El esplendor y el ocaso del antiguo Israel
En Isaías 46:9-10 podemos leer una de las declaraciones más extraordinarias de Dios: “Acordaos de las cosas pasadas desde los tiempos antiguos; porque yo soy Dios, y no hay otro Dios, y nada hay semejante a mí, que anuncio lo por venir desde el principio, y desde la antigüedad lo que aún no era hecho; que digo: Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero”.
Dios no sólo nos dice que puede predecir el futuro, sino que también ¡tiene el poder para hacer que se cumpla su palabra!
Esto es particularmente evidente en las extraordinarias profecías de lo que les acontecería a los descendientes de Abraham, por medio de los hijos de Jacob, las 12 tribus de Israel.
Aunque las promesas que Dios le hizo a Abraham eran asombrosas en cuanto a su trascendencia, tuvieron un inicio bastante discreto con la promesa de un hijo, Isaac, que Sara le dio a luz (Génesis 17:19-21; Génesis 21:1-3). Isaac, a su vez, tuvo dos hijos, Jacob y Esaú (Génesis 25:19-26). Luego Jacob tuvo 12 hijos, cuyos descendientes formarían las 12 tribus de Israel.
Una nación profetizada
Mucho antes de que Abraham tuviera siquiera un hijo, Dios le reveló que sus descendientes pasarían por una dramática etapa previa a su comienzo como nación. Serían esclavos en una nación extraña.
En Génesis 15:13-14 leemos que Dios le dijo a Abraham: “Ten por cierto que tu descendencia morará en tierra ajena, y será esclava allí, y será oprimida cuatrocientos años. Mas también a la nación a la cual servirán, juzgaré yo; y después de esto saldrán con gran riqueza”.
Esto, desde luego, se refiere a su liberación de la esclavitud en Egipto. La increíble serie de acontecimientos que condujo al cumplimiento de esta profecía está descrita en los capítulos 37-50 del Génesis y 1-14 del Éxodo.
Aunque el relato de la liberación del antiguo Israel es una de las partes más conocidas de la Biblia, los sucesos previos a su culminación no han sido muy bien comprendidos. Brevemente, José, el hijo favorito de los 12 hijos de Jacob, fue vendido como esclavo por sus resentidos hermanos y luego fue llevado a Egipto (Génesis 37). Allí, mediante una asombrosa serie de incidentes, y las bendiciones de Dios, José llegó a ocupar el cargo más alto en Egipto, después del faraón (capítulos 39-41).
Debido a una hambruna que hubo en la región, la familia de José emigró hacia Egipto, donde, gracias a la previsión de José, se habían almacenado grandes reservas de trigo (capítulos 42-47). En Génesis 50:19-20 podemos ver que José llegó a entender que Dios había estado detrás de todos esos incidentes de tal forma que su familia pudiera ser salvada y se cumplieran las profecías divinas.
Los 12 hijos de Jacob, progenitores de las tribus de Israel, proliferaron grandemente en Egipto (Éxodo 1:1-7). Pero luego “se levantó sobre Egipto un nuevo rey que no conocía a José” (v. 8). Sintiéndose amenazado por el auge de la población israelita, este faraón los esclavizó y les amargó la vida “con dura servidumbre” (v. 14).
Dios llamó a Moisés, hijo de uno de los esclavos hebreos —quien por medio de circunstancias milagrosas había sido príncipe en Egipto y luego un fugitivo— para que los liberara de tal opresión. Dios le dijo a Moisés: “Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob” (Éxodo 3:6).
Enseguida le declaró lo que pensaba hacer con él y sus coterráneos: “Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias, y he descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel . . . Ven, por tanto, ahora, y te enviaré a Faraón, para que saques de Egipto a mi pueblo, los hijos de Israel” (vv. 7-10).
Seguramente para Moisés, lo que Dios se proponía hacer era algo asombroso: ¡liberar a todo un pueblo que era esclavo de la nación más poderosa de ese tiempo! Los siguientes capítulos, en los cuales se habla acerca de las 10 plagas y la asombrosa salida hacia el mar Rojo, nos muestran cómo Dios liberó milagrosamente a los israelitas, incluso cumpliendo la promesa que le había hecho a Abraham de que saldrían “con gran riqueza” (comparar Génesis 15:14; Éxodo 11:2; Éxodo 12:35-36).
