La evolución: ¿Mito o realidad?

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La evolución

¿Mito o realidad?

¿Qué es lo que hemos aprendido desde que Carlos Darwin escribiera El origen de las especies en 1859? Además de contar con minuciosos análisis de los fósiles, hoy en día tenemos acceso a un gran caudal de información científica que antes no estaba disponible.

Como vimos en el capítulo anterior, la controversia acerca de la evolución se está intensificando. Lo más interesante es que gran parte de esta controversia se da precisamente en los círculos científicos.

Francis Hitching, miembro del Instituto Real de Arqueología, resume así el debate: “En abril de 1882 Carlos Darwin murió de un infarto cardíaco en su domicilio en Kent, Inglaterra. Su gran teoría, base de toda la enseñanza moderna acerca de la biología, había llegado a ser aceptada con un fervor casi reverencial . . . Pero a medida que nos aproximábamos a 1982, un siglo después de su muerte, ya habían empezado a soplar vientos de cambio. Rencorosas contiendas acerca de la evolución aparecieron en publicaciones científicas que hasta el momento habían sido serias y decorosas.

”Ambos bandos se atrincheraron . . . y se lanzaron insultos como bombas de mortero. Mientras tanto, la doctrina de la creación divina, que la mayoría de los científicos suponían estaba relegada a los púlpitos de las sectas fundamentalistas, irrumpía con fuerza en los salones de clase . . . El darvinismo está siendo atacado desde varios frentes” (The Neck of the Giraffe [“El cuello de la jirafa”], 1982, p. 7).

¿A qué se debe la confusión y la contienda? En términos sencillos, se debe a que los hechos científicos no respaldan el modelo de Darwin, y muchos evolucionistas se encuentran a la defensiva.

¿Por qué ha ocurrido esto? Principalmente porque las pruebas fundamentales que supuestamente comprobaban la teoría no han resistido el análisis a la luz de descubrimientos posteriores.

¿Qué decir de la selección natural?

Después de los fósiles, el segundo pilar de la evolución es la selección natural. Los darvinistas esperaban que los biólogos pudieran confirmar la validez de este concepto.

El filósofo británico Thomas Bethell explica: “Así como los criadores seleccionan los animales que más concuerdan con sus necesidades para que sean los progenitores de la próxima generación, Darwin afirmaba que la naturaleza seleccionaba aquellos organismos más aptos para sobrevivir en la lucha por la existencia. De esta manera, la evolución ocurriría inevitablemente. Era como un mecanismo de mejoramiento que realizaba inevitablemente su función en la naturaleza, ‘cada día y cada hora examinando, trabajando silenciosa e insensiblemente . . . para el mejoramiento de cada ser orgánico’, como lo expresó Darwin.

”De esta manera, como lo veía Darwin, un tipo de organismo podría ser transformado en otro; por ejemplo, como él mismo sugirió, osos podrían convertirse en ballenas. Y así fue cómo llegamos a tener caballos y tigres y otras cosas: por la selección natural” (“Darwin’s Mistake” [“El error de Darwin”], en The Craft of Prose [“El arte de la prosa”], 1977, p. 309).

Para Darwin, la selección natural era la principal fuerza motriz del cambio evolutivo. Pero ¿cómo le ha ido a este segundo pilar de la evolución desde los días de Darwin? La verdad es que, calladamente, un número cada vez mayor de pensadores científicos lo ha descartado.

La idea de Carlos Darwin según la cual las especies evolucionaban mediante la supervivencia de los más aptos, se ha ido relegando por ser un concepto redundante, una tautología. En otras palabras, ¿quiénes son los más aptos? Por supuesto, aquellos que logran sobrevivir. Y ¿quiénes son los que logran sobrevivir? Naturalmente, los más aptos. Este tipo de razonamiento no es más que un círculo vicioso, no un criterio independiente que sirva para juzgar la veracidad de la teoría.

La selección natural no produce un cambio de especie

Darwin citó un ejemplo para ilustrar su concepto de cómo funcionaba la selección natural: un lobo que nacía con la capacidad de correr más rápido estaba mejor dotado para sobrevivir. Esta ventaja en su agilidad le favorecería cuando la comida escaseara: como podía alimentarse mejor, también podría sobrevivir más tiempo.

