El propósito de Dios
Dios desea fervientemente que nos convirtamos, que seamos uno de sus conversos. No sólo quiere que aprendamos, sino que también practiquemos su forma de vida; quiere que nos comprometamos sincera y completamente con él. Si voluntariamente deseamos seguir sus instrucciones, él promete ayudarnos. Por medio de su Espíritu nos dará el poder para que sea una realidad lo que nos dice en Efesios 4:24: “Y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad”. Su propósito es cambiarnos, convertirnos desde adentro, desde el corazón.
Cuando alguien se dirigió a Jesucristo como “Maestro bueno”, él le respondió: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios” (Mateo 19:16-17). Lo que quiso decir Jesús fue que Dios es la única fuente de carácter justo, no que algún aspecto de su propio carácter no fuera bueno.
Si naturalmente no somos buenos, ¿cómo podemos llegar a ser justos a los ojos de Dios? Jesús nos da la respuesta: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Marcos 2:17).
La Biblia explica por qué la humanidad necesita tan desesperadamente la sanidad espiritual. También explica cómo esta sanidad puede venir a nosotros. Revela los esfuerzos de Dios por sanar los defectos de carácter que generalmente definimos como naturaleza humana. Comienza mostrándonos cómo es que la humanidad se enfermó espiritualmente; termina con seres humanos sanados que heredarán la vida eterna como hijos de Dios.
En la Biblia encontramos detalles de cómo Dios ha decidido salvarnos de la enfermedad espiritual que nos ha plagado a lo largo de nuestra historia. Explica la fuente de nuestros problemas espirituales y de nuestra conducta errónea. Establece un contraste entre la naturaleza de Dios y la nuestra, y describe su plan para cambiar algunas de nuestras actitudes básicas y nuestras respuestas a las situaciones de la vida diaria. Nos revela el propósito de Dios —expresado en sus “preciosas y grandísimas promesas”— de que lleguemos a ser “participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4).
Dos factores fundamentales determinan todo lo que está mal en nuestra naturaleza humana. Primero es la debilidad básica inherente a nuestros cuerpos y mentes. Nuestros pensamientos y emociones están ligados directamente con nuestros impulsos y deseos carnales. Nacimos con ellos, pero no nacimos ni con el conocimiento ni con el poder para manejarlos adecuadamente.
Segundo, con frecuencia nuestros impulsos y deseos naturales son afectados y aun manipulados por presiones externas. Las influencias adversas provienen de varias fuentes: familiares, educativas, recreativas, culturales y espirituales, por nombrar sólo algunas. Pero todas tienen algo en común: incitan nuestros instintos y deseos básicos.
Nuestros padres pueden enseñarnos un invaluable conocimiento espiritual, especialmente si su entendimiento se basa en los principios y caminos de Dios. Pero sólo nuestro Creador puede darnos el poder para manejar correctamente nuestros pensamientos y actitudes y resistir las tentaciones que nos acosan constantemente. Así, el proceso de convertirnos en justos es algo milagroso que requiere la intervención directa y activa de Dios.
Primero él nos llama y abre nuestro entendimiento para que podamos comprender lo que enseñan las Escrituras. Luego, comienza a cambiar nuestras vidas, si es que respondemos voluntariamente a su llamado y colaboramos con él.