En la Tierra Prometida
Después de la milagrosa liberación de Egipto vino la peregrinación de 40 años por el desierto, luego la conquista de la Tierra Prometida y la época de los jueces. Durante todos esos años se dieron y se cumplieron muchas profecías específicas, como podemos ver en los libros de Éxodo, Números, Deuteronomio, Josué y Jueces.
Cuando llegamos a la época en que se estableció la monarquía israelita encontramos que desde hacía siglos, cuando los israelitas aún se encontraban en Egipto, ya se había profetizado que la dinastía de David, el rey más famoso de Israel, se originaría en la tribu de Judá (Génesis 49:8, Génesis 49:10). Como muchas otras profecías, ésta también tenía un cumplimiento dual; es decir, tenía más de un propósito o cumplimiento. También predecía que el Mesías, Jesús, sería de la tribu de Judá (Hebreos 7:14).
Debido a la falta de espacio no veremos las decenas de profecías específicas anunciadas y cumplidas durante los siglos en que existieron los reinos de Judá e Israel, pero sí hablaremos acerca de las más importantes.
Después de la muerte del rey David, su hijo Salomón ocupó el trono. Salomón lo tenía todo, un poderoso reino que había heredado de su padre, humildad, sabiduría y una inmensa riqueza que Dios le había dado (1 Reyes 3:11-13). Durante su regencia, el reino unido de Israel —las 12 tribus— llegó a ser más poderoso y dominó toda la región.
Pero lamentablemente, aunque Salomón sabía lo que debía hacer, carecía del carácter y la convicción necesarios para llevarlo a cabo. Su corazón se apartó del verdadero Dios y promovió la adoración a los dioses e ídolos paganos de los pueblos vecinos (1 Reyes 11:4-8).
El reino se divide
La conducta de Salomón puso al reino en una situación de la cual no habría de recuperarse. Dios le dijo a Salomón que debido a sus pecados le quitaría el reino y se lo daría a uno de sus siervos (vv. 11-13). De hecho, la mayor parte del reino se apartaría para seguir a un rival; sólo una minoría seguiría al hijo de Salomón y a los reyes que le sucederían de la dinastía de David.
Esta profecía se cumplió unos años después, a la muerte de Salomón, cuando la mayoría de las tribus se fueron con Jeroboam, quien vino a ser la cabeza del reino del norte, Israel. El remanente permaneció con Roboam, el sucesor de Salomón, como rey del reino del sur, Judá (1 Reyes 12; 2 Crónicas 10:1-11:4). Durante los dos siglos siguientes los dos reinos fueron rivales, y en ocasiones hasta enemigos.
Tal parece que la mayoría supone que los israelitas y los judíos son lo mismo, pero es claro que esto no es así. Sólo un breve repaso a la historia y a estos pasajes bíblicos nos muestra que los reinos de Israel y Judá (del cual proviene el término judío) eran dos reinos aparte. Como algo históricamente interesante, en 2 Reyes 16:5-6 se relata una situación en la que Israel estaba aliado con otro rey y en guerra contra “los hombres de Judá”.
El primer rey de este nuevo Israel, Jeroboam, pronto instituyó unas costumbres idolátricas y sincretistas (una amalgama de adoración verdadera y falsa) de las cuales nunca se apartaría ya el reino del norte (1 Reyes 12:26-33). Muchas veces Dios envió sus profetas para advertir a los reyes israelitas de la destrucción que les sobrevendría si no se volvían a él.
El primero de ellos fue Ahías, quien le dijo a la esposa de Jeroboam: “El Eterno sacudirá a Israel al modo que la caña se agita en las aguas; y él arrancará a Israel de esta buena tierra que había dado a sus padres, y los esparcirá más allá del Éufrates, por cuanto han hecho sus imágenes de Asera, enojando al Eterno” (1 Reyes 14:15). Esta fue una clara advertencia de lo que le sucedería al reino si no se arrepentían. Casi dos siglos después fueron llevados cautivos a Asiria (por los ejércitos de Salmanasar V).
