Lecciones espirituales de mi trasplante doble de pulmón
Me diagnosticaron fibrosis quística (FQ) cuando tenía 12 años. La FQ es una enfermedad genética progresiva que afecta principalmente los pulmones y para la cual no existe cura. La expectativa promedio de vida es de 37 años. Con un manejo adecuado de los medicamentos y de la salud se puede prolongar y mejorar la calidad de vida, pero una vez que el paciente alcanza la etapa terminal de esta enfermedad pulmonar el trasplante doble de pulmón se convierte en la única opción.
Llegué a esa etapa en 2015, tras años de deterioro gradual y daño pulmonar irreversible. Con el tiempo tuve que estar yendo y viniendo del hospital cada unas cuantas semanas, luchando contra neumonías graves y recurrentes. Mientras permanecía en la casa, mi rutina diaria a veces incluía hasta seis inyecciones intravenosas, dos a tres horas de nebulización y dos horas de fisioterapia torácica (tratamientos para ayudar a limpiar los pulmones). Tenía que dormir con oxígeno, y lo usaba de manera intermitente para aliviar una fatiga increíble.
La “carga del tratamiento” es un término médico que describe el tiempo y el compromiso que implica hacer todo lo necesario para mantenerse con vida. Esta carga a menudo destruye todo vestigio de calidad de vida en los pacientes, y a mí, a la larga, me estaba consumiendo. Debido a mis circunstancias tuve que seguir trabajando, aunque no muy eficazmente. Irónicamente, el régimen médico que me mantenía con vida me sofocaba.
Una oración urgente
Escasamente seguía con vida, y mi vida espiritual estaba afectada. Si trataba de leer la Biblia, me quedaba dormida y se me hacía cada vez más difícil mantener la concentración. Escuchaba los sermones, pero generalmente tenía que volver atrás para escuchar las partes en las que me había quedado dormida. Dormitaba durante los servicios, y debido a los viajes y las responsabilidades en la iglesia, el sábado, que debía ser un día de descanso, era uno de los más extenuantes.
Me sentía cada vez más frustrada por mi falta de interés espiritual y de entusiasmo por la Palabra de Dios. Cuando veía a otros tan llenos de celo por Dios, me sentía mal. Apenas si hacía lo necesario. También sabía que me quedaba poco tiempo, quizá solo un año de vida.
Me estaba muriendo.
En un momento crítico de desánimo espiritual, me arrodillé e hice una oración breve pero urgente: que Dios me diera más comprensión y cambiara mi corazón por completo para ser más como él. Según Filipenses 1:6, “quien comenzó la buena obra en ustedes, la continuará”. No tenía idea de cómo Dios podía terminar una buena obra en mí cuando mi cuerpo estaba básicamente inservible. Sabía que no había acabado mi carrera (como dijo el apóstol Pablo en 2 Timoteo 4:7), pero a mí no me quedaba más por recorrer.
A menos que Dios me curara milagrosa e instantáneamente, mi única oportunidad de vivir dependía de la escasa posibilidad de encontrar un donante. El período de espera promedio es de un año y medio, tiempo durante el cual la mayoría de los pacientes muere.
Tres semanas después de mi oración recibí una noticia extraordinaria, lo más inesperado e improbable que pudiera suceder. Este formidable suceso, que salvó y cambió mi vida, me ha llevado a examinar las similitudes entre mi curación física y mi salvación espiritual, y también el plan de Dios para toda la humanidad.
“La llamada”
En el mundo de los donantes, los posibles receptores están en una lista de espera, a veces literalmente sentados junto al teléfono aguardando lo que se conoce como “la llamada”. Cuando un órgano se hace disponible y el equipo médico finalmente está listo, una persona designada hace una llamada muy importante al receptor. No hay ningún aviso previo antes de recibir “la llamada”.
Se le dice al receptor que la cirugía es su decisión y que no tiene la obligación de aceptar. Es una simple llamada telefónica que ofrece tanto una oportunidad excepcional como un riesgo considerable.
Me preguntaron, “¿Estás preparada?” Algunos pacientes no aceptan el ofrecimiento. Quizá estiman que la enfermedad es manejable y los asusta demasiado el riesgo de morir u otras complicaciones. O quizá no están preparados emocionalmente. Algunos la aceptan y continúan viviendo vidas considerablemente mejores. Otros la rechazan y finalmente mueren. Algunos la aceptan y aun así mueren.
