La fe verdadera no se limita simplemente a creer

Muchos suponen que la fe solamente comprende creer firmemente en algo. Cuando los discípulos de Jesús le pidieron que aumentara su fe, él les respondió con lo que parece un ejemplo sorprendente: que una fe tan pequeña como un grano de mostaza bastaba para ordenarle a un árbol que se desarraigara y se plantara en el mar (Lucas 17:5-6). Pero ¿quiere decir esto que Jesús sugirió andar por ahí haciendo milagros portentosos, concentrándonos lo suficiente para incitar a Dios a actuar según nuestros deseos? ¿O nos estaba enseñando algo más profundo sobre el alcance de la verdadera fe?
Para discernir el significado práctico de la fe auténtica, tenemos que entender que esta es algo más complejo que simplemente creer. El libro de Santiago nos dice que incluso los demonios creen en Dios, y tiemblan, pero no podríamos decir que tienen fe (Santiago 2:19). La fe real y viva consta de tres elementos esenciales que trabajan como un todo: la creencia, la acción y la confianza.
Creer es solo el principio
En primer lugar, analicemos qué significa creencia. El diccionario de la RAE define creencia como “el firme asentimiento y conformidad con algo”. Para los cristianos, esto significa aceptar que Dios existe y que recompensa a quienes lo buscan fervientemente (Hebreos 11:6). Pero nuestras creencias no son estáticas e inamovibles: son elecciones que hacemos y que pueden cambiar con el tiempo a medida que aumenta nuestro entendimiento.
Incluso la ciencia moderna ha empezado a comprender cómo nuestro cerebro procesa y modifica las creencias. Cuando nos encontramos con información nueva o experiencias que cuestionan nuestras creencias habituales, experimentamos lo que los psicólogos llaman disonancia cognitiva: la tensión mental producto del conflicto entre dos creencias. Una dramática manifestación de esto fue la experiencia de Pedro cuando caminó sobre las aguas (Mateo 14:22-31). Pedro creía que Jesús podía hacer que él caminara sobre el agua, pero por su propia experiencia también sabía que la gente no puede hacerlo. Cuando se enfrentó al viento y las olas embravecidas, la disonancia cognitiva lo obligó a elegir qué aceptar.
El ejemplo de Tomás también nos muestra que creer requiere escoger entre nuestra comprensión física y la realidad de Dios. Cuando le dijeron que Jesús había resucitado, Tomás dijo: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos . . . no creeré” (Juan 20:25). Así como Pedro pensaba que los seres humanos no podían caminar sobre el agua, Tomás pensaba que los muertos no resucitaban. Cuando se encontró ante Cristo resucitado, tuvo que elegir entre lo que su experiencia le decía que era posible y lo que Dios le estaba revelando. Su respuesta, “¡Señor mío y Dios mío!” (versículo 28), demuestra que resolvió ese conflicto aceptando la realidad de Dios por encima de su comprensión humana.
Demostrada por medio de acciones
Esto nos lleva al segundo elemento de la fe: la acción. Santiago explica este factor esencial: “¿Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle?” (Santiago 2:14). Continúa mencionando el ejemplo práctico de ver a un hermano sin comida ni ropa. Simplemente desearle lo mejor sin procurar hacer algo para ayudarlo no sirve de nada, y asimismo es la fe que solo cree pero no actúa: es una fe muerta (versículos 15-17).
Pensemos en Abraham, a menudo llamado el padre de la fe. Cuando Dios le ordenó que abandonara su tierra natal para dirigirse a un destino desconocido, “por la fe Abraham obedeció cuando fue llamado a salir hacia el lugar que recibiría como herencia. Y salió sin saber a dónde iba” (Hebreos 11:8). La fe de Abraham no era solo una aceptación mental de las promesas de Dios, sino que la demostró mediante una acción decisiva ante la incertidumbre.
Daniel también demostró su fe mediante la acción. Cuando se enfrentó a un decreto real de comer alimentos que infringían las leyes de Dios, no se limitó a creer que los caminos de Dios eran correctos sino que actuó de acuerdo a esa creencia. Daniel “propuso en su corazón no contaminarse” (Daniel 1:8) y solicitó la prueba de comer solo verduras y agua, aunque su valentía pudo haberle costado el puesto o la vida. Su fe no se limitó simplemente a aceptar mentalmente las leyes de Dios: requirió una acción concreta que lo puso en peligro.
Desarrollar una confianza sólida
El tercer elemento esencial de la fe es la confianza, y aquí es donde muchos tropiezan, incluso después de haber creído y actuado. Una ilustración palpable de esto ocurrió en la vida de Elías. Él era un profeta que había hecho descender fuego del cielo, que corrió más rápido que un carruaje y fue objeto de la milagrosa provisión divina a través de los cuervos y testigo del suministro inagotable de harina y aceite (1 Reyes 17-18). Sin embargo, al verse amenazado por la reina Jezabel, su confianza flaqueó y huyó despavorido, pidiendo incluso a Dios que le quitara la vida (1 Reyes 19:1-4). Su creencia en la existencia de Dios no había cambiado, pero al verse bajo presión tambaleó su confianza en la protección divina.
