“Dad gracias en todo”
La última vez que mi mamá me vio, yo vestía una camiseta raída y pantaloncillos para correr.
Estas prendas no son las que suelo usar, pero fueron las primeras que encontré cuando recibí la llamada.
En la madrugada de un día martes desperté bruscamente con una de esas llamadas que nadie quiere recibir: después de que su salud se deteriorara notoriamente, mi madre había solicitado la presencia de nosotros, sus hijos.
Mi esposo, mi hermano, mi cuñada y yo nos amontonamos en nuestro vehículo y al poco rato ya nos dirigíamos al cuarto de mi mamá por los pasillos del hospital.
En las horas siguientes ella tuvo algunos momentos de recuperación que me hicieron pensar que tal vez superaría esta crisis, pero solo horas más tarde sus órganos vitales comenzaron a fallar.
¿Qué se puede decir en esos momentos finales?
En los breves minutos que tuve con ella antes de que falleciera, intenté entibiar sus frías manos entre las mías. Las máquinas que la mantenían viva emitían un tono monótono — Bip. Bip. Bip. Ya no podía respirar por sí misma, así que una de esas máquinas insuflaba aire en sus pulmones.
No podía abrir los ojos, y los doctores nos dijeron que estaba completamente inconsciente. Sin embargo, cuando hablábamos, la señal de su monitor cardiaco se elevaba.
Ella podía escucharnos, pero ¿qué podíamos decirle? El silencio comenzaba a abrumarme. Tenía que decirle algo. Mucho se habla de las últimas palabras y de cuán importantes son, pero yo no encontraba nada profundo que decir. Todo lo que podía hacer era expresarle mi agradecimiento. Le agradecí por ser mi madre durante 26 años y lloré a su lado.
Mi hermano también estaba allí, acariciando su cabeza y susurrándole al oído: “Está bien, ya puedes relajarte. Shhh, descansa”. A los pocos segundos se quedó quieta y las enfermeras procedieron a silenciar las máquinas antes de decirnos: “Ya se fue”.
Esta fue mi primera experiencia real y cercana con la muerte. Mi mamá había estado enferma por algún tiempo, y yo había tenido tiempo para pensar en su posible muerte y en cómo reaccionaría cuando llegara el momento; pero la gratitud era la última cosa que se me hubiera ocurrido que podía sentir.
Sin embargo, si uno medita en ello, tal vez la gratitud sea el sentimiento más natural que un cristiano pueda experimentar. Aún en los momentos más tristes que siguieron a la muerte de mi madre, yo sabía que tenía mucho que agradecer, porque Dios me había llamado y me había dado a conocer su misericordioso plan.
Como cristianos, la esperanza que tenemos en el Reino de Dios venidero es algo invaluable y que jamás podemos perder. Esto es lo que nos mantiene firmes en tiempos de zozobra.
Cuando la Escritura nos dice que demos dar gracias en todo, no se refiere solo a los buenos tiempos (1 Tesalonicenses 5:18). Y aunque sea difícil entender este concepto, la verdad es que encierra una valiosa lección en cuanto a la gratitud.
La Biblia no esconde el hecho de que todos pasamos por pruebas, pero la forma en que manejamos esas pruebas es lo que nos moldea como personas y finalmente determina nuestra felicidad.
Si podemos estar contentos y agradecidos cuando pasamos por sufrimientos o pérdidas, no hay nada en la vida que no podamos superar. En Filipenses 4:11 leemos que debemos aprender a contentarnos cualquiera sea nuestra situación, y en 1 Tesalonicenses 5:18, a dar gracias en todo.
Pero esta clase de contentamiento, por supuesto, solo puede proceder de nuestro Padre Celestial. No es natural que como seres humanos disfrutemos o amemos las pruebas, pero cuando el Espíritu Santo vive en nosotros, la cosa cambia.
Los tiempos difíciles nos ayudan a enfocar en nuestras bendiciones
Con frecuencia, al menos en mi caso, es en los tiempos difíciles cuando uno puede verdaderamente ver y contar sus innumerables bendiciones y acercarse más a Dios. ¿Por qué? Porque cuando tocamos fondo, nuestros corazones son más dúctiles.
Cuando Pablo dice que Dios llama a lo débil del mundo y no a los sabios ni poderosos, es por una razón (1 Corintios 1:26). Incluso David dijo que cuando más abatido estaba, Dios lo había ayudado y había trabajado con él (Salmo 116:6).
Yo encuentro mucho consuelo en el plan de salvación de Dios, sabiendo que mi madre y el mundo entero conocerán algo distinto a las penas de esta vida física. Ella, ellos, nosotros, todos conoceremos la verdadera paz cuando el camino de Dios sea el único camino.
No, mi mamá no se sentará a la mesa en las muchas cenas y celebraciones que todavía tendremos, ni conocerá a muchos de los niños que han nacido, porque ya no está aquí.
Pero en lugar de dejarme llevar por un sentimiento de vacío o de pérdida irreparable, he optado por agradecer a Dios por estar viva, saludable y, más importante aún, porque veré nuevamente a mi madre. En un momento, en un abrir y cerrar de ojos, seremos transformadas y nos reuniremos para siempre (1 Corintios 15:52).
La última vez que mi mamá me vio, yo llevaba puesta una vieja camiseta roja y unos pantaloncillos azules. Pero la próxima vez que nos veamos, ambas estaremos vestidas de lino fino, limpio y resplandeciente (Apocalipsis 19:8). ¡No hay nada que me inspire más gratitud que esta esperanza!