Culpabilidad foránea
Existe una creencia en el mundo cristiano sobre lo que le quiero llamar la “culpabilidad foránea”. Le llamo así porque es una culpabilidad no propia del individuo, sino de uno externo, que viene de afuera. Se cree que dicha infracción de la ley (pecado) realizada por la otra persona puede que se extienda y haga que otra sea la culpable. En la práctica, me refiero a los pecados de los padres que hacen que los hijos sean los culpables, o incluso, los pecados de los hijos que se extienden y hagan pecadores a los padres. ¿Cómo es esto?
“Yo robo porque mi padre es ladrón”. Esta frase ya cliché en sociedades que buscan respuestas a conductas nocivas nos da para pensar que en realidad no tiene la culpa aquél muchacho ya que lo aprendió de su padre. Según dicen los números, 8 de cada 10 hijos de ladrón son ladrones. Pero, ¿qué de esos 2 que no lo fueron? Un camino muy sencillo para culpar a alguien sobre nuestras cosas negativas es ese, culpar a nuestros padres. ¿Es culpa de ellos realmente? Dios es muy enfático al poner en claro que cada persona es responsable de sus decisiones.
Ezequiel 18 esclarece esta creencia de la culpabilidad foránea. Principalmente la confusión está al usar como sinónimos dos palabras: culpabilidad y consecuencias. La primera, la responsabilidad individual, por haber cometido un error, y las consecuencias son las cosas que suceden debido al error de un individuo que puede afectar a varias generaciones en una familia. Pero el hecho de sufrir las consecuencias no hace que el afectado sea culpable.
“Los padres no morirán por los hijos, ni los hijos por los padres; cada uno morirá por su pecado” (Deuteronomio 24:16) y “El alma que pecare, esa morirá; el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él” (Ezequiel 18:20). Al contrario de las creencias platónicas de un alma inmortal, Dios es claro al mencionar que el ser viviente que pecare morirá, “su sangre será sobre él”. Tendrá que asumir su culpabilidad individual, no generacional.
Lamentablemente vivimos en un mundo que carga muchos errores pasados, y sufrimos las consecuencias de malas decisiones que se han intensificado de generación en generación a medida que nos acercamos a los tiempos del fin.
Israel culpaba a sus ancestros la situación denigrante que vivían. Esta actitud tan humana no los hacía ver sus propios errores y se empantanaban en este dicho (Ezequiel 18:1-3). Dios les instruye sobre la realidad de la culpabilidad individual de padres o de los hijos. “...todas las almas son mías; como el alma del padre, así el alma del hijo es mía; el alma que pecare, esa morirá” (Ezequiel 18:4). Vemos que no hay herencia de pecados ni traspaso de culpas sobre otro individuo.
También se puede tomar por el lado opuesto. Sabemos lo que nos recalca la Palabra de Dios al decirnos: “el que persevere hasta el fin será salvo”. La relación que tenemos con Dios es personal, única e intransferible, y eso cuenta nuestros propios errores y nuestros propios aciertos. Esto es bastante positivo ya que únicamente depende de nosotros empeorar o mejorar la relación.
El capítulo 18 de Ezequiel es fascinante porque pone en el mismo plano a un hombre justo y a un hombre impío en el sentido que el primero (justo) puede caer, y el segundo (impío) puede levantarse. ¿Qué quiere Dios de ellos (nosotros)? El versículo 32 es concluyente: “Porque no quiero la muerte del que muere, dice Dios el Señor; convertíos, pues, y viviréis”. Dios desea que nuestra sangre no sea sobre nosotros porque así sólo llegaremos a morir. Dios desea que vivamos en abundancia y que seamos cubiertos con otra sangre para que, siendo justificados podamos presentarnos como hijos humillados y pecadores, pero renovados y obedientes hacia el Padre.
Cristo no pecó. No era culpable de los incontables errores humanos que cargó por voluntad propia, por obediencia a su Padre, por amor a nosotros. Cuando su sangre es sobre nosotros tenemos una oportunidad única y divina de poder vivir en abundancia, como justamente Dios desea que vivamos: “convertíos, pues, y viviréis”.
Que esta reflexión nos ayude a encaminarnos en la recta final hacia Cristo, nuestra Pascua, “en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados según las riquezas de su gracia” (Efesios 1:7).