La ciencia objetiva y la Biblia ¿se contradicen?
A los escolares de la actualidad habitualmente se les enseña que vivimos en un universo en expansión que tiene aproximadamente 14 000 millones de años. Esta perspectiva está tan generalizada, ¡que es extraño darse cuenta de que causó una gran conmoción en los campos de la física y la astronomía hace unos cien años!
La idea de la evolución se hizo popular solo hace ciento cincuenta años con la obra El Origen de las Especies, de Carlos Darwin, con el apoyo simultáneo de una explicación completamente irreligiosa acerca del origen y la diversidad de la vida en la Tierra. Muchos descubrimientos posteriores en los campos de la microbiología, la genética y la bioquímica han sido incorporados en la teoría de la evolución, pero no sin revelar un abrumador grado de complejidad y diversidad que presenta graves objeciones a la viabilidad misma de la teoría.
Además de esto, los cálculos académicos modernos en cuanto a la edad del universo fijan un estricto límite al tiempo disponible para que los supuestos procesos naturales de la evolución hayan ocurrido, y ningún descubrimiento bien fundamentado ha podido explicar esta flagrante discrepancia.
En conjunto, los últimos ciento cincuenta años de descubrimientos científicos innegablemente apuntan hacia un Creador, ¡pero no cualquier Creador! Estos avances confirman ciertas declaraciones bíblicas acerca de la creación de Dios, tanto del universo como de la vida que vemos.
Sin embargo, esto no ha disminuido las objeciones y la negación por parte de los pensadores no religiosos, lo cual irónicamente ha dado origen a explicaciones incluso más estrafalarias e improbables basadas no en hechos científicos, ¡sino en alcances filosóficos que niegan incluso la posibilidad de un Creador divino!
En la continua lucha por una ciencia legítima, ¿por qué parece ser que las grandes mentes de la humanidad actual no pueden aceptar la existencia de Dios?
Observación y horizontes en expansión
La observación es un componente fundamental de la ciencia. Una vez que se observa un fenómeno, se puede proponer y probar una hipótesis, recolectar datos, construir modelos y establecer teorías. Es un proceso tedioso, riguroso y lento, ¡pero al mismo tiempo emocionante y esclarecedor!
En el sentido científico, observar significa inspeccionar o tomar nota de detalles con la meta de identificar patrones y deducir las reglas que gobiernan el comportamiento de un sistema. Los seres humanos están programados mentalmente para reconocer patrones: es una parte integral de cómo nuestros cerebros interpretan diariamente la información proveniente de nuestros ojos, oídos y otros sentidos, y es fundamental para desglosar y comprender el lenguaje. Nuestra increíble capacidad para pensar y razonar en forma abstracta, junto con la aptitud para reconocer patrones, nos da la habilidad de ensamblar el conocimiento y desarrollar una comprensión del mundo natural.
Sin embargo, nuestra habilidad para observar tiene claras limitaciones. Por lo tanto, una de las fuerzas motrices para el avance de la ciencia es el desarrollo de herramientas que aumenten nuestro poder de percepción. El telescopio extendió nuestro poder visual para que pudiéramos hacer emocionantes observaciones del universo que antes eran inalcanzables, brindándonos la posibilidad de ver mundos nuevos. De la misma manera, el microscopio mejoró lo que podemos percibir a menor escala en el nivel celular y aún más allá, incluso hasta el nivel atómico en los tiempos modernos — ¡revelando mundos nuevos, metafóricamente hablando, a todo nuestro alrededor!
Y ciertamente, los avances en cuanto a lo que podemos percibir visualmente no son lo único que se ha logrado. Hemos desarrollado instrumentos capaces de percibir ondas electromagnéticas, campos magnéticos, actividad sísmica, temperatura externa de objetos y personas, presencia de varios componentes químicos, ¡y mucho más!
Por lo tanto, la historia del avance científico no se limita solo al pensamiento y la experimentación, sino también a la invención de nuevas herramientas para la observación que sirven para investigar fenómenos completamente nuevos. Por este motivo, los avances tecnológicos frecuentemente acompañan, complementan y estimulan los avances científicos.