La verdad es que si la mayor capacidad para correr no iba acompañada de otros cambios en el cuerpo del lobo, esta supuesta ventaja se le podría volver en contra. Por ejemplo, el esfuerzo requerido para correr más rápidamente requeriría también una mayor capacidad cardíaca; si esta capacidad no existiera, el animal tendría más posibilidades de sufrir un infarto. Para que el más apto pudiera sobrevivir sería necesario que las alteraciones anatómicas o biológicas estuvieran en armonía y sincronizadas con las demás funciones y adaptaciones del cuerpo; de lo contrario, estas alteraciones no aportarían ningún beneficio.

La verdad es que los investigadores han podido comprobar que la selección natural está relacionada únicamente con el número de las especies, y no tiene nada que ver con el cambio de las especies. Está en relación directa con la supervivencia de las especies, no con la aparición de ellas. La selección natural sirve para conservar información genética (ADN) ya existente; no produce nuevo material genético que le permita a un animal generar un nuevo órgano, miembro u otra característica anatómica.

El genetista Conrad Waddington, profesor en la Universidad de Edimburgo, Escocia, lo explica de esta manera: “Debido a la selección natural, algunas especies procrean más que otras. Podemos preguntar: ¿Cuáles procrean más que otras? Son aquellas que procrean más; es así de sencillo. El meollo mismo de la teoría de la evolución —a saber, cómo llegamos a tener caballos y tigres y otras cosas— queda completamente fuera de la teoría matemática [del neodarvinismo]” (Wistar Symposium [“Simposio del Instituto Wistar”], 1967, p. 14).

Thomas Bethell llega al meollo de por qué la selección natural no puede ser el fundamento de la evolución: “No servía para nada. Como dijo T.H. Morgan [ganador del premio Nobel en 1933 por sus experimentos con la drosófila, la mosca de las frutas]: ‘La selección, pues, no ha producido nada nuevo, sino sólo un mayor número de ciertas clases de individuos. Sin embargo, la evolución implica que se produzcan nuevas cosas, no un mayor número de las que ya existen’” (Bethell, op. cit., pp. 311-312).

Bethell concluye: “Yo creo que la teoría de Darwin está a punto de derrumbarse. En su famoso libro [El origen de las especies] Darwin cometió un error lo suficientemente grande como para poner en tela de juicio su teoría, y sólo hace muy poco que ese error ha sido reconocido como tal . . . No ha sido ninguna sorpresa para mí cuando he leído . . . que en algunas de las teorías más recientes de la evolución ‘la selección natural no desempeña papel alguno’. Me parece que Darwin está siendo desechado, pero tal vez por respeto y consideración a ese venerable caballero . . . se ha procurado hacerlo con la máxima discreción y el mínimo de publicidad” (ibídem, pp. 308, 313-314).

Desafortunadamente, el análisis crítico de la selección natural se ha hecho de una manera tan discreta que ha pasado completamente inadvertido para la mayor parte del público. Por eso, aún se perpetúa el engaño seductor que comenzó hace siglo y medio.

Las mutaciones fortuitas

Si la selección natural no respalda la teoría de la evolución, ¿qué podemos decir acerca de las mutaciones fortuitas como la tercera piedra angular de la evolución?

Es curioso, pero el mismo Darwin fue uno de los primeros en negar los efectos benéficos de ciertos cambios poco frecuentes que él notó en algunas especies. Ni siquiera los incluyó en su teoría. “Él no consideró que [estos cambios] fueran importantes, porque desde el punto de vista de la lucha por la existencia, casi siempre eran una desventaja obvia; en consecuencia, lo más probable era que rápidamente serían eliminados en los animales salvajes mediante el proceso de la selección natural” (Maurice Caullery, Genetics and Heredity [“Genética y herencia”], 1964, p. 10).

En la época de Darwin, los principios de la genética todavía no se entendían claramente. En 1866 Juan Gregorio Mendel publicó sus estudios acerca de los principios de la genética, pero en esa época no se les prestó mucha atención. Más tarde, a comienzos del siglo xx, Hugo De Vries volvió a descubrir estos principios, y de inmediato los evolucionistas se valieron de ellos para tratar de respaldar su teoría. Sir Julian Huxley, uno de los principales defensores del evolucionismo en el siglo xx, dijo lo siguiente acerca de lo imprevisible de los resultados de la mutación: “Las mutaciones . . . suministran la materia prima de la evolución; son algo que ocurre al azar y en forma desordenada” (Evolution in Action [“La evolución en marcha”], 1953, p. 38.