En el caso del rey Ezequías y su confianza en Dios, la historia es muy distinta y también el resultado. Cuando Jerusalén fue rodeada por el poderoso ejército asirio, su reacción consistió en orar y presentarle a Dios la carta amenazadora del enemigo, diciendo: “Señor, Dios nuestro, sálvanos” (Isaías 37:20). Contrariamente al temor temporal manifestado por Elías, Ezequías demostró confianza en Dios incluso cuando se enfrentaba a una destrucción inminente, decidiendo confiar en su protección en lugar de ceder ante el miedo.
La confianza implica tener convicción en el carácter y las promesas de Dios aun si las circunstancias parecen adversas. Cuando Dios le pidió que sacrificara a Isaac, Abraham se enfrentó a una aparente contradicción entre la promesa divina (de que Isaac continuaría su linaje) y la orden de sacrificarlo. Su confianza en el carácter de Dios lo llevó a concluir que, de ser necesario, Dios podía resucitar a Isaac de entre los muertos para cumplir su palabra (Hebreos 11:19).
Los ejemplos que encontramos en Hebreos 11, a menudo llamado “el capítulo de la fe”, nos muestran que la fe verdadera no consiste en hacer milagros espectaculares por capricho. Más bien se refieren a gente común que decidió creer en Dios y actuar de acuerdo con esa creencia, aunque haya sido ilógico según los criterios humanos. Noé construyó un arca antes de que hubiese llovido. Moisés optó por sufrir con el pueblo de Dios en lugar de disfrutar de la vida privilegiada en casa del faraón. Gedeón redujo aún más sus tropas para enfrentarse a un ejército que, ya de por sí, era muy superior al suyo. Todas estas no fueron necesariamente situaciones críticas, sino decisiones de confiar en la voluntad de Dios por encima del razonamiento humano.
Cómo practicar y aumentar nuestra fe
Esta comprensión sobre la fe tiene implicancias prácticas para nosotros hoy. Si nos llevaran a juicio por ser cristianos, ¿habría suficientes pruebas en nuestro proceder cotidiano para condenarnos? La fe verdadera no se mide por nuestra capacidad de hacer milagros o de desarraigar árboles para que se planten en el mar. En cambio, la demostramos con la forma en que vivimos cada día, con nuestra decisión de obedecer los mandatos de Dios incluso cuando es difícil, con nuestra determinación de confiar en sus promesas aun cuando las circunstancias parezcan sombrías, y con nuestros hechos, que demuestran nuestra creencia de que su camino es el mejor.
Cuando nos enfrentamos a decisiones en el trabajo, cuando somos honestos en nuestros compromisos comerciales, cuando elegimos cómo reaccionar ante alguien que nos ha hecho daño, cuando decidimos cómo utilizar nuestros recursos . . . esas son las situaciones que revelan si tenemos una fe viva. ¿Nos limitamos a creer en la existencia de Dios o confiamos en su camino tanto como para actuar consecuentemente?
La buena noticia es que la fe puede crecer. Como Abraham, a veces podemos tropezar en nuestra confianza, pero Dios es paciente con nuestro crecimiento. El padre que llevó a su hijo endemoniado ante Jesús expresó honestamente este proceso cuando exclamó: “Creo; ayuda a mi incredulidad” (Marcos 9:24). Este hombre reconocía tanto su fe como su necesidad de que fuera más fuerte.
Cuando enfrentamos nuestras propias pruebas y desafíos, debemos recordar que la verdadera fe no significa que nunca tengamos dudas. Se trata de la decisión de confiar en Dios a pesar de esas dudas. No se trata de no fracasar nunca, sino de volver a levantarse y perseverar en el camino de Dios incluso después de haber fracasado. Y no se trata de lograr grandes hazañas, sino de vivir cada día de tal forma que demostremos nuestra creencia en las promesas de Dios y que confiamos en su guía.
El máximo ejemplo de fe es el propio Jesucristo, “el autor y consumador de nuestra fe” (Hebreos 12:2). Incluso cuando debió afrontar la muerte, demostró una confianza perfecta en la voluntad y el propósito de su Padre. A medida que seguimos su ejemplo y mantenemos la mirada fija en él, nuestra propia fe puede fortalecerse, no solo en cuanto a creer, sino en las acciones y la confianza que hacen que la fe sea íntegra.
La fe verdadera, por tanto, no es solo la aceptación intelectual de la existencia de Dios ni tampoco una mera creencia en su poder. Es una confianza viva y activa que da forma a cómo vivimos cada día. Cuando comprendemos esto, nos damos cuenta de que aumentar nuestra fe no consiste en tener el poder de realizar milagros portentosos. Se trata de crecer en nuestra confianza en Dios y en nuestro deseo de seguir su camino en todos los aspectos de nuestra vida. ¡Esta profunda transformación es el mayor milagro de Dios! BN