Un éxito científico: de un universo estático a la Gran Explosión
Sin embargo, los investigadores merecen que se les perdone por no notar cosas que para ellos son imperceptibles, como ha sido frecuentemente el caso en la historia de la ciencia. El descubrimiento de que el universo sigue expandiéndose es un sorprendente ejemplo de cómo la observación fracasa cuando se carece de los instrumentos de medición correctos.
Hasta no hace mucho, toda la información disponible apoyaba la suposición común de un universo estático, y por largo tiempo la idea prácticamente no tuvo oposición. Bajo el modelo de un universo inmutable, se creía que el espacio existía infinitamente en un estado fijo, en todas las direcciones, y que el tiempo se extendía también infinitamente tanto hacia el futuro como al pasado. Este concepto del universo yerra en dos puntos fundamentales e interrelacionados que en la actualidad, y en su mayor parte, siguen sin respuesta: que el espacio mismo puede expandirse o contraerse, y que el universo tuvo un punto de comienzo en el tiempo.
La idea de un universo estático era muy atractiva para los pensadores seculares que deseaban excluir a Dios de su concepto de la realidad. Según su teoría, el universo no tenía comienzo y, por lo tanto, ¡no se requería un Creador para comenzarlo!
En 1915, Albert Einstein, que probablemente sea el científico más famoso de la historia, dio a conocer ecuaciones que cambiaron drásticamente la simplista perspectiva newtoniana que había prevalecido por más de doscientos años. Sin embargo, él notó una peculiaridad extraña: ¡el universo parecía no ser estático!
Sus ecuaciones parecían mostrar que el espacio mismo se estaba expandiendo en vez de quedarse fijo en un lugar. Dicha conclusión contradecía claramente el pensamiento convencional, y él se oponía tanto a la idea, que en 1917, solo para conformarse al concepto de un universo estático, añadió un “margen de error”, conocido como constante cosmológica, para anular completamente los cálculos de la expansión y mantener una naturaleza estática en su descripción del universo.
Sin embargo, con el correr del tiempo la constante cosmológica fue investigada con mayor profundidad. Este es un hermoso ejemplo de lo que el método científico puede lograr cuando se utiliza apropiadamente, porque la gente repentinamente comenzó a hacerse una nueva pregunta: si el universo estuviese expandiéndose, ¿cómo podríamos saberlo?
El astrónomo Edwin Hubble formuló una manera para resolver este dilema observando las ondas de luz de estrellas distantes. En 1930, el análisis de Hubble reveló que las estrellas distantes parecían ser más rojas de lo que debían ser debido al efecto Doppler: la propiedad física que hace que un auto, al pasar, suene diferente a oídos de un observador estático. Tal como las ondas de sonido se distorsionan debido a la velocidad relativa, el grado de “desplazamiento al rojo” de las galaxias distantes indicó que estas se estaban alejando a mayor velocidad dependiendo de su distancia. El desplazamiento al rojo de Hubble es la piedra angular de la evidencia observacional, confirmando la teoría de un universo en expansión de Einstein.
Ahora que la expansión del universo se encontraba en terreno firme, el siguiente paso lógico era que esta expansión debía haber comenzado en algún punto — lo que ahora se conoce como “la Gran Explosión”. Finalmente, la ciencia moderna llegó a la verdad fundamental codificada en el primer versículo de la Biblia: que el universo tuvo un comienzo en el tiempo. Como dice Génesis 1:1, “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”.
Mediante otros experimentos, mediciones de la luz visible más distante de las estrellas y otros factores, los científicos ahora han calculado que el universo comenzó alrededor de 14 000 millones de años atrás como una bola diminuta y densa de energía concentrada que repentinamente se expandió, estirándose en todas direcciones, cambiando y madurando hasta formar finalmente las estrellas y los planetas.
El resplandor de esta expansión, conocida como fondo cósmico de microondas, fue observado por radiotelescopios muy sensibles en 1964, y desde entonces los físicos han trabajado arduamente tratando de determinar exactamente cómo y cuando ocurrió la Gran Explosión.