Muchas personas nunca reciben “la llamada”, pero a las que sí lo hacen se les permite elegir. Una vez tomada la decisión, deben someterse al procedimiento.
Pensé en el paralelo espiritual del proceso de llamamiento de Dios. Me acordé de 2 Timoteo 1:9, que nos dice que Dios “nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos”.
También recordé 2 Pedro 1:10: “Por lo tanto, hermanos, esfuércense más todavía por asegurarse del llamado de Dios, que fue quien los eligió. Si hacen estas cosas [es decir, los elementos del buen carácter enumerados en los versículos anteriores], no caerán jamás” (Nueva Versión Internacional).
Muerte que da vida
La historia del sacrificio de Cristo se repite con tanta frecuencia en el mundo cristiano que fácilmente puede volverse impersonal. Tristemente, las frases que escuchamos sobre su muerte se vuelven triviales. Sufrió y murió para que yo pudiera vivir. Lo sabía, pero ¿acaso lo entendía cabalmente? Puede que incluso me haya permitido pensar que porque Cristo sabía que moriría, estaba mejor preparado para lidiar con todo ello. No obstante, los evangelios muestran que incluso Jesús mismo experimentó emociones profundas al enfrentar el sufrimiento y la muerte.
Antes de ser traicionado, les dijo a sus discípulos:“Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí y velad. Yéndose un poco adelante, se postró en tierra, y oró que si fuese posible, pasase de él aquella hora” (Marcos 14:34-35).
Solo a través de mi experiencia de trasplante pude comenzar a entender verdaderamente lo que fue que él aceptara morir por mí, y el plan de Dios de una manera profunda. He llegado a apreciar mejor la humanidad de Cristo y a lo que renunció por mí para que tuviera la oportunidad de una vida eterna indescriptiblemente mejor.
Después de mi operación, descubrí que mi donante era un niño pequeño. Nada podría haberme preparado para esta noticia. Su vida terminó abruptamente, dejando devastados a sus amorosos padres. Tenía una vida entera por delante, estaba sano y lleno de esperanzas. No merecía morir, y su preciosa vida a cambio de la mía ciertamente no fue un intercambio justo. Mi cuerpo estaba desgastado, exhausto, maltrecho, y mi vida estuvo llena de fracasos y oportunidades desperdiciadas. Seguramente en su corta existencia había mucha más luz y esperanza. Sin embargo, murió y yo pude vivir. Sé que él no fue sacrificado por mí, pero fue su muerte lo que me permitió seguir viviendo y no solo estoy viva, sino que tengo una calidad de vida mucho mejor.
Cuando pienso en Cristo y en mi pequeño donante y en los efectos en cadena que sus muertes han tenido en mi vida, me embarga la emoción. El regalo de cada uno me ayuda a comprender el del otro. Las comparaciones entre estos dos sacrificios han hecho que tenga una relación más profunda y basada en la gratitud con Dios el Padre y con Jesucristo.
Cristo en realidad decidió morir por mí. Él era más inocente que cualquier ser humano que haya vivido; sin embargo, sufrió lo indecible por mi vida casi sin valor. Pienso en Romanos 5:7-9: “Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros. Pues mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira”.
El sacrificio de aquellos padres
A veces pienso en los padres de mi donante y en el increíble regalo que me dieron en ese momento de indescriptible dolor. Donaron sus pulmones para salvarme, y otros órganos a más pacientes que los necesitaban. Imagino a esos padres presenciando la muerte de su hijo en tanto decidían desconectar el sistema que lo mantenía vivo. Y luego, de forma voluntaria y generosa, aun en medio de la bruma de su propio dolor y sufrimiento, ofrecieron a otros una dádiva de vida. Esa fue una decisión consciente, no una reacción instintiva de su sufrimiento personal.
Le debo a la familia donante mi vida física. Pero mucho más que eso, ahora sé que por medio del plan de salvación de Dios tengo un Hermano mayor y un Padre eterno. Solo a través del sacrificio planificado de Cristo y su muerte imposible de imaginar tengo la posibilidad de ser injertada en la familia eterna de Dios. “Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra” (Efesios 3:14-15).
Hebreos 2:10 resume este proceso: “Porque convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos”.
