¿Cómo podemos formar parte del Reino de Dios?

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¿Cómo podemos formar parte del Reino de Dios?

Los científicos, y quienes aspiran a serlo, buscan tenazmente  “una teoría para todo”—cierta estructura única que logre explicar y conectar todos los cabos sueltos de nuestra existencia. La ciencia ansía desesperadamente descubrir una teoría que lo abarque todo y que solucione la abrumadora cantidad de problemas insolubles que amenazan seriamente la supervivencia humana.

Durante siglos, muchos han soñado con que la humanidad sea capaz de hacer realidad una utopía universal sobre la Tierra. Pero lo que ha ocurrido es exactamente lo contrario.

Hasta se han hecho películas que se burlan del significado de la vida. Sin embargo, filósofos, científicos y teólogos continúan diligentemente buscando ese significado. 

Es razonable preguntarnos lo siguiente: ¿Fuimos inteligentemente diseñados y puestos aquí en la Tierra para ser parte de un gran plan y propósito? ¿O somos el simple resultado de un gran accidente cósmico? Lógicamente, la vida tiene que tener un significado y propósito, por lo que deberíamos ir más allá y preguntarnos, ¿cuál es ese propósito? ¿Existe alguna frase en particular, compuesta de solo cuatro palabras, que lo resuma todo?

La perla de gran precio

El cristianismo tradicional habla continuamente acerca de Jesucristo. No obstante, pareciera que nunca enfatiza lo que él realmente dijo. Cristo habló incesantemente del Reino de Dios a sus seguidores. Él se valió de parábolas para comparar este Reino espiritual con las cosas mundanas y materiales, y para que pudiesen comenzar a entender su vital significado e importancia.

Jesús declaró: “También el reino de los cielos es semejante a un mercader que busca buenas perlas, que habiendo hallado una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró” (Mateo 13:45-46, énfasis añadido en todo este artículo).

Lo que Jesús dejó en claro es que el Reino de Dios es tan valioso, que vale la pena sacrificar todo lo demás para poder entrar en él (v. 44).

Este Reino del cual Jesús habló contiene la solución a todos nuestros problemas y dilemas humanos. ¡Nos da las respuestas para todo! Este Reino debiera ser la meta principal de toda la humanidad y el foco central de todos nuestros objetivos esenciales.

Sin embargo, un ser espiritual muy astuto y extraordinariamente perverso ha desviado a la humanidad, haciéndola creer en todo tipo de filosofías y religiones y enseñándole una mezcla nociva de evangelios falsos de diversos orígenes (vea Apocalipsis 12:9; Efesios 2:1; 2 Corintios 11:13-15). ¡Muchas iglesias, y tal vez hasta la mayoría de ellas, han perdido el rumbo!

¿Pueden las personas realmente entrar en el Reino?

Jesucristo habló de que los profetas y patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, estarían en el Reino de Dios (Lucas 13:28-29). En su relato paralelo, Mateo usa el término “reino de los cielos” (Mateo 8:11-12), usando la palabra “cielos” como sinónimo de Dios, ya que él se estaba dirigiendo a un público judío que evitaba usar el nombre de Dios. Por lo tanto, los términos Reino de Dios y Reino de los Cielos son sinónimos.

Justo antes de su martirio y subsecuente muerte por crucifixión, Cristo les dijo a sus apóstoles originales: “Pero vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas. Yo, pues, os asigno un reino, como mi Padre me lo asignó a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino, y os sentéis en tronos juzgando a las doce tribus de Israel” (Lucas 22:28-30).

Jesús está claramente hablando aquí de un reino literal, con gente de carne y hueso, a la cual los apóstoles estarían “juzgando”, es decir, ¡liderando, guiando, entrenando y enseñando!

Pero aquel Reino no solo estará conformado por los patriarcas y profetas hebreos y los apóstoles del Nuevo Testamento. El apóstol Pablo, dándose cuenta de la inminencia de su muerte, le escribió así a su amigo Timoteo, el evangelista: “Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Timoteo 4:8).