Antes de este transcendental cambio en el entendimiento, los seres humanos nunca habían notado que el universo se estaba expandiendo. No solo no contaban con las herramientas para poder observar esta expansión, sino que además estaban tan cómodos con la idea de un universo estático, que no pensaban que había razón para intentar verificarla. De la misma manera, las restricciones y límites de la observación humana, junto con un rechazo a lo que revelan las Escrituras, contribuyeron al surgimiento de la teoría de la evolución unos cincuenta años antes del debut de la teoría general de la relatividad de Einstein.
Las observaciones de Darwin y la evolución
En 1859 se publicó El origen de las especies de Carlos Darwin, cuya tesis central propone la evolución a través de la selección natural. A medida que Darwin viajaba por las islas Galápagos, su percepción crítica concluyó que los pinzones en cada isla poseían diferentes características de acuerdo a las fuentes alimenticias disponibles y otros factores únicos de la isla que habitaban.
Se dio cuenta de que unos pocos pinzones debieron haber llegado a las islas primero de alguna manera, y que la diversidad en las poblaciones se desarrolló a lo largo del tiempo a partir de esas aves originales. Así nació el concepto de la selección natural, ya que él razonó que los pájaros con las características más ventajosas para su particular ambiente prosperaron y traspasaron esas características a las siguientes generaciones.
Sin embargo, Darwin no se detuvo simplemente en la selección natural y la adaptación de una criatura a su ambiente, sino que postuló una hipótesis por demás extrema. ¡Propuso la posibilidad de que todas las criaturas provinieran de unos pocos ancestros en común, o de uno solo!
En una carta escrita en 1871 a Joseph Hooker, le reveló sus impresiones personales en cuanto al origen de la vida sin la intervención de un Dios Creador: “Pero si pudiéramos concebir que en algún charquito cálido, encontrando presentes toda suerte de sales fosfóricas y de amonio, luz, calor, electricidad, etc., que un compuesto proteico se formara por medios químicos listo para sufrir cambios aún más complejos . . .” (citado por Mónica Grady, Evidence [Evidencia], Andrew bell, John Swenson-Wright, Karin Tybjerg, editores, 2008, p. 81).
Esto se convirtió en la base de la idea de la abiogénesis: que la vida surgió espontáneamente en “algún charquito cálido” a partir de una densa mezcla de los materiales precisos, que llegaron hasta allí por mera casualidad. Como tal vez usted haya notado al leer las palabras de Darwin, ¡él mismo tenía dudas en cuanto a esta noción!
Las especies se reproducen según su género
Darwin no sabía nada de genética, y su método para acumular información era muy primitivo. Mientras hacía dibujos de pájaros que se parecían entre sí, se le ocurrió que las criaturas tenían algún tipo de habilidad para adaptarse a su ambiente a través de las generaciones.
Dado que esta era la calidad de los datos observacionales de que disponía en ese tiempo, su propuesta de que todas las especies, incluyendo el hombre, podían rastrear su ascendencia hasta un solo organismo simple que se formó en un “charquito cálido”, era algo absolutamente injustificado. No obstante, esta idea se arraigó en las mentes de quienes deseaban encontrar una causa material naturalista para el origen y desarrollo de la vida que dejara a Dios fuera de la escena.
La Biblia no se opone en lo absoluto al principio de adaptación por selección natural que Darwin observó, conocido como microevolución. El relato en Génesis declara una verdad que es confirmada por la evidencia científica: que toda forma de vida, desde las plantas a los animales, se reproduce “según su género” (Génesis 1:11). En otras palabras, a partir de esa pequeña bandada original de pinzones que llegó a las islas Galápagos se produjo una diversidad de diferentes subtipos de pinzones, pero esos pinzones siempre se reprodujeron “según su género”, ¡y nunca se convirtieron en algo que no fuese un ave!
Por otro lado, el principio de macroevolución sugiere que un simple organismo como una bacteria con el tiempo puede llegar a ser una criatura diferente y más compleja, como una rana, pájaro, tigre o elefante, después de un suficiente número de generaciones. Esto no solo se opone a las enseñanzas bíblicas, sino que de ninguna manera es respaldado por las observaciones o evidencias científicas. De hecho, la idea surgió al utilizar el mismo tipo rudimentario de comparación visual empleado originalmente por Darwin, como la clásica progresión de imágenes que muestran a un simio evolucionando hasta caminar erecto y llegar a ser un hombre.
