Cómo avivar el Espíritu
El apóstol Pablo amonestó a los miembros de una de las iglesias que había fundado: “No apaguéis al Espíritu” (1 Tesalonicenses 5:19). También exhortó al joven evangelista Timoteo: “Por lo cual te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en ti por la imposición de mis manos. Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio” (2 Timoteo 1:6-7).
Pablo comparó el Espíritu de Dios con una llama de fuego que podía apagarse. Animó a Timoteo para que avivara esa llama hasta que produjera abundante fuego. Sabía que uno debía estar alerta para no descuidar el Espíritu de Dios y permitir que ese fuego se enfriara.
¿Cómo podemos mantener el valor, la fuerza y el amor que Dios nos da por medio de su Espíritu? ¿Qué podría apagar nuestro primer amor y entusiasmo por acercarnos a Dios y permitirle cambiar activamente nuestras vidas? Encontramos la respuesta en varios pasajes bíblicos.
Pablo nos dice: “Por lo demás, hermanos míos, fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza. Vestíos de toda la armadura de Dios, para que podáis estar firmes contra las asechanzas del diablo. Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes. Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes” (Efesios 6:10-13).
Satanás hará todo lo que esté a su alcance para desanimarnos, inducirnos a sentirnos tan desilusionados y temerosos que abandonemos nuestra confianza en Dios. ¿Qué quiso decir entonces Pablo cuando dijo que para defendernos debíamos vestirnos con “toda la armadura de Dios”? ¿Qué podemos hacer para resistir actitudes contraproducentes como temor, apatía y desánimo?
Pablo continúa: “Estad, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad, y vestidos con la coraza de justicia, y calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz. Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno. Y tomad el yelmo de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios” (vv. 14-17).
Nos dice que necesitamos mantenernos en la verdad que hemos aprendido, esforzándonos por vivir una vida justa sin importar las circunstancias. También debemos hacer nuestra parte en la predicación del evangelio verdadero, sin perder de vista la vida eterna como nuestra meta, y utilizar la palabra de Dios como la espada que desenmascara todos los engaños.
Pero es igualmente importante lo que menciona después: “orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos; y por mí, a fin de que al abrir mi boca me sea dada palabra para dar a conocer con denuedo el misterio del evangelio, por el cual soy embajador en cadenas; que con denuedo hable de él, como debo hablar” (vv. 18-20).
Nuestra capacidad para mantenernos espiritualmente fuertes y activos depende mucho de cuánto confiemos en Dios. Nuestra línea de comunicación para pedir su ayuda es la oración.
Pablo y sus colaboradores oraban no sólo por sus propias necesidades, sino también para que Dios ayudara a que otros se convirtieran como resultado de la obra que estaban haciendo. “Por lo cual asimismo oramos siempre por vosotros, para que nuestro Dios os tenga por dignos de su llamamiento, y cumpla todo propósito de bondad y toda obra de fe con su poder, para que el nombre de nuestro Señor Jesucristo sea glorificado en vosotros, y vosotros en él, por la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo” (2 Tesalonicenses 1:11-12).
También los animó a que oraran no sólo por sí mismos sino también por él y sus colaboradores en la fe: “Perseverad en la oración, velando en ella con acción de gracias; orando también al mismo tiempo por nosotros, para que el Señor nos abra puerta para la palabra, a fin de dar a conocer el misterio de Cristo, por el cual también estoy preso, para que lo manifieste como debo hablar” (Colosenses 4:2-4).
Pablo quería especialmente que oraran por el éxito en su labor de proclamar el evangelio y su servicio a la Iglesia de Dios.
“Pero os ruego, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu, que me ayudéis orando por mí a Dios, para que sea librado de los rebeldes que están en Judea, y que la ofrenda de mi servicio a los santos en Jerusalén sea acepta” (Romanos 15:30-31).
Una clave para mantener activo el Espíritu de Dios en nosotros es mantener nuestras mentes concentradas en la perspectiva general de lo que Dios está haciendo. Si nos preocupamos demasiado por nosotros y nuestros problemas, nos volvemos más vulnerables a las influencias negativas de Satanás. Pablo exhortó a los nuevos conversos a considerarse parte de la gran obra que Dios está llevando a cabo. Siendo la persona que tenía a cargo la predicación del evangelio en esa región, los animó para que por medio de la oración lo respaldaran con entusiasmo.
Les explicó por qué eran tan importantes sus oraciones: “Porque hermanos, no queremos que ignoréis acerca de nuestra tribulación que nos sobrevino en Asia; pues fuimos abrumados sobremanera más allá de nuestras fuerzas, de tal modo que aun perdimos la esperanza de conservar la vida. Pero tuvimos en nosotros mismos sentencia de muerte, para que no confiásemos en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos; el cual nos libró, y nos libra, y en quien esperamos que aún nos librará, de tan gran muerte; cooperando también vosotros a favor nuestro con la oración, para que por muchas personas sean dadas gracias a favor nuestro por el don concedido a nosotros por medio de muchos” (2 Corintios 1:8-11).
Pablo mencionó su gran preocupación por aquellos que se convirtieron durante su ministerio. “Doy gracias a mi Dios siempre que me acuerdo de vosotros, siempre en todas mis oraciones rogando con gozo por todos vosotros, por vuestra comunión en el evangelio, desde el primer día hasta ahora; estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filipenses 1:3-6).
Es importante mantener viva y activa nuestra confianza en Dios. Algunas veces es necesario que ayunemos además de orar, para poder avivar nuestro celo y renovar nuestra dedicación y compromiso con él. El rey David escribió: “Afligí con ayuno mi alma” (Salmos 35:13). Ayunar es abstenernos de comer alimentos y de tomar líquidos por cierto período de tiempo, con el fin de que nuestras mentes estén conscientes de que no somos autosuficientes. Ayunar nos ayuda a comprender lo frágiles que somos, y cuánto dependemos de las cosas externas y que con frecuencia damos por sentado, tales como la comida y la bebida.
La Biblia registra que grandes hombres de fe, tales como Moisés, Elías, Daniel, Pablo y Jesús mismo, ayunaron para acercarse a Dios (Éxodo 34:28; 1 Reyes 19:8; Daniel 9:3; 10:2-3; 2 Corintios 11:27; Mateo 4:2).
En cierta ocasión algunas personas le preguntaron a Jesús: “¿Por qué los discípulos de Juan y los de los fariseos ayunan, y tus discípulos no ayunan?” Él les respondió: “¿Acaso pueden los que están de bodas ayunar mientras está con ellos el esposo? Entre tanto tienen consigo al esposo, no pueden ayunar. Pero vendrán días cuando el esposo les será quitado, y entonces en aquellos días ayunarán” (Marcos 2:18-20).
Jesús sabía que sus verdaderos discípulos, cuando ya no lo tuvieran cerca físicamente con ellos, necesitarían ayunar para renovar su celo de servirle. Necesitarían avivar el don del Espíritu Santo en ellos.
Jesús también explicó el enfoque correcto que debemos tener al ayunar: “Cuando ayunéis, no seáis austeros, como los hipócritas; porque ellos demudan sus rostros para mostrar a los hombres que ayunan; de cierto os digo que ya tienen su recompensa. Pero tú, cuando ayunes, unge tu cabeza y lava tu rostro, para no mostrar a los hombres que ayunas, sino a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público” (Mateo 6:16-18).
Santiago nos dice: “Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros. Pecadores, limpiad las manos; y vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones” (Santiago 4:8). Si oramos constantemente y ayunamos de vez en cuando podemos lograrlo. Podemos avivar y renovar la llama del Espíritu de Dios en nosotros.