Estos pasajes bíblicos nos muestran sin lugar a dudas que las personas sí pueden entrar en el Reino de Dios. ¡Todos los cristianos verdaderos participarán y tendrán parte en él!

Las fronteras bien definidas del Reino

El “capítulo de la resurrección” de la Biblia, 1 Corintios 15, contiene un rico arsenal de verdades bíblicas muy importantes. En particular, el versículo 50 se enfoca en nuestra presente humanidad y mortalidad. La intención de esta existencia física humana de carne y sangre no fue nunca el fin en sí misma; solamente sirve como un campo de entrenamiento para el Reino.

Note lo que el apóstol Pablo escribió aquí: “Pero esto digo, hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción”. Nuestros cuerpos humanos envejecen y se deterioran con el tiempo. Nosotros simplemente no podemos existir permanentemente en este cuerpo físico. De hecho, toda la materia física, sin importar cuánto tiempo tome, está sujeta a un proceso continuo de cambio hacia el deterioro y la desintegración.

¿Cómo, entonces, podemos entrar a este Reino de Dios espiritual y ser parte de él? ¿Cómo es que Dios hace posible que los seres humanos mortales, de carne y hueso, entren en el Reino?

Pablo reseña la solución en los próximos pasajes de 1 Corintios 15: “He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos [en la tumba]; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos [en Cristo] serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad” (vv. 51-53).

En un relato similar, en 1 Tesalonicenses 4, Pablo corrobora estas maravillosas verdades. Él escribe: “Por lo cual os decimos esto en palabra del Señor . . .” Las verdades que se exponen a continuación de este pasaje no son sus ideas personales, sino enseñanzas obtenidas directamente de Jesucristo. 

Continuando, él dice: “que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron [que actualmente están muertos, sin conciencia]. Porque el Señor mismo . . . con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor” (vv. 15-17).

No obstante, no podremos recibir a Cristo de la manera que describe Pablo mientras existamos como seres humanos de carne y sangre. “Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación [de carne, perecedero] nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas” (Filipenses 3:20-21). ¡Jesús es Dios junto con el Padre! Ellos saben cómo llevar a cabo esta transformación. ¡Nosotros, no!

Jesucristo hará por nosotros aquello que no somos capaces de llevar a cabo por nuestra cuenta. Pero todavía hay algo que sí podemos y debemos hacer en íntima asociación con Dios y con Cristo: “Ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Filipenses 2:12-13). Debemos embarcarnos en una serie de pasos espirituales indispensables para superar los obstáculos que se encuentran en nuestro camino. 

T

rágicamente, el pecado está siempre presente en nuestro sendero

Nos demos cuenta o no, nuestra mente y forma de pensar son hostiles a Dios y a su ley de amor (Romanos 8:7). Todos hemos sido mancillados por el pecado. Mientras permanezcamos en esta actitud rebelde de resistencia y desobediencia, no somos aptos para el Reino de Dios. Como primer paso para adoptar el camino de la vida eterna, debemos tomar conciencia de los fracasos que ya hemos experimentado.

El pecado se interpone en el sendero que conduce al gran plan y propósito de Dios para la vida humana, oponiéndose encarnizadamente a nuestra salvación eterna como posibles hijos e hijas en el Reino de Dios. El pecado fue y sigue siendo un enemigo tan testarudo, implacable y arraigado, que solo la muerte del Hijo de Dios pudo anular y borrar sus horrendas consecuencias.

Por lo general, la Biblia describe la muerte como la consecuencia natural de nuestros pecados. La desobediencia a la ley de amor de Dios acarrea el castigo divino (Romanos 6:23). Por lo tanto, Jesucristo, quien nunca pecó, sufrió la muerte que nuestros pecados debidamente merecían (2 Corintios 5:17-21), dándonos la increíble oportunidad de recibir perdón y la reconciliación absoluta con Dios el Padre.