Hoy en día, casi 160 años después de que se publicara El Origen de las Especies, la perspectiva científica secular que prevalece promueve una narrativa que se aferra a las sugerencias no corroboradas de una forma de vida simple, originada accidentalmente en una lagunita cálida, que se desarrolló hasta convertirse en vida humana por macroevolución.
Las contribuciones de nuevos campos de estudio, en vez de ser sopesadas con igualdad, generalmente han sido interpretadas bajo este lente. Cuando se examinan las contribuciones de la genética y la bioquímica, uno encuentra grandes discrepancias entre las observaciones científicas mismas y las intenciones ateístas, y las contradicciones son muy evidentes cuando van acompañadas del entendimiento de que el universo comenzó
14 000 millones de años atrás.
Genética y bioquímica: ¿Qué dice la evidencia?
Si la selección natural parece una verdad dolorosamente obvia en la actualidad, se debe al aumento general del conocimiento del mundo natural. Sabemos muchas verdades básicas que Darwin no sabía, como por ejemplo, que las diferentes características que vio en los pinzones estaban genéticamente codificadas en el ADN de las aves paternas.
El campo de la genética ofreció un mecanismo que parecía tener el poder de explicar la confianza ciega de Darwin en la macroevolución. Mientras Darwin sugería que todas las formas de vida compartían ancestros en común, el estudio de la genética con el tiempo llegó a sugerir que las mutaciones fortuitas en los genes, a través de los cuales son traspasadas las características, a veces podrían causar pequeños cambios que, de ser ventajosos, podrían ser traspasados mediante la selección natural.
Ignorando por completo la realidad práctica, la mutación fortuita fue asociada a la selección natural y considerada el motor de la evolución. Esto finalmente fue visto por muchos como el desplome del último obstáculo biológico para explicar cómo evolucionó la vida y creció en complejidad sin necesidad de un Creador.
Todo este relato suena creíble en la superficie, pero ¿puede sostenerse frente a la razón y los hechos disponibles? Examinemos la evidencia.
La bioquímica ha revelado cuán enorme es la complejidad de las formas de vida, incluso en el caso de las más simples, ¡y que realmente no existe tal cosa como una vida “simple”! Si la evolución fuese verdad, no debería ocurrir a nivel visual, como Darwin notó en los cambios de los picos de los pinzones a lo largo de generaciones, sino a niveles celulares y moleculares.
Sistemas complejos irreducibles
Aunque la vida parezca compleja y diversa a simple vista, es miles de veces más compleja bajo un microscopio. ¿Cómo es que las células de los pinzones (de hecho, cualquier célula viva) desarrollan la habilidad de regular los mecanismos de retroalimentación delicadamente balanceados mediante los cuales solo ciertas moléculas pasan por las membranas celulares? ¿O los sistemas de transporte intracelulares que llevan moléculas de células desde una parte del cuerpo a un lugar específico en otra?
Estas preguntas son mucho más importantes que cómo los ancestros de los pinzones desarrollaron una estructura como un pico o los sentidos agudos del gusto y el olfato, y resulta que no son más fáciles de contestar. La dificultad se encuentra en la existencia de sistemas complejos irreducibles: algo así como pequeñas máquinas moleculares ya listas, que se ensamblan a sí mismas y desempeñan tareas cruciales para las células en las que residen.
Un sistema complejo irreducible es tal, que no podría operar si cualquiera de sus múltiples componentes estuviese ausente o no funcionase. La simple lógica dice que tal sistema no se puede desarrollar gradualmente mediante mutaciones fortuitas, sino que necesariamente debe ensamblarse al mismo tiempo para poder funcionar.
A modo de ejemplo, es parecido a un automóvil que no funciona en las primeras etapas del ensamblaje de sus partes. Y tampoco funcionaría si estuviese completamente ensamblado y todas sus partes en perfecta armonía excepto por el hecho de que sus ruedas son cuadradas y no ruedan.
Nótese que no estamos hablando de un auto sin ruedas, sino de uno que tiene partes que parecen ruedas. El hecho de que se parezcan mucho a una rueda no importa, porque el auto no es funcional. Y cuando se habla de criaturas vivientes, la funcionalidad es crítica para la supervivencia y necesaria para traspasar nuevos rasgos biológicos a las subsecuentes generaciones en el proceso evolutivo.