Así pues, “la teoría de Darwin nuevamente pareció posible. Se descubrió que de vez en cuando, totalmente al azar (ahora sabemos que existe una posibilidad en 10 millones de veces durante la división celular), los genes cometen un error en el proceso de duplicación. Estos errores se llaman mutaciones y en su mayoría son perjudiciales. Son el origen de una planta débil o de una criatura enferma o deforme. Las mutaciones no se preservan dentro de la especie, porque la selección natural las elimina . . .

”Sin embargo, los adeptos de Darwin han llegado a creer que las mutaciones benéficas, aunque muy escasas, son lo que vale en la evolución. Afirman que estas mutaciones favorables, unidas a la reproducción sexual, son suficientes para explicar cómo toda la increíble variedad de vida que en la actualidad existe en la tierra tiene un origen genético en común” (Hitching, op. cit., p. 49).

Las mutaciones: errores patológicos

¿Qué ha dejado en claro casi un siglo de investigaciones? Que las mutaciones son errores patológicos y no cambios benéficos en el código genético.

C.P. Martin, de la Universidad McGill en Montreal, Canadá, escribió: “La mutación es un proceso patológico que ha tenido poco o nada que ver con la evolución” (American Scientist [“Científico norteamericano”], enero de 1953, p. 100). Las investigaciones del profesor Martin han demostrado que los efectos de las mutaciones son eminentemente negativos y nunca son algo creativo. Observó que cuando una mutación parece tener un efecto positivo, es porque está corrigiendo una mutación dañina que se había presentado anteriormente. Es como si uno, al asestar un golpe a otra persona, volviera a colocar en su sitio el hombro que esa persona tenía dislocado.

El escritor de temas científicos Richard Milton explica la verdad acerca de las mutaciones: “Los resultados de tales errores de duplicación son conocidos y trágicos. El poder mutagénico del sol causa cáncer cutáneo; el poder mutagénico del cigarro causa cáncer pulmonar. En las células reproductoras, una reproducción defectuosa del cromosoma 21 da como resultado un niño con mongolismo” (Shattering the Myths of Darwinism [“Destrozando los mitos del darvinismo”], 1997, p. 156).

Observa Phillip Johnson, profesor de derecho y crítico perspicaz de la teoría de la evolución: “Suponer que tal suceso fortuito podría reconstruir siquiera un solo órgano como un hígado o riñón, sería tan sensato como suponer que sería posible diseñar un mejor reloj lanzando uno viejo contra la pared” (Darwin on Trial [“Proceso a Darwin”], 1993, p. 37.

Debemos estar muy agradecidos por el hecho de que las mutaciones ocurren muy raramente. En el código genético hay un promedio de una mutación en 10 millones de veces. Aquel que lograra escribir 10 millones de letras con solamente un error sería el mejor mecanógrafo de todo el mundo y probablemente no sería un ser humano. Así de asombrosa es la exactitud con que nuestro código genético, supuestamente fortuito, se duplica a sí mismo.

Si se diera el caso de que los errores en la duplicación se incrementaran, las especies, en lugar de mejorar, se degenerarían y perecerían. Pero los genetistas han descubierto que existe un sistema que se corrige a sí mismo.

Según explica Hitching, “el código genético de cada ser viviente tiene sus propias limitaciones inherentes. Pareciera estar específicamente diseñado para impedir que una planta o criatura se aleje demasiado de lo que es normal . . . Cada experimento de reproducción que se ha hecho ha demostrado que hay limitaciones impuestas a la reproducción. Los genes son una fuerza conservadora, y sólo permiten cambios muy pequeños. Por sí solas, las especies creadas artificialmente casi siempre se extinguen (debido a que son estériles o débiles) o pronto vuelven a su especie original” (Hitching, op. cit., pp. 54-55).

Algunos científicos han tenido que reconocer a regañadientes que las mutaciones no explican la transición de una especie a otra propuesta por Darwin. Comentando acerca del eminente zoólogo Pierre-Paul Grassé, Hayward dice: “Él publicó en 1973 una notable obra acerca de la evolución . . . El propósito principal del libro es demostrar que el darvinismo es una teoría que no funciona, porque está en contradicción con muchos hallazgos experimentales.