1 Juan 3:4 dice que “el pecado es infracción de la ley”. Una traducción más moderna lo dice de esta manera: “Todo el que comete pecado quebranta la ley; de hecho, el pecado es transgresión de la ley” (NVI). Ambas traducciones son correctas. El apóstol Pablo dice lo mismo: “Hacen muy bien si de veras cumplen la ley suprema de la Escritura: ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo’; pero si muestran algún favoritismo, pecan y son culpables, pues la misma ley los acusa de ser transgresores” (Santiago 2:8-9, NVI).

Podemos fracasar en amar a Dios y también a nuestro prójimo, tanto por lo que hacemos como por lo que no hacemos. Si descuidamos nuestro deber de hacer lo que sabemos es correcto, podemos sufrir consecuencias tan graves como las que produce un acto ilícito, deliberado y con malicia premeditada. “Y al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado” (Santiago 4:17).

El apóstol Pablo ve el pecado como una acción nefasta y horrible. Él se refiere a los hombres y mujeres que no se arrepienten como “esclavos del pecado” (Romanos 6:17, 20), y como “vendido al pecado” (Romanos 7:14), e incluso a haber sido capturado por él (v. 23). Por lo tanto, somos pecadores por naturaleza y por opción (Jeremías 17:9). Aún así, el pecado de los seres humanos puede ser totalmente borrado mediante la obra de un amoroso Mediador.

Jesús claramente dijo: “Y yo, si fuere levantado de la tierra [crucificado], a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32). Pero el hecho es que el perdón divino solamente puede ocurrir en las vidas de quienes verdaderamente se arrepienten.

Transformando nuestras vidas

Nuestro primer paso en el camino a la salvación es el arrepentimiento genuino y sincero. El apóstol Pablo dijo: “Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados” (Hechos 3:19).

Jesús continuamente destacó la importancia del arrepentimiento. Él dijo: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento” (Lucas 5:32). Cristo enseñó claramente que la prioridad más importante en nuestra vida debe ser el entrar al Reino de Dios (Mateo 6:33). Pero el arrepentimiento es solo el primero de una serie de pasos básicos que llevan a la redención y la salvación. Dios el Padre responde al pecador arrepentido con perdón absoluto, aplicando el sacrificio de su Hijo al individuo humillado y arrepentido (1 Juan 1:7-9).

¿Cuándo es el mejor momento para arrepentirse? ¡Ahora! Tenebrosas nubes de tribulaciones y tragedia global oscurecen el horizonte. Incluso durante su propia vida, Pablo dijo: “Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (Hechos 17:30).

¿Y qué exige Jesús de aquellos que escuchan el mensaje del Reino de Dios? “Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del reino de Dios, diciendo: ‘El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado [en la persona de Cristo]; arrepentíos, y creed en el evangelio’” (Marcos 1:14-15).

La vida eterna en la familia de Dios está disponible solo para aquellos que se arrepienten de sus pecados. Las excepciones no son posibles, porque “por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23).

El arrepentimiento no es un concepto etéreo que nadie puede entender por completo. En el sentido más básico, arrepentirse significa cambiar. Debemos cambiar nuestras mentes, nuestra forma de pensar, nuestro comportamiento, nuestras prioridades, nuestras vidas.

Debemos demostrar con nuestra conducta una manera diferente de vivir. Este cambio de nuestro antiguo estilo de vida corroborará la autenticidad de nuestro arrepentimiento. Por ejemplo, “El que hurtaba, no hurte más” (Efesios 4:28). Debemos producir “frutos dignos de arrepentimiento” (Mateo 3:8)—cambios positivos en nuestras vidas, que claramente demuestren que ahora sí ponemos a Dios primero en todo lo que hacemos. El profesar conocer a Dios, pero sin demostrar ningún cambio en nuestras vidas, no es suficiente (Tito 1:16; 1 Juan 2:3-6).

Como el rey David de Israel, debemos pedirle a Dios que cree dentro de nosotros un “corazón limpio” y un espíritu y actitud correctos (Salmo 51:10). 

