Salvación y vida eterna en el Reino de Dios

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Salvación y vida eterna en el Reino de Dios

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“No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree . . .” (Romanos 1:16).

Jesús predicó “el evangelio del reino de Dios”, y antes de ser crucificado les dijo a sus discípulos que continuaran predicándolo. Después de su muerte y resurrección, el evangelio predicado por los apóstoles tenía un nuevo aspecto sobresaliente que antes no había sido posible. Con su muerte, ¡Jesús había pagado la pena de todos los pecados de la humanidad! Se había convertido en el Salvador de todo aquel que reconociera el inmenso valor de ese sacrificio, se arrepintiera de sus pecados y se sometiera obedientemente a Dios.

De la misma forma en que lo habían hecho cuando Jesús estaba con ellos, los apóstoles continuaron proclamando el Reino de Dios después de que él ascendió al cielo. Pero ahora empezaron a explicar esta nueva dimensión: que por medio del sacrificio de Jesucristo como el Salvador de la humanidad, y de su papel como nuestro Sumo Sacerdote (Hebreos 3:1; Hebreos 4:14-16), podemos entrar en ese reino y vivir eternamente.

En la actualidad algunas personas creen que los términos “evangelio del reino” y “evangelio de Cristo” se refieren a mensajes diferentes, pero no es así. El evangelio del Reino de Dios es el mensaje que Jesús recibió del Padre y proclamó al mundo. Y el evangelio de Cristo es el evangelio del reino en el que se incluye el mensaje acerca de su vida, muerte y resurrección por el bien de la humanidad, lo que ha hecho posible que todos heredemos la vida eterna en ese reino. Así, quien quiera entrar en el Reino de Dios deberá arrepentirse de sus pecados y someterse a Jesucristo como su Señor y Salvador personal.

Después de la muerte y resurrección de Jesús, sus apóstoles entendieron más claramente el plan que Dios está llevando a cabo; esto se hace evidente en las epístolas y otros mensajes que escribieron. Los judíos que vivieron en los días de Jesús tenían la esperanza de que el “Mesías” quitara el yugo de los gobernadores romanos en Judea y estableciera un nuevo gobierno. La palabra hebrea Mesías significa “ungido” y se refiere al personaje escogido especialmente por Dios como Libertador y Rey. Los discípulos de Jesús lo reconocieron como el Ungido de Dios y por eso lo llamaron Cristo (Mateo 16:16), palabra griega que significa “ungido” y que es el equivalente de la palabra hebrea Mesías (Juan 1:41; Juan 4:25).

Un nuevo entendimiento acerca del Mesías

Al oír la frase “el evangelio de Cristo”, los judíos creyentes de la iglesia primitiva entendían que esta frase se refería a la persona de Jesús e implicaba además otros elementos. Por cuanto la palabra Cristo equivale a Mesías, los apóstoles estaban hablando acerca del “evangelio del Mesías”, o sea las buenas noticias acerca del Rey del venidero Reino de Dios. Las buenas nuevas no eran solamente que Cristo había muerto por los pecados de la humanidad, sino que el Mesías había venido una vez y que retornaría para establecer su maravilloso reinado y cumplir todas las profecías acerca del mismo.

Para los seguidores judíos de Jesús no era nuevo el concepto del reinado del Mesías (Jeremías 23:5-6; Isaías 9:6-7). Según Lucas 19:11, “ellos pensaban que el reino de Dios se manifestaría inmediatamente”. Cuando Jesús se les apareció después de su resurrección, ellos le preguntaron: “Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hechos 1:6).

Lo que los discípulos no pudieron entender cuando Jesús estaba con ellos, fue que él tenía que morir primero para pagar la pena de los pecados de la humanidad y que después volvería como el Rey conquistador que ellos esperaban. Aunque Jesús se lo enseñó claramente, ellos no pudieron aceptarlo, y así lo leemos en Mateo 16:21-22: “Desde entonces comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas; y ser muerto, y resucitar al tercer día. Entonces Pedro, tomándolo aparte, comenzó a reconvenirle, diciendo: Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca”. No solamente no pudieron entender este aspecto de la misión de Jesús, sino que ¡hasta lo rechazaron!

Es lógico que los discípulos se hubieran quedado asombrados al ver que su dirigente fue arrestado, aquel que ellos creían que los iba a liberar de la ocupación y el gobierno romanos: “Entonces todos los discípulos, dejándole, huyeron” (Mateo 26:56). Cuando Jesús fue juzgado, condenado y ejecutado como si fuera un bajo criminal, todos ellos se dispersaron, completamente confundidos y desorientados ante el inesperado giro de los acontecimientos.

Más tarde, al recibir el Espíritu Santo en el día de Pentecostés (Hechos 2:1-4), los discípulos pudieron comprender que en las Escrituras estaba profetizado que el Ungido de Dios tenía que morir y ser resucitado (Salmos 22; Isaías 52:13 to 53:12). El apóstol Pedro, en el primer sermón inspirado que dio a los judíos congregados en Jerusalén, les dijo que en uno de los salmos David “habló de la resurrección de Cristo, que su alma no fue dejada en el Hades [el sepulcro], ni su carne vio corrupción” (Hechos 2:31; ver Salmos 16:10).