”Como dice Grassé en su introducción: ‘En la actualidad tenemos la obligación de destruir el mito de la evolución . . . Algunos, debido a su sectarismo, pasan por alto deliberadamente la realidad y se niegan a reconocer las debilidades y la falsedad de sus creencias’ . . .

”Consideremos primero las mutaciones. Grassé las ha estudiado extensamente, tanto en el laboratorio como en la naturaleza. Ha observado en toda clase de seres vivientes, desde las bacterias hasta las plantas y los animales, que las mutaciones no alejan a las siguientes generaciones de su punto de origen. En realidad, los cambios se pueden comparar al vuelo de una mariposa en un vivero, que recorre grandes distancias sin alejarse más que unos pocos metros de su posición inicial. Las mutaciones no pueden cruzar ciertos límites invisibles pero firmes . . . Él insiste en que las mutaciones son sólo cambios triviales; son el resultado de ciertos genes imperceptiblemente alterados. En cambio, ‘la evolución creativa . . . exige la creación de genes nuevos’” (Hayward, op. cit., p. 25).

Es una vergüenza para los evolucionistas que las mutaciones tampoco respalden su teoría. Lo que hace el sistema autocorrector que elimina las mutaciones, es poner de manifiesto la gran inteligencia que tuvo que actuar cuando el sistema genético fue diseñado, porque gracias a esto las mutaciones perjudiciales no pueden destruir los genes benéficos. Paradójicamente, las mutaciones demuestran lo opuesto de lo que enseña la evolución: que en la vida real las mutaciones no son el héroe sino el villano.

Esto nos lleva a un último punto en lo referente a las mutaciones: la incapacidad de la evolución para explicar la aparición de formas de vida simples y de órganos de compleja estructura.

La portentosa célula

Las células son maravillosas e increíblemente complejas; son autosuficientes y funcionan como fábricas de sustancias químicas en miniatura. Mientras más analizamos las células, más nos enteramos de su asombrosa complejidad.

Por ejemplo, la pared celular es en sí una verdadera maravilla. Si fuera demasiado porosa, permitiría la entrada de ciertos líquidos dañinos que harían que la célula reventara. Pero si la pared fuera demasiado impermeable, no podrían entrar los alimentos ni podrían salir los productos de desecho, y la célula pronto moriría.

El bioquímico Michael Behe, profesor en la Universidad de Lehigh, en Pensilvania, EE.UU., resume una de las grandes razones por las que la evolución no es capaz de explicar la existencia de ninguna forma de vida: “La teoría de Darwin enfrenta sus más grandes dificultades cuando intenta explicar el desarrollo de la célula. Muchos sistemas celulares son lo que yo denomino ‘irreductiblemente complejos’. Esto significa que para que el sistema pueda funcionar correctamente, necesita varios elementos.

”Tenemos un ejemplo de algo ‘irreductiblemente complejo’ en la vida diaria: una trampa para ratones (compuesta de varias piezas: plataforma, martillo, resorte, etc.). Un sistema como éste probablemente no podría formarse según la teoría de Darwin, con un funcionamiento que va mejorando gradualmente. Uno no puede cazar un ratón teniendo sólo la plataforma, ni cazar luego unos más agregándole el resorte. Para poder atrapar siquiera un solo ratón, todas las piezas tienen que estar en su sitio”.

Lo que está diciendo el Dr. Behe es que una célula a la que le falta el 10 por ciento de sus componentes, no tiene su funcionamiento reducido en un 10 por ciento; antes bien, no puede funcionar en absoluto. Él concluye: “La realidad es que la célula, la verdadera base de la vida, es asombrosamente compleja. Pero ¿acaso la ciencia no tiene las respuestas, o al menos las explicaciones parciales, de cómo se originaron estos sistemas? No” (“Darwin Under the Microscope” [“Darwin bajo el microscopio”], diario The New York Times, 29 de octubre de 1996, p. A25).

Maravilla tecnológica en miniatura

El Dr. Michael Denton, microbiólogo e investigador principal en la Universidad de Otago, Nueva Zelanda, explica la diferencia entre lo que se entendía acerca de la célula en la época de Darwin y lo que los investigadores pueden ver en la actualidad. En el tiempo de Darwin, aun con los mejores microscopios, lo único que podían observar era lo que parecía “una desordenada serie de formas y partículas que, llevadas por fuerzas turbulentas e invisibles, eran lanzadas continuamente de aquí para allá” (Evolution: A Theory in Crisis [“La evolución: Una teoría en crisis”], 1985, p. 328).

