Décimo Mes: Tebet
María Magdalena, liberación desde las tinieblas
Una cortina de silencio se cierne deliberadamente sobre gran parte de su vida y entorno personal, pero, aun así, emerge como una de las mujeres ilustres del Nuevo Testamento. Se la menciona por su nombre en cada uno de los cuatro evangelios, principalmente en relación con los eventos referidos a la crucifixión de Jesús. Cuenta con el eterno privilegio de haber sido la primera persona a la que Cristo se reveló después de su resurrección. Ella ha sido tema de abundante mitología extrabíblica desde la época medieval. Ella tenía un pasado oscuro. Nada indica que su conducta haya sido siempre obscena o sórdida, lo que en algún modo justificaría la común asociación a su nombre con pecados de inmoralidad. En realidad, ella fue una mujer a quien Cristo liberó de la esclavitud demoníaca. Lucas la presenta como ”María, que se llamaba Magdalena, de la que habían salido siete demonios” (Lucas 8:2). Las Escrituras deliberadamente omiten los detalles de posesión demoníaca. Pero se nos da suficiente información para saber que ella debe haber sido un alma torturada. Jesús la había liberado de todo eso.
En efecto, “Magdalena” no es un apelativo en el sentido moderno. Ella no provenía de una familia que tuviera ese nombre; sino era de la villa de Magdala. Se llamaba “Magdalena” a fin de distinguirla de las otras mujeres llamadas María, incluyendo a María de Betania, María esposa de Cleofás y María, la madre de Jesús. La pequeña aldea pesquera de Magdala, estaba localizada en la orilla noroeste del Mar de Galilea, a unos tres o cuatro kilómetros al norte de la ciudad de Tiberias, y cerca de ocho kilómetros y medio al suroeste de Capernaún, donde vivía Pedro, y que fue la jefatura del ministerio de Jesús en Galilea. Habiendo sido liberada de demonios y del pecado, María Magdalena pasó a ser una sierva de justicia (Romanos 6:18). Su vida no fue meramente reformada, fue completamente transformada. Es intrigante que María Magdalena haya estado poseída por siete demonios. Quizás haya tratado de reformar su propia vida y aprendido de la manera más dura, lo inútil que es tratar de soltarse de las garras de Satanás por sí sola. Las buenas obras y la religión no pagan las culpas del pecado (Isaías 64:6), y ningún pecador tiene dentro de sí el poder para cambiar su propio corazón (Jeremías 13:23). María le debía todo a Jesús. Ella lo sabía. Su subsecuente amor por Él reflejó la profundidad abismal de su gratitud.
María Magdalena se unió al círculo íntimo de discípulos que viajaban con Jesús en sus viajes largos (Lucas 8:1-3). Su liberación de demonios podría haber ocurrido más o menos a fines del ministerio de Cristo en Galilea. Lucas es el único de los escritores que la menciona antes de la crucifixión. No había, nada inapropiado de permitir a mujeres discípulas entre sus seguidores. Podemos tener la certeza de que cualesquiera hayan sido los arreglos de viajes hechos por el grupo, el nombre de Jesús y el honor, eran cuidadosamente guardados de cualquiera insinuación reprochable. Después de todo, los enemigos de Jesús buscaban desesperadamente razones para acusarlo. Cuando algunos ya no caminaron más con Él, ella permaneció fiel. Le siguió todo el camino desde Galilea a Jerusalén para la última celebración de la Pascua. Ella terminó siguiéndole hasta la cruz, y aún más. María Magdalena estuvo presente en la crucifixión, junto a María, la madre de Jesús, María esposa de Cleofás, madre de Santiago el menor y Salomé madre de los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan y hermana de la madre de Jesús. Después de haber preparado especias aromáticas para ungir el cuerpo de Jesús, fue la primera en llegar hasta su tumba al amanecer del primer día de la semana, pero la tumba estaba vacía porque Jesús había resucitado antes de ponerse el sol del sábado.