos 11:8).
En cambio, el Espíritu de Dios transforma profundamente la actitud, la perspectiva y el espíritu de su pueblo. Ellos desean de todo corazón obedecerle y él les da una actitud obediente y humilde hacia él y hacia su Palabra. Voluntaria y fielmente obedecen sus mandamientos (Apocalipsis 12:17). Han recibido de él su santo Espíritu para poder luchar contra Satanás y contra su propia naturaleza humana.
En resumen, son personas transformadas; son un pueblo especial para Dios.