¿Cómo podemos obedecer los mandamientos de Dios?

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¿Cómo podemos obedecer los mandamientos de Dios?

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Muchas personas religiosas sinceras se lamentan: “¡Quisiera poder vivir de acuerdo con los Diez Mandamientos, pero sé que no puedo!” En sus mentes, guardar los mandamientos de Dios es una meta inalcanzable. Pero esta percepción está basada en una tergiversación de la naturaleza y propósito del Decálogo de Dios.

Estos mandamientos pueden ser obedecidos, al menos según la letra de la ley, por personas comunes y corrientes aun cuando no hayan recibido el Espíritu de Dios. Por ejemplo, cualquier ser humano es capaz de no adorar un ídolo, tratar a sus padres con respeto, no cometer homicidio o adulterio, o no robar.

Esta es la clase de obediencia que Dios esperaba de la antigua Israel y la que ahora espera cuando uno se arrepiente, aun antes de que sea bautizado y reciba el Espíritu Santo.

Un grado mayor de justicia

Pero desde el principio Dios quería más de los seres humanos. Está más interesado en lo que sale del corazón y si lo que hay en él se demuestra con nuestras acciones. Es en el corazón y en la mente que Dios desea escribir toda la intención y el significado de sus leyes.

Jesús habló de esto en la parábola acerca de un siervo que hacía tan sólo lo que su amo le decía (Lucas 17:7-8). Les planteó esta pregunta a sus discípulos: “¿Acaso [el amo] da gracias al siervo porque hizo lo que se le había mandado? Pienso que no. Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos” (vv. 9-10).

Jesús señaló que hay un grado mayor de justicia, que va más allá de los requisitos escritos de los Diez Mandamientos. Se trata del espíritu o la intención espiritual de la ley que va más allá de la simple letra de la ley (2 Corintios 3:5-6).

Jesús lo resumió así: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas” (Mateo 22:37-40). Estos dos grandes mandamientos resumen la verdadera justicia que Dios está creando en sus hijos.

Este grado de amor por Dios y por nuestro prójimo excede lo que cualquier persona es capaz de sentir y de expresar sin la ayuda que Dios nos ofrece por medio del poder de su Espíritu Santo. Es un grado de amor que está en directa oposición a las tendencias egoístas de nuestra naturaleza carnal (Santiago 1:13-15; Santiago 4:1-3).

Para recibir el Espíritu Santo, cada uno de nosotros debe arrepentirse primero de transgredir los Diez Mandamientos de Dios, que ya debimos estar luchando por obedecer.

Pasos básicos del arrepentimiento verdadero

¿Cuáles son entonces los pasos básicos del arrepentimiento verdadero que Dios requiere antes de darnos su Espíritu?

Primero debemos reconocer que los mandamientos de Dios son de una naturaleza espiritual (Romanos 7:14), y que además son santos, justos y buenos (v. 12).

Debemos reconocer además que Dios no va a establecer una relación eterna con alguien que persiste en transgredir deliberadamente su ley (Isaías 59:1-2). Necesitamos reconocer y confesar que sus leyes son maravillosas y eternas (Salmos 119:129, Salmos 119:160). Así que, el primer acto de arrepentimiento es decidir voluntariamente obedecer los mandamientos de Dios, como el único fundamento aceptable para establecer una relación correcta con él y con Jesucristo (Mateo 19:16-19; Lucas 6:46).

El paso siguiente es aceptar, por medio del bautismo, el sacrificio de Jesucristo como paga por nuestros pecados pasados, para que así podamos recibir el Espíritu Santo. “Al oír esto, se compungieron de corazón, y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: Varones hermanos, ¿qué haremos? Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:37-38).

Cuando esto ocurre, con un verdadero entendimiento espiritual y con sinceridad, comienza a desarrollarse un nuevo grado de justicia. Esta es la clase de justicia que Dios quiere que luchemos por desarrollar, con la ayuda que nos ofrece por medio de su Espíritu.

Pablo lo expresó así: “Por tanto, amados míos . . . ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad. Haced todo sin murmuraciones y contiendas, para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como luminares en el mundo” (Filipenses 2:12-15).

De esta forma Dios eleva la relación que tenemos con él por medio de Jesucristo, de una simple obediencia a la letra de la ley, a un amor profundo, altruista, por él y su camino de vida y por nuestro prójimo. La historia de la humanidad pone de manifiesto que este tipo de justicia nunca puede obtenerse ni nunca será obtenido por los esfuerzos del hombre únicamente.

Pero si nos arrepentimos de nuestros caminos egoístas que nos llevan a pecar y rendimos nuestras vidas incondicionalmente a nuestro Padre celestial, podemos aceptar el sacrificio de Cristo por nuestros pecados y recibir perdón. Luego, Dios nos promete que podemos llegar a ser “participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 Pedro 1:4).