Los sistemas biológicos complejos irreducibles deben formarse todos simultáneamente, elevando la vara de la hipótesis de la “mutación fortuita” hasta una altura inalcanzable.
Posibilidades, probabilidades y la realidad
La mutación fortuita es un suceso muy infrecuente. De los tres mil millones de pares de bases [unidad que consta de dos nucleobases unidas entre sí por enlaces de hidrógeno] del genoma humano, se espera que solo un par de bases experimente una mutación en la transmisión de información genética de los padres al hijo. Si personalizáramos este hecho, uno debe imaginarse que cada persona tiene una mutación de un solo par de bases, lo que equivale a elegir un solo número en un boleto de lotería. En esta analogía, el boleto de lotería representa un gen específico con una función ventajosa, y los números son pares de bases de los cuales está compuesto el gen.
Cada gen humano puede contener miles o millones de pares de bases, pero supongamos que solo nos faltan dos bases para crear un gen ventajoso. Aunque esto suene fácil, las posibilidades en esta lotería son absolutamente absurdas. La probabilidad de lograr una sola mutación correcta es de una en 3 000 millones — ¡diez veces peor que la posibilidad de ganar la mayoría de los juegos de lotería! Y como toda la raza humana de 7 000 millones está jugando, la realidad es que solo unas cuantas personas recibirían una de las dos mutaciones necesarias en nuestra lotería genética ficticia después de solo una generación — pero es casi seguro que nadie nunca tendría el boleto ganador.
La probabilidad de que un futuro descendiente reciba el otro par de bases correcto es nuevamente una en 1000 millones, pero ahora solo los pocos que han heredado una de las escasas mutaciones ganadoras están todavía jugando, no toda la población humana. Sin tomar en cuenta el crecimiento poblacional para simplificar, ¡esto significa que se necesitarían alrededor de mil millones de generaciones de seres humanos para tener un solo ganador!
Como las generaciones humanas tienen una duración aproximada de veinticinco años, incluso en este caso sumamente simplificado tomaría alrededor de 25 000 millones de años. La realidad es ciertamente mucho más lúgubre — un boleto de lotería genético puede tener docenas o cientos de números que deben ser pareados, y docenas de genes pueden estar involucrados en la adquisición de funciones útiles.
El factor limitante es obviamente el tiempo. La mayoría de los científicos en la actualidad estima que la edad del universo es aproximadamente 14 000 millones de años, como se observó anteriormente, y la Tierra es un poco más joven, con una edad de alrededor de 4.5 mil millones de años. La mayoría cree que la vida en la Tierra comenzó hace unos 3.5 mil millones de años en una “lagunita cálida”. Y es aquí donde las probabilidades matemáticas demuestran aún más cuan absurda es la propuesta de la macroevolución de Darwin. A pesar de lo inimaginablemente largos que son 3.5 mil millones de años, ¡no es ni remotamente el tiempo suficiente para que los mecanismos propuestos por la evolución se desarrollen en un solo sistema complejo irreducible!
Sin embargo, hay aún más improbabilidad en este relato. La macroevolución no logra explicar cómo las formas de vida más simples se convirtieron en otras muy complejas en el tiempo disponible estimado, ¡sino que además ni siquiera toca el controvertido tema de cómo esas formas simples de vida comenzaron a existir!
El problema de los orígenes
Las explicaciones naturalistas materiales de la vida y el universo giran en torno a preguntas acerca del origen. ¿Cómo se desarrolló exactamente la vida a partir de químicos desorganizados e inertes?
Solo décadas antes de Darwin, el microbiólogo Luis Pasteur condujo una serie de experimentos que echaron por suelo la antigua falacia de la “generación espontánea” — el equivalente en biología al dilema de la física del “surgimiento de algo a partir de la nada”. La generación espontánea es una forma potente de abiogénesis — la idea de que la vida puede llegar a existir por sí misma a partir de materia inerte.
Por ejemplo, se pensaba que la levadura simplemente aparecía de la nada porque nadie podía ver evidencia de su existencia sino hasta después de que había crecido. Al fin y a cabo, ante la ausencia de microscopios para mostrar que la vida existe a una escala no visible a simple vista, esto es lo que parecía.