Con el correr de los años hemos logrado increíbles adelantos tecnológicos, de tal manera que ahora los investigadores pueden observar los aspectos más diminutos de la célula. ¿Ven todavía una desordenada serie de formas y partículas, o son testigos de algo verdaderamente pasmoso?

“Para poder captar la realidad de la vida tal como la ha revelado la biología molecular —escribe el Dr. Denton—, tendríamos que ampliar la célula mil millones de veces hasta que tuviera 20 kilómetros de diámetro y se pareciera a una gigantesca aeronave lo suficientemente grande como para cubrir una gran ciudad como Buenos Aires o México. Lo que veríamos entonces sería un objeto de una complejidad y de una adaptabilidad diseñada sin par.

”En la superficie de la célula veríamos millones de agujeros, como escotillas en una inmensa nave espacial, que se abrirían y se cerrarían para permitir la entrada y salida de un flujo interminable de materiales. Si fuéramos a entrar por uno de esos agujeros nos encontraríamos en un mundo de tecnología suprema y de complejidad sobrecogedora. Veríamos interminables corredores altamente tecnificados y multitud de conductos yendo en todas direcciones a partir del perímetro celular, algunos llegando hasta el banco central de memoria en el núcleo y otros conectando plantas de montaje y unidades procesadoras.

”El núcleo mismo sería una inmensa cámara esférica de más de un kilómetro de diámetro, recordándonos un domo geodésico dentro del cual podríamos ver, cuidadosa y meticulosamente ordenadas, kilómetros de cadenas de moléculas de ADN enrolladas . . .

”Nos sorprenderíamos del grado de control implícito en el movimiento de tantos objetos a lo largo de tantos conductos que no parecen tener fin, todo perfectamente al unísono. Al mirar a nuestro alrededor, en todas direcciones, veríamos una gran variedad de máquinas estilo robot. Comprenderíamos que el componente más simple de las partes funcionales de la célula, las proteínas, son increíbles y complejas piezas de ingeniería molecular, cada una compuesta por cerca de 3.000 átomos dispuestos en una conformación espacial de tres dimensiones.

”Nos sorprenderíamos más aún a medida que viéramos las actividades, que parecen no tener sentido pero que son tan útiles, en las funciones que realizan estas máquinas moleculares, especialmente cuando entendiéramos que a pesar del gran conocimiento que hemos adquirido de la física y la química, la tarea de diseñar siquiera una de estas máquinas moleculares —esto es, una sola molécula funcional de proteína— estaría completamente fuera de nuestro alcance . . . Sin embargo, la vida de la célula depende de las actividades integradas de decenas de miles, y probablemente de cientos de miles, de moléculas diferentes de proteína” (ibídem, pp. 328-329).

Esta es la descripción que un microbiólogo da de una célula. El cuerpo humano contiene cerca de 10 billones (10,000,000,000,000) de todo tipo de células: del cerebro, del sistema nervioso, del sistema muscular, del aparato digestivo y otros.

¿Sucedió todo por azar?

Por complejas que puedan ser las células, los seres vivientes más pequeños son más complejos aún. Sir James Gray, profesor de zoología en la Universidad de Cambridge, Inglaterra, afirma: “Las bacterias son increíblemente más complejas que cualquier sistema inanimado que el hombre conozca. No existe en el mundo un laboratorio que pueda competir con la actividad bioquímica del organismo viviente más pequeño” (citado por Marshall y Sandra Hall, The Truth: God or Evolution? [“La verdad: ¿Dios o la evolución?”], 1974, p. 89).

¿Cuán complejos son en realidad los más pequeños de los seres vivos? Para poder funcionar, aun las células más simples poseen una pasmosa abundancia de información genética. Por ejemplo, la bacteria R. coli es uno de los organismos unicelulares más pequeños de la naturaleza. Los científicos calculan que posee alrededor de 2.000 genes, cada uno con cerca de 1.000 enzimas (catalizadores orgánicos, sustancias químicas que activan otras reacciones químicas). Una enzima está compuesta de mil millones de nucleótidos, cada uno de los cuales representa lo que puede describirse como una letra del alfabeto químico. Estas enzimas son las que le dicen al organismo cómo debe funcionar y reproducirse. La información del ADN en esta pequeñísima célula es “comparable a la de 100 millones de páginas” de una enciclopedia (John Whitcomb, The Early Earth [“La tierra primitiva”], 1972, p. 79).