El arrepentimiento produce un corazón humilde y sumiso que busca, e incluso implora, la misericordia de Dios (Lucas 18:13). Una vez que estamos listos para tomar el siguiente paso fundamental, debemos pedirle a un verdadero ministro de Dios que nos bautice para recibir el perdón de nuestros pecados (Hechos 2:38).

El bautismo y el recibimiento del Espíritu Santo

Cuando el apóstol Pablo fue milagrosamente abatido y llamado por Dios, ¿qué fue lo que le instruyó Ananías, el hombre al cuál Dios lo dirigió? “Ahora, pues, ¿por qué te detienes? Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre” (Hechos 22:16).

Claramente, Pablo se había arrepentido y estaba ahora dispuesto a hacer todo lo que Cristo le pidiese. Su profundo arrepentimiento por su vida anterior, en la cual había perseguido a los cristianos, se hace evidente una y otra vez en sus escritos. Él deseaba profundamente dejar todo aquello en el pasado y seguir adelante, hacia el Reino de Dios (Filipenses 3:11-14). Posteriormente, Pablo nunca se olvidó de que sus antiguos pecados habían sido totalmente lavados, limpiados y perdonados. Se había vuelto completamente apto para ser parte de la familia de Dios, perseverando como un verdadero cristiano hasta el final.

Muchos pasajes bíblicos nos dicen que el bautismo en agua es un paso necesario para obtener la salvación. Su simbolismo es muy claro. Figurativamente, nuestros pecados son lavados para que desciendan hasta el fondo de una tumba acuática—y ahí debiéramos dejarlos. La inmersión en agua representa la muerte y el entierro de nuestro antiguo ser—el hombre o la mujer pecaminosos (Romanos 6:2-6).

Emergemos del agua para comenzar una nueva vida, guiada por la gran ley espiritual de Dios, los Diez Mandamientos. 

Jesús ordenó a sus ministros que bautizaran a los pecadores arrepentidos (Mateo 28:19; Juan 4:1-3). De hecho, Jesús quiso ser un ejemplo para todos nosotros al pedirle a Juan el Bautista que lo bautizara personalmente, a pesar de que él nunca había pecado y no tenía necesidad de arrepentirse (Mateo 3:13-15; compárese con 1 Pedro 2:21-22). Cristo se sometió al bautismo de agua para cumplir con la voluntad de Dios.

Pero esto no es todo. El ejemplo en las Escrituras muestra que, después del bautismo, el próximo paso en el proceso de salvación comprende la imposición de manos por uno o varios de los verdaderos ministros de Dios, para que así la persona arrepentida pueda recibir el Espíritu Santo de Dios. En la breve lista de doctrinas cristianas básicas que se halla en Hebreos 6:1-2, la imposición de manos es mencionada junto con el arrepentimiento, el bautismo y la fe en Dios. 

La fórmula básica está en Hechos 2:38, en el sermón entregado por Pablo en el día de Pentecostés: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del espíritu santo”. 

El comienzo de una vida de crecimiento espiritual

Esto completa nuestro breve estudio acerca de cómo entrar en el Reino de Dios. Después de un animador y alegre comienzo, debemos crecer en la fe cristiana. Algunas de las últimas palabras que el apóstol Pedro escribió fueron: “creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 3:18). Este proceso de toda una vida requiere dedicación y compromiso de nuestra parte. 

Además, tenemos que soportar las tribulaciones y pruebas que inevitablemente ocurrirán, confiando en Dios para que nos libere (Hechos 14:22; Salmo 34:19). “Con vuestra paciencia ganaréis vuestras almas” (Lucas 21:19).

Jesús mismo, en la extensa profecía que habla de los eventos de los últimos tiempos y que entregó a sus discípulos en el monte de los Olivos poco antes de su muerte, dijo: “Mas el que persevere hasta el fin, éste será salvo” (Mateo 24:13). 

Finalmente, debemos recordar Lucas 12:31-32: “Mas buscad el reino de Dios, y todas estas cosas os serán añadidas. No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino”.

BN