Pasteur mostró que la levadura no crecería en un contenedor sellado y no contaminado — en otras palabras, que la vida no surge de la nada, sino que ya debe estar presente para que la levadura “aparezca”. Así, él estableció el principio de la biogénesis, el cual afirma que la vida solo puede surgir a partir de otra vida preexistente. Este revolucionario descubrimiento fue el trasfondo en el cual Darwin presentó su trabajo, y es quizás por esto que él mismo no estaba dispuesto a proponer seriamente que la vida en la Tierra se había originado a partir de materiales inertes, habiendo especulado esto solamente en su carta privada.
El principio de la biogénesis se opone claramente a la idea de que la vida surge de materia inerte. Los experimentos desde ese entonces han confirmado universalmente la biogénesis, es decir, que la vida solo surge a partir de vida preexistente.
Esto nos lleva de vuelta al tema de la observación, el alma de la ciencia, donde encontramos que la generación espontánea de formas simples de vida a partir de materiales inertes nunca ha sido observada — ¡y no por falta de intentos!
En ocasiones se ha presentado el experimento Miller-Urey en 1952 como evidencia de la abiogénesis – que la vida surge a partir de materia inerte. Sin embargo, la realidad es absolutamente diferente a esta declaración. El experimento comenzó con una combinación de los componentes sugeridos por Darwin — agua, metano, amoniaco e hidrógeno mezclados en un frasco, con chispas de electricidad para simular un relámpago.
No se generó ni una sola forma de vida, pero los resultados han sido considerados como evidencia de que la vida puede surgir de la nada. Lo único que se generó fueron algunos aminoácidos, compuestos químicos que son ciertamente esenciales para la vida y utilizados por organismos vivos, pero que de ninguna manera se parecen a un organismo vivo que se puede autorreplicar.
Aún más, el éxito limitado de este experimento se alcanzó solo después de muchos experimentos fracasados con balances ligeramente diferentes de los componentes de la sopa química. En otras palabras, ¡ni siquiera pudieron producir estos bloques constructores de la vida sin diseñar un ambiente delicado y cuidadosamente afinado!
Fe ciega en conclusiones incorrectas
Entonces, ¿por qué se han sacado conclusiones precipitadas y débiles como la abiogénesis? De hecho, cuando consideramos nuevamente las probabilidades involucradas en la formación de una inicial forma de vida “simple” capaz de autorreplicarse, los numerosos obstáculos involucrados señalan la inevitable conclusión de que tomaría más tiempo que los 14 000 millones de años comúnmente aceptados como la edad del universo, e incluso muchas veces esa cifra.
El problema de los orígenes es igualmente intenso en la física. Tal como la pregunta de cómo la vida surgió a partir de materia inerte ha desconcertado a los biólogos, la pregunta de cómo algo surgió de la nada atosiga a los físicos. Recuerde que la Gran Explosión alteró la perspectiva y su consecuencia fue que el universo tuvo un comienzo, lo cual hace que surja esta pregunta: Si la materia y el universo no siempre existieron, entonces ¿cómo y por qué llegaron a existir? En otras palabras, ¿cómo puede algo provenir de la nada en la ausencia de una razón o causa?
Stephen Hawking, el físico que recientemente falleció y quien es considerado una de las mejores mentes científicas de nuestra generación, escribió la siguiente respuesta insatisfactoria en su libro The Great Design (El gran diseño), escrito en 2010:
“Dado que existe una ley como la de la gravedad, el universo pudo crearse y se creó de la nada. La creación espontánea es la razón por la que hay algo en lugar de nada, la razón por la que existe el universo, de por qué existimos. No es necesario invocar a Dios” (p. 180).
Pero esta declaración no tiene sentido, ya que simplemente hace que surja la pregunta de por qué existe la ley de la gravedad, de dónde vino, y por qué el universo parece estar diseñado específicamente para la vida. Y aún más, ¡tales leyes no tienen poder creativo para generar algo de la nada!