Durante esos dos siglos muchos otros profetas estuvieron repitiéndoles a los israelitas y a sus reyes las advertencias de Dios, rogándoles que se arrepintieran a fin de que no tuvieran que sufrir tal castigo. Entre esos profetas estaban Amós, Oseas, Isaías y Miqueas, cuyos mensajes están registrados en los libros bíblicos que llevan sus nombres.
Pero ni los reyes ni el pueblo quisieron prestar atención a los mensajes de estos profetas. Finalmente, en el año 722 a.C. el reino del norte fue aplastado y gran número de sus habitantes fueron llevados cautivos por los asirios “más allá del Éufrates”, tal como Dios se lo había advertido a Jeroboam dos siglos antes.
Judá sigue el mismo camino
La historia de Judá, el reino del sur, es un poco diferente pero igualmente trágica. Ambos reinos pronto se olvidaron del Dios verdadero y se hundieron en la depravación moral y espiritual. Mientras que el reino del norte nunca tuvo un rey justo, al menos en Judá algunos se volvieron a Dios e hicieron reformas temporales con el fin de encaminar al pueblo nuevamente hacia la correcta adoración al verdadero Dios.
Estos reyes justos tuvieron cierta medida de éxito en su propósito, cuando menos por algún tiempo. El resultado fue que el reino de Judá pudo subsistir por más de un siglo después de la caída de su vecino del norte. No obstante, finalmente Judá también sufrió las consecuencias de rechazar a su Creador.
Debían haber aprendido la lección al ver lo que les había pasado a las 10 tribus del norte, particularmente cuando esas invasiones asirias habían causado mucha destrucción en Judá también. En el tiempo de Ezequías prácticamente todo Judá, a excepción de su capital Jerusalén, fue dominado por los asirios; y de hecho también Jerusalén hubiera caído en sus manos si Dios no la hubiera librado milagrosamente (2 Reyes 18-19).
El profeta Isaías, hablando con Ezequías, fue el primero en revelar específicamente el enemigo que habría de vencer a Judá si ellos también se negaban a arrepentirse: “Entonces Isaías dijo a Ezequías: Oye palabra del Eterno: He aquí vienen días en que todo lo que está en tu casa, y todo lo que tus padres han atesorado hasta hoy, será llevado a Babilonia, sin quedar nada, dijo el Eterno. Y de tus hijos que saldrán de ti, que habrás engendrado, tomarán, y serán eunucos en el palacio del rey de Babilonia” (2 Reyes 20:16-18).
Dios envió muchos otros profetas, entre ellos Miqueas, Sofonías, Habacuc y Jeremías, para prevenir a Judá, pero de nada sirvió. Así como en varias invasiones los asirios habían subyugado a los israelitas, así también los babilonios se llevaron cautivos a los judíos en varias incursiones antes y después de la caída de Jerusalén en 586 a.C. Muchos de los pormenores bíblicos pueden comprobarse en los archivos asirios y en los babilónicos de aquel tiempo, una prueba más de la veracidad y exactitud de la Biblia.
El exilio y la repatriación de Judá
El resultado del exilio de Judá fue bastante diferente del que tuvo el reino del norte. Israel fue llevado a la parte más lejana del Imperio Asirio y, pasado algún tiempo, la gente perdió tanto su identidad nacional como étnica. Pero en otra profecía a Judá, Dios le prometió: “Así dijo el Eterno: Cuando en Babilonia se cumplan los setenta años, yo os visitaré, y despertaré sobre vosotros mi buena palabra, para haceros volver a este lugar. Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice el Eterno, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis. Entonces me invocaréis, y vendréis y oraréis a mí, y yo os oiré; y me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón. Y seré hallado por vosotros, dice el Eterno, y haré volver vuestra cautividad . . .” (Jeremías 29:10-14).
Esta es otra maravillosa profecía que también se cumplió al pie de la letra. Parece ser que ese período de 70 años empezó con la caída de Jerusalén y la destrucción del templo que había construido Salomón —centro de adoración del pueblo judío— en 586 a.C., y concluyó con la terminación de un nuevo templo en Jerusalén en 516 a.C. En los libros de Esdras y Nehemías está registrado el retorno de muchos judíos exiliados en Babilonia.