¿Cree que le falta paciencia? Tal vez lo que en realidad necesita es autocontrol

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¿Cree que le falta paciencia? Tal vez lo que en realidad necesita es autocontrol

Cuando yo era niña, me gustaba imaginar el tipo de mamá en que me convertiría: sería muy divertida, compartiría los juegos de mis hijos, pasaría tiempo de calidad con ellos, les mostraría amor, paciencia, preocupación y compasión, y estaría siempre dispuesta a escucharlos. Esas cualidades de una buena madre parecían muy fáciles de poner en práctica. “¿Qué tan difícil podría ser?”, me decía a mí misma.

¡Cuán equivocada estaba! Ahora tengo cuatro hijas de entre tres y doce años, y he descubierto que ser el tipo de madre que yo soñaba en mi niñez es muchísimo más difícil de lo que calculaba. Y me he dado cuenta de que lo que más me cuesta esparecer amorosa yactuar con compasión y paciencia. Con frecuencia me siento tan fatigada al final del día, que mi “pacífica” rutina a la hora de acostar a las niñas se convierte en una cadena de gritos y órdenes mientras las acorralo para que se vayan a la cama.

Y cuando hay conflictos entre mis hijas, termino gritando tanto como ellas para poder retomar el control de la situación. Ahora que están más grandes, observo la manera en que interactúan y puedo verme reflejada en su tono de voz y la forma en que se tratan mutuamente. Mi falta de autocontrol en el manejo de ellas fue contagiosa, ¡y ahora todas se parecen a mí!  Esano era la mamá que yo quería para mis hijas.

Con el correr de los años llegué a convencerme de que me faltaba paciencia con mis hijas. Creía que si era más paciente podía ser mejor madre, hasta que una vez nuestra congregación local llevó a cabo un estudio bíblico acerca de los frutos del Espíritu y leímos un libro sobre dicho tema escrito por la autora Elisa Morgan. Cuando llegamos al capítulo acerca del dominio propio y leí su introducción, caí en cuenta de que en realidad éste era el fruto que me faltaba. Claro, también necesitaba ser más paciente pero, por sobre todo, debía aprender a controlarme.

La escritora inicia el capítulo describiendo un día muy ocupado, cuando llega a su casa exhausta. A poco de llegar sus hijos le dicen que necesitan lavar una camisa en particular, que quieren algo diferente para la cena, y ¡oh!, también, que al día siguiente deben llevar a la escuela una docena de galletas caseras para la campaña de recaudación de fondos (¡de la cual nadie le había informado!) Es fácil imaginar la frustración que se le va acumulando, hasta que las cosas llegan al colmo y la “Mamá monstruosa” (como ella lo expresa) irrumpe a través de un pequeño agujero en el muro que contiene sus emociones. En ese momento comienza el griterío y las acusaciones mutuas.

Me vi reflejada tan fielmente en este relato, que me propuse estudiar más a fondo lo que es el autocontrol. Descubrí que la clave radica menos en el “auto” que en el “control”. Más específicamente, esta cualidad supone someterse al Espíritu Santo de Dios, el cual nos da el dominio propio que necesitamos para poder enfrentar nuestras luchas diarias. Proverbios 25:28 dice: “Quien no controla su carácter es como una ciudad sin protección” (Traducción en Lenguaje Actual). Me di cuenta de que el agujero en mi muro tenía que ver con controlar no solo mi lengua, sino también el tono de mi voz y mis acciones en diversas situaciones. Tengo que admitir que esta es una batalla continua, especialmente en aquellos días que estoy más cansada o afectada emocionalmente.

La vida nos ofrece oportunidades

Mientras estudiaba este tema, cierto incidente me hizo recordar que debía poner en práctica el fruto del autocontrol. Sucedió en uno de mis viajes al supermercado para comprar víveres con mis hijas Tiffany y Farrah, que en ese entonces tenían dos años y seis meses, respectivamente. Nos encontrábamos en el pasillo de los jugos, atestado de filas y más filas de coloridas botellas. Me di cuenta de que había pasado por alto el jugo que necesitaba, así que detuve el carro y me alejé un par de pasos para conseguirlo.

De repente, con el rabillo del ojo observé algo de movimiento, y vi que Tiffany se caía del carro. Y como cualquiera hace instintivamente cuando siente que se cae, ella se aferró a lo que tenía más cerca: la manilla del asiento de bebé de su hermana.

Farrah se puso a llorar y a gritar, todavía sujeta a su silla que colgaba del carro, mientras Tiffany lloraba también en el suelo. Mi primer impulso fue ir allá, zamarrear a Tiffany y decirle:  “¿¡Qué estabas haciendo!? ¿¡Por qué estabas inclinándote fuera del carro!? ¿¡Por qué te sujetaste de tu hermana!?”

Pero en ese momento la palabra “autocontrol” apareció súbitamente en mi mente, y me di cuenta de que esta era mi oportunidad de usarla. Enfoqué toda mi atención en las niñas, sin preocuparme de lo que estarían pensando las demás personas sobre mis aptitudes de madre.

Primero atendí a Farrah, enderezando su asiento y asegurándome de que estuviera bien. Luego tomé la mano de Tiffany y la ayudé a pararse. Me miró con ojos llenos de miedo, porque no sabía exactamente cuál sería mi reacción.

Después de examinarla y comprobar que no había sufrido daño, la alcé y le di un abrazo. Se calmó de inmediato y comenzó a disculparse por lo que había hecho. Me dijo: “Mami, yo solo quería tocar la botella de jugo. No quería que Farrah se cayera. ¿Está bien ella?”

Este incidente fue muy aleccionador para mí y para Tiffany y me mostró que, al controlar mis emociones, mis acciones y mi tono habían sido bastante más amorosos que de costumbre. Además, la respuesta de Tiffany ante mi actitud fue mucho más afectuosa y cooperadora de lo usual.

Encontré una cita de la escritora Beth Moore, que dijo: “La clave para el autocontrol es rehusarse a permitir que nuestros enemigos (la carne –incluyendo comportamientos y emociones–, el mundo, y Satanás) nos gobiernen o esclavicen de algún modo.

“El dominio propio es nuestro muro de protección, y si no aprendemos a controlarnos nos volvemos vulnerables a los ataques de nuestros enemigos”(Living Beyond Yourself [Cómo vivir más allá de uno mismo], Beth Moore, 2004).

Satanás se aprovecha de nuestra falta de control sobre nuestras emociones para que causemos daño a los demás.

¿Por qué quiere Dios que tengamos dominio propio? Porque esta virtud forma parte de la naturaleza misma de Dios: él es controlado, disciplinado y consistente.

El Espíritu Santo puede hacer todo esto posible en nuestras vidas si le permitimos trabajar en nosotros.