“Sin defecto y sin mancha”
Como ocurre con todos los trasplantes, los días y horas previos son críticos. Los órganos del donante deben estar sanos y ser compatibles con el receptor. Muchos donantes son rechazados a causa de infecciones o daño orgánico. La serie de pruebas críticas y el análisis toman de 24 a 48 horas. Los receptores son ajenos a este trabajo entre bastidores; por lo general están sumidos en la lucha diaria por la supervivencia, totalmente ajenos al hecho de que, en algún lugar, por lo general lejano a su realidad, se está llevando a cabo un meticuloso plan para salvar su vida.
Este plan solo puede tener éxito si los órganos del donante están sanos. A pesar de los fraudulentos procedimientos judiciales por los que pasó Jesús, las autoridades humanas de la época lo encontraron moralmente intachable y Pilato incluso lo calificó de “justo” (Mateo 27:24). Pero lo que realmente importa es la evaluación de Dios que leemos en 1 Pedro 1:18-19: “No fuimos redimidos con cosas corruptibles . . . sino con la preciosa sangre de Cristo, como de un cordero sin defecto y sin mancha”.
De manera similar, después de todo el escrutinio médico se determinó que los órganos de mi donante eran físicamente perfectos.
Cristo vive en mí
He sido redimida de una muerte segura. Sin embargo, llevo en mi cuerpo los pulmones de un niño que nunca conocí en persona. Estos pulmones funcionan adecuadamente y me mantienen sana; respiro bien, lo que no podía hacer con los míos, y gracias a él soy una versión renovada de mí misma. Cuando pienso en todo esto, me cuesta entenderlo a cabalidad. Es demasiado difícil de contemplar. El apóstol Pablo señala en 2 Corintios 4:10 que él estaba “llevando siempre en el cuerpo la muerte del Señor Jesús, para que la vida de Jesús también se manifieste en nuestro cuerpo”. Estos pulmones viven en mí, y son fuente de muchas oportunidades increíbles.
Sé que un día conoceré a mi pequeño donante, cuando Dios resucite a todas las personas para darles la oportunidad de salvación. Solo puedo imaginar cuán sobrecogedora será para mí esta reunión. Me pregunto si voy a agradarle, si le gustará la persona en que me he convertido. ¿Aprobará él las cosas que he hecho con su regalo de vida, mi forma de hablar, mi capacidad de empatía, mi matrimonio, mi familia, mi forma de tratar a los demás? ¿Cómo se compararán mis opciones y actitudes en la vida con lo que él hubiera hecho con su tiempo adicional de no haber muerto?
Este futuro encuentro se aplica con mayor significado a mi vida espiritual. La verdadera pregunta es, ¿qué estoy haciendo con mi vida? ¿Estoy permitiendo que persistan los viejos hábitos, la antigua forma de pensar y comportarme? ¿Reflejo la vida de Cristo en mí? ¿Me estoy sometiendo a su voluntad en armonía con su Espíritu Santo para hacer posible que mi vida avance en su dirección?
El niño y sus padres van a preguntarme qué hice durante ese tiempo de vida adicional. Dios también me preguntará. Pienso en 2 Corintios 5:9-10: “Por tanto procuramos también, o ausentes o presentes, serle agradables. Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo”.
¿Cómo voy a responder?
En Romanos 12:1 Pablo nos insta: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional”. Para ser un sacrificio vivo para él, preciso hacer lo que él haría. Debo permitir que de verdad Cristo viva en y a través de mí.
Tengo la esperanza de que cuando finalmente conozca a mi Salvador supremo, Jesucristo, me diga: “Bien, buena sierva y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor” (Mateo 25:23).
Disciplina, un compromiso de por vida
Con respecto a la vida después de un trasplante exitoso, el rechazo de órganos es una amenaza real y latente para todos los sobrevivientes. Debo llevar una vida disciplinada: tener cuidado de lo que como, evitar meticulosamente ciertos alimentos y determinadas situaciones, tomar precauciones adicionales para prevenir infecciones, ingerir rigurosamente mis medicamentos y someterme a exámenes médicos y controles periódicos. La gente se sorprende al saber que debo tomar medicamentos inmunosupresores por el resto de mi vida.