Culpabilidad personal

Al hablarles a los judíos de su época, Pedro tuvo que explicarles que la misión de Jesús en ese momento histórico no era convertirse en un libertador nacional. Antes bien, su sacrificio expiatorio le hacía desempeñar el papel de Salvador y Redentor personal: “A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos . . . Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha hecho Señor y Cristo” (Hechos 2:32, Hechos 2:36). Cuando compungidos les preguntaron: “Varones hermanos, ¿qué haremos?”, Pedro les respondió: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (vv. 37-38). Gran número de personas respondieron a ese llamado al arrepentimiento —a un nuevo modo de vivir— y fueron bautizadas.

Pedro les hizo ver que todas las promesas referentes al Espíritu Santo y a la salvación (vv. 17-18, 21, 33, 40) eran posibles sólo mediante el sacrificio y resurrección de Jesús, el Redentor prometido (vv. 24, 30-33, 36). Estas personas que escuchaban a Pedro no estaban conscientes de que necesitaban el sacrificio de Cristo por sus propias faltas y pecados, y que aquel inocente que habían condenado a muerte era en realidad ese Redentor tan largamente esperado. Los apóstoles les ayudaron a entender este concepto esencial.

En el siguiente sermón, Pedro mostró claramente cómo el sacrificio de Cristo haría posible la entrada en el Reino de Dios: “Dios ha cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos sus profetas, que su Cristo había de padecer. Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado; a quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hechos 3:18-21).

Este maravilloso mensaje motivó a miles de personas a reconocer la verdadera identidad de Jesucristo, a arrepentirse de sus pecados y a buscar primeramente el Reino de Dios y su justicia. Es un ejemplo de cómo, desde el principio, la predicación del evangelio ha hecho referencia a Jesús como el siervo que sufrió (Isaías 52:13-53:12) y ha descrito la maravillosa esperanza de su retorno como Rey de un reino que está por venir, cuando todas las cosas serán restauradas (Hechos 3:18-21).

¿Hacia dónde nos conduce el sacrificio de Cristo?

El apóstol Pablo comprendió claramente la gran importancia del sacrificio de Cristo y hacia dónde nos conduce. En su primera carta a los corintios, él describió así el mensaje que enseñaba: “Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis, en el cual también perseveráis; por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano. Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:1-4).

¡Qué buena noticia es saber que Jesucristo sacrificó su vida en lugar nuestro! ¡Qué noticia tan maravillosa es comprender que él pagó la pena de muerte que pesaba sobre nosotros!

Pero la descripción que Pablo hace del evangelio no termina aquí. Después de explicar la trascendencia del papel de Jesucristo en nuestra salvación personal, continuó explicando la razón por la cual su resurrección es tan importante para toda la humanidad: “Si en esta vida solamente esperamos en Cristo, somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres. Mas ahora Cristo ha resucitado de los muertos; primicias de los que durmieron es hecho. Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (vv. 19-22).

Todos seremos resucitados

Pablo nos dice que todos los seres humanos serán vivificados (es decir, volverán a la vida) y nos muestra que esto se llevará a cabo por etapas: “Pero cada uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida. Luego el fin, cuando entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia” (1 Corintios 15:23-24).

Anteriormente estudiamos cómo Jesús será el Rey de este reino venidero; pero antes de que él asuma el poder y empiece a gobernar, ¡ocurrirá la resurrección de “los que son de Cristo, en su venida”!

En todo este capítulo el apóstol explica claramente este maravilloso aspecto del evangelio. En los versículos 50-53 nos dice cómo podemos entrar en el Reino de Dios: “Esto digo, hermanos: que la carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni la corrupción hereda la incorrupción. He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad”.

El propósito asombroso e inspirador por el cual Jesús nació, vivió, murió y resucitó fue el de permitir que muchísimos seres humanos pudieran resucitar a la vida eterna para “heredar el reino de Dios” (v. 50). Los seguidores de Cristo “heredarán” o entrarán en el Reino de Dios al sonido de “la final trompeta” (v. 52), el gran estruendo que señalará el regreso de Jesucristo para reinar sobre la tierra para siempre (Mateo 24:30-31; Apocalipsis 11:15).

La vida eterna en el Reino de Dios es posible únicamente por medio de Jesucristo, “el cual quitó la muerte y sacó a la luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (2 Timoteo 1:10).

Jesús, como nuestro Hermano mayor y “el autor y consumador de la fe” (Hebreos 12:2), abrió paso en el camino que lleva hacia el Reino de Dios. Incluso venció la muerte, enemigo mortal de todos nosotros, por medio de la resurrección. Su ejemplo nos anima a seguir adelante y perseverar hasta el fin, para poder ser salvos (Mateo 24:13).

¡Esforcémonos, pues, por obedecer fielmente el verdadero evangelio, el cual “es poder de Dios para salvación” (Romanos 1:16)!