Observando al Dios invisible
El apóstol Pablo nos dejó su evaluación de aquellos que no logran reconocer que hay un Creador: “[Ellos] con su maldad obstruyen la verdad . . . lo que se puede conocer acerca de Dios es evidente para ellos, pues él mismo se lo ha revelado. Porque desde la creación del mundo las cualidades invisibles de Dios, es decir, su eterno poder y su naturaleza divina, se perciben claramente a través de lo que él creó, de modo que nadie tiene excusa” (Romanos 1:18-20, Nueva Versión Internacional).
La macroevolución y la abiogénesis simplemente no son ciertas, y no representan a la ciencia sólida. Ninguno de los dos fenómenos ha sido observado, y ambos tienen defectos por la inhabilidad de tomar en consideración cómo la vida llegó a existir dentro de la edad relativamente breve del universo.
No obstante, a pesar de la completa ausencia de evidencia –e incluso de la evidencia de lo contrario– muchos se han tragado estas teorías matemáticamente imposibles y no comprobadas de la abiogénesis y la macroevolución, confiando ciegamente e ignorando el hecho de por qué hay algo en vez de nada. Pablo además dijo que “como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente reprobada” (Romanos 1:28).
Por otro lado, lo que sí podemos observar y observamos es que hay sistemas complejos irreducibles inextricablemente conectados a la vida. Estos sistemas no podrían haber llegado a existir por accidente. ¡Solo pueden existir por el diseño y esfuerzo deliberado de una inteligencia suprema! Cuando observamos el universo que nos rodea, vemos que no solo permite y sostiene la vida humana, ¡sino que además lo hace en contra de todas las probabilidades de circunstancias fortuitas! (Vea “El universo, cuna para la vida”, en la página 4).
Adjudicar todo esto a un accidente fortuito es una insensatez. Esta es la obra de un arquitecto (Proverbios 8:30, Nueva Traducción Viviente), de un Creador con una inteligencia y poder supremos. Proverbios 8 describe cómo Dios estableció el orden creado con sabiduría, ¡no por casualidad!
En lenguaje figurativo, la sabiduría está personificada aquí como alguien que habla: “El Eterno me poseía en el principio [la sabiduría], ya de antiguo, antes de sus obras. No había aún hecho la tierra, ni los campos, ni el principio del polvo del mundo. Cuando formaba los cielos, allí estaba yo [la sabiduría] cuando trazaba el círculo sobre la faz del abismo . . . cuando establecía los fundamentos de la tierra” (vv. 22-31).
Y note cómo Dios nos comunicó muy claramente varias verdades científicas miles de años atrás: “El Eterno Dios, Creador de los cielos, y el que los despliega; el que extiende la tierra y sus productos; el que da aliento al pueblo que mora sobre ella, y espíritu a los que por ella andan” (Isaías 42:5).
¿Notó lo que dijo? Dios no solo creó los cielos, sino que además los desplegó, ¡lo cual calza precisamente con lo que los científicos han descubierto! Y Dios no se detuvo ahí, sino que creó la Tierra como el ambiente perfecto para la vida humana. Demostró en su obra el principio de biogénesis que Luis Pasteur comprobó con respecto al mundo físico: que la vida solo puede provenir de la vida. En la descripción que Dios hace de este proceso, vemos que la vida del hombre no provino del polvo –del cual fue formado– sino directamente del aliento de Dios (Génesis 2:7).
En cuanto a Dios mismo, la Biblia revela que él, a diferencia del universo, no tiene principio y por lo tanto no fue creado por alguien más. Él simplemente existe y siempre ha existido, tal como los científicos una vez enseñaron en el pasado en cuanto al universo. Con respecto a su vida, Juan 5:26 nos dice que “el Padre tiene vida en sí mismo”. Tal como la existencia de Dios trasciende la del universo físico, la esencia de su vida trasciende también la de toda otra vida ¡y es la fuente de toda la vida que vemos!
El Dios de la Biblia diseñó todo lo que el hombre puede observar, ya sea lo que vemos a simple vista, o con un telescopio o microscopio. Como Pablo dijo en Romanos 1:20, ninguno tiene “excusa”, y la única manera de negar a Dios es hacerlo por obstinación. Al utilizar los poderes de observación y de razonamiento que Dios nos entregó, ¡podemos verificar la verdad de la existencia, poder, sabiduría y gloria de Dios! BN