Recibir pulmones de un donante no es un hecho único que salva la vida definitivamente. Básicamente permanezco con vida por tomar sin falta, cada día, los medicamentos inmunosupresores. Someterme a un régimen y seguirlo disciplinadamente a diario me mantienen viva, y lo mismo es válido para la vida espiritual.
En comparación con la “carga del tratamiento” anterior, que implicaba largas y agotadoras horas cada día solo para poder respirar, “mi yugo es fácil y mi carga es ligera” (Mateo 11:30).
Pablo dice en Efesios 4:1: “Por eso yo, que estoy preso por la causa del Señor, les ruego que vivan de una manera digna del llamamiento que han recibido” (NVI). Me doy cuenta de que tanto mi salvación física como espiritual no están del todo aseguradas. Debo hacer mi mejor esfuerzo para conservarlas y hacer todo lo que esté a mi alcance para perseverar.
También creo que espiritualmente es muy significativo que el rechazo de órganos ocurra cuando el cuerpo del receptor se opone al medicamento y rechaza los nuevos pulmones, y no al revés. De ser posible, mi cuerpo tratará de atacar y destruir los nuevos pulmones que me sostienen con vida. La Biblia revela que “la mentalidad pecaminosa es enemiga de Dios” (Romanos 8:7, NVI). Solo mediante el acceso al Espíritu Santo de Dios, que recibimos luego del bautismo, y su avivamiento, podemos practicar lo que Pablo dice en Romanos 8:13: “Porque, si ustedes viven conforme a ella [la naturaleza vieja y corrupta de la carne], morirán; pero, si por medio del Espíritu dan muerte a los malos hábitos del cuerpo, vivirán” (NVI).
Esperanza para todos
Al reflexionar sobre los días inmediatamente posteriores a mi trasplante, recuerdo estar en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI). Me di cuenta de que había otros pacientes y sus familias en los cubículos que me rodeaban, todos conectados a numerosos aparatos de goteo, drenaje,y máquinas que emitían constantes sonidos: los valiosos esfuerzos de la humanidad por prolongar la vida. La UCI es un lugar de sufrimiento prolongado y dolor extremo, de persistente esfuerzo del personal médico por salvar vidas. Es un lugar de dolor, confusión, miedo, esperanza y alegría: una mezcla de emociones que se viven simultáneamente.
Mi trasplante de pulmón las provocó todas, tanto a mí como a mi familia. A pesar de que pasé por un sufrimiento extremo, recibí una nueva oportunidad de vida. Por otro lado, mi pequeño donante murió y su familia sufrió una devastación total. Se perdió una vida, pero se salvó otra.
Desde mi trasplante he tenido una maravillosa calidad de vida, pero cuando veo a mis viejos amigos que todavía luchan por respirar y cuyos días son una dolorosa batalla contra la desesperación, me parece injusto. Sé muy bien que por la gracia de Dios sigo adelante y me siento increíblemente bendecida al comprender que, a diferencia de esta vida física de hoy, la esperanza y la salvación no se ofrecen a unos pocos elegidos. En el gran plan que Dios está desarrollando, todos tendrán la oportunidad de un maravilloso futuro eterno.
Por grandes que sean los esfuerzos de la humanidad para producir sanidad, paz y prosperidad, nunca igualarán los esfuerzos del plan perfecto de Dios. Un Hombre, Jesucristo, murió por todas esas personas en esa UCI donde yo estaba y también por todos los demás. Murió para que pudieran vivir de nuevo y vivir mejor.
El antiguo patriarca Job expresó esta esperanza a través de su gran sufrimiento: “Pero en cuanto a mí, sé que mi Redentor vive, y un día por fin estará sobre la tierra” (Job 19:25, Nueva Traducción Viviente). Ahora entiendo mejor las palabras de Job. En ese hospital, la verdadera esperanza y el anhelo por el reino perfecto, pacífico y gozoso de Dios cobró en mí una fuerza tan grande que jamás hubiera imaginado. Había esperanza para todas aquellas personas desesperadas que entraban y salían de la UCI, aunque no lo supieran.
Algún día mi pequeño donante se reunirá con su familia. Algún día mis amigos que sufrían respirarán aliviados. Algún día todos los seres humanos que alguna vez hayan vivido tendrán la oportunidad de experimentar amor, salud y paz en la familia de Dios. Algún día, ya pronto, se hará realidad Apocalipsis 21:4: “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron”.
¡Que Dios apresure ese día! BN