¿Cuántas posibilidades existen de que las enzimas necesarias para producir el ser viviente más simple de todos (sabiendo que cada enzima desempeña una función química específica) pudieran reunirse al azar? Los astrofísicos Sir Fred Hoyle y Chandra Wickramasinghe calcularon la posibilidad de una en 1040.000 (es decir, 10 seguido de 40.000 ceros), un número que llenaría aproximadamente siete páginas de esta publicación.

Debemos tener en cuenta que, en términos matemáticos, se considera que una posibilidad en 1050 ya es algo completamente imposible (Hayward, op. cit., pp. 35-37). Si queremos tener una idea comparativa de lo que esto implica, basta decir que otro matemático, Sir Arthur Eddington, cree que ¡no hay más de 1080 átomos en todo el universo! (Hitching, op. cit., p. 70).

Mientras que los evolucionistas hablen en términos vagos y abstractos, sus postulados pueden hacerse pasar por razonables. En cambio, cuando a esas generalidades les aplicamos las normas rigurosas de la matemática y cuantificamos sus aseveraciones en forma específica, quedan al descubierto las falacias de la evolución darviniana. La verdad es que los postulados de la teoría de la evolución son tan poco probables y tan ajenos a la realidad que son absolutamente imposibles.

Reacciones muy reveladoras

El bioquímico molecular Behe comenta sobre la curiosa reacción académica y científica ante los descubrimientos acerca del complejo mundo de la célula: “En las últimas cuatro décadas los bioquímicos modernos han descubierto los secretos de la célula. El progreso ha sido difícil de lograr. Ha requerido que decenas de miles de personas dediquen la mayor parte de sus vidas a la tediosa labor del laboratorio . . .

”Los resultados de todos esos esfuerzos y colaboración por investigar la célula —por investigar la vida a un nivel molecular— es un grito fuerte, claro y penetrante de ‘¡diseño!’ El resultado es tan inequívoco y tan significativo que debe ser clasificado como uno de los logros más grandes en la historia de la ciencia. El descubrimiento compite con los de Newton y Einstein, Lavoisier y Schrödinger, Pasteur y Darwin. Lo que hemos descubierto acerca del diseño inteligente de la vida es tan monumental como el descubrimiento de que la tierra gira alrededor del sol o que las bacterias causan enfermedades o que la radiación es emitida en unidades cuánticas.

”La magnitud de esta victoria, obtenida a costa de tan grandes sacrificios a lo largo de varias décadas, es tal que debería ser motivo de descorchar botellas de champaña en todos los laboratorios del mundo. Tal triunfo de la ciencia debería evocar el grito de ‘¡Eureka!’ de 10 mil gargantas, y debería provocar muchos abrazos de felicitación y apretones de manos, y hasta ameritar tomar un día de descanso para celebrarlo.

”Pero no se han descorchado botellas ni se han dado apretones de manos. En lugar de ello, un silencio extraño, avergonzado, rodea la increíble complejidad de la célula. Cuando este tema se aborda en público, muchos se ponen nerviosos y la respiración se les entrecorta. En privado las personas están un poco más relajadas; muchas reconocen explícitamente lo que es obvio, pero después callan, bajan la cabeza y dejan las cosas tal como están.

”¿Por qué la comunidad científica no está dispuesta a reconocer orgullosamente este descubrimiento tan fenomenal? ¿Por qué este descubrimiento del diseño se trata con guantes blancos intelectuales? El dilema está en que mientras un lado del elefante es llamado diseño inteligente, el otro puede ser llamado Dios” (Behe, op. cit., pp. 232-233, énfasis del autor).

Estos descubrimientos demuestran que aun la célula viviente más simple es tan compleja en su diseño que la sola posibilidad de que haya llegado a existir por azar es algo impensable. Es claro que los evolucionistas no tienen una respuesta lógica ni racional para explicar cómo fue que se formaron las primeras células. Esta es sólo una de las muchas razones por las que no pueden explicar cómo semejante creación tan maravillosa pudo llegar a existir sin el Creador.