¿Por qué fue crucificado Jesús?
Toda la educación moderna se basa fundamentalmente en aceptar la teoría de la evolución como un hecho. Esto puede parecer una exageración, pero no lo es. De hecho, incluso las iglesias establecidas se están viendo profundamente afectadas por esta errada visión.
El columnista Clifford Longley escribió hace poco en el semanario católico The Tablet (La tabla): “La iglesia católica acepta la teoría de la evolución de Darwin como verdadera, al menos potencialmente, y ha rechazado la fidelidad histórica del relato de la creación registrado en Génesis, incluyendo la historia de Adán y Eva y la manzana” (“Christian Doctrine Needs to Evolve” [La doctrina cristiana necesita evolucionar], nov. 26, 2011).
Esta declaración ciertamente no se aplica a todos los miembros de la iglesia católica, pero no deja de ser muy inquietante y perturbador que se publique en una revista religiosa oficial.
Dicho artículo enThe Tablet cuestiona incluso las doctrinas cristianas más básicas. Continúa así: “¿Qué tipo de Dios es aquel que exige que su amado Hijo muera para reparar un acto de desobediencia de alguien que tal vez nunca existió? Si Dios estaba tan molesto por ello, ¿por qué simplemente no perdonó a Adán y a Eva y acabó con el asunto?”
Quienquiera que haya experimentado verdaderamente el alivio que siente un cristiano genuino después de haber sido perdonado, nunca se haría semejante pregunta. El rey David de Israel cometió dos crímenes capitales y pecó contra Dios y el hombre. ¿Puede imaginarse el alivio que sintió después de su arrepentimiento, cuando el profeta Natán le dijo en 2 de Samuel 12:13: “También el Eterno ha remitido tu pecado; no morirás”?
Desde el comienzo de la creación, Dios ha condenado fuertemente el pecado. Las Escrituras dicen: “Mas esto que David había hecho, fue desagradable ante los ojos del Eterno” (2 Samuel 11:27).
Nuestro Creador odia todo tipo de pecado por sus tóxicos efectos sobre sus hijos, los seres humanos, hechos a su imagen (Génesis 1:26-27). Por ejemplo, Dios aborrece el divorcio por la destrucción que causa en la vida familiar, especialmente en los hijos (ver Malaquías 2:14-16).
Nuestro universo sigue basándose en principios morales. Dios estableció el principio de causa y efecto en toda su creación, por lo cual el pecado tiene consecuencias negativas. En realidad, el pecado merece el castigo de la muerte, porque una pena menor haría parecer que el pecado no es tan malo después de todo.
No obstante, y aunque Dios odia el pecado, él ama al pecador y desea que él o ella se arrepientan. Y es en este momento que el sacrificio de Jesucristo entra en escena. El amor de nuestro Creador alcanzó su máxima expresión cuando él nos dio a su unigénito, Jesucristo, para que no pereciéramos y pudiéramos heredar vida eterna en su reino (ver Juan 3:16-17).
Los cristianos nunca deben avergonzarse del sacrificio de Cristo. Por el contrario, debemos reconocer que en el gran plan de salvación de Dios, Jesús murió para ayudar a toda la humanidad a darse cuenta de la terrible gravedad del pecado y de la inconmensurable profundidad del amor de Dios y su misericordia por nosotros. De hecho, su sacrificio nos hace libres.
La justicia y la misericordia de Dios
Muchos no entienden que el amor de Dios implica justicia y misericordia. Él es un Dios justo y piadoso. Es por este atributo divino de justicia que debió pagarse una pena como castigo por nuestros pecados, es decir, nuestras transgresiones a la ley de Dios (ver 1 Juan 3:4).
Y fue debido a esa divina misericordia de Dios que Jesucristo murió por nuestros pecados. Como la paga del pecado es la muerte (Romanos 6:23), Jesucristo, libre de pecado y por voluntad propia, sufrió una terrible muerte en nuestro lugar para que el Dios de justicia pudiera mostrar su gran misericordia. Como consecuencia, nuestros pecados son perdonados a fin de reconciliarnos con Dios y recibir la vida eterna (ver 2 Corintios 5:17-21).
La gracia barata nunca ha sido parte del plan del Padre, y es absolutamente contraria a su carácter divino. De manera que la reconciliación con Dios el Padre se hace posible solo a través del precio más alto que se pueda pagar: la sangre purificadora de su hijo Jesucristo. Como lo expresó el apóstol Pedro: “Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación”(1 Pedro 1:18-19, énfasis agregado en todo este artículo).
Cuando Jesús regrese a la Tierra, traerá a todo el mundo aquel sistema utópico que la humanidad ha buscado en vano a través de los tiempos, “disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre” (Isaías 9:7). Note también “que juzgará con justicia a los pobres, y argüirá con equidad por los mansos de la tierra” (Isaías 11:4).
Nunca debemos subestimar la justicia de Dios, que está suavizada por su gran misericordia. El apóstol Santiago escribió que “la misericordia triunfa sobre el juicio” (Santiago 2:13). Y el apóstol Pablo alababa a Dios afirmando: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación” (2 Corintios 1:3).
Pero la necesidad de Dios de dar a su Hijo como sacrificio por nuestros pecados ofende a quienes adoptan el cristianismo solo de nombre y a los incrédulos, como explica el Nuevo Testamento.
Una cruz ofensiva, pero no para los cristianos verdaderos
Pablo escribió abiertamente sobre “el tropiezo de la cruz” (Gálatas 5:11). Este comentario suyo tiende a ofender a aquellos que malentienden su verdadero significado. Ciertamente, la crucifixión fue profundamente ofensiva para Pedro antes que él entendiera su propósito como el medio para que Dios el Padre demostrara su justicia en relación al pecado y su misericordia para perdonarnos (ver Marcos 8:31-33). Además, Pablo nos dice que “la palabra de la cruz es locura a los que se pierden” (1 Corintios 1:18).
Sin embargo, Pablo claramente asoció el poder de Dios con la cruz de Cristo (para representar figurativamente la expiación de nuestros pecados). El apóstol explica: “Porque aunque fue crucificado en debilidad, vive por el poder de Dios. Pues también nosotros somos débiles en él, pero viviremos con él por el poder de Dios para con vosotros” (2 Corintios 13:4).
Así es que el simbolismo de la cruz de Cristo sigue siendo parte integral del mensaje verdadero del evangelio. “Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree” (Romanos 1:16).
Pablo expuso este principio en términos personales: “Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).
Luego afirmó: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gálatas 6:14). Por supuesto, la cruz física original dejó de existir hace mucho tiempo atrás y se redujo a polvo.
La cruz de Cristo: un instrumento de paz
Pablo explicó a los cristianos en Roma que habiendo sido “justificados, pues, por la fe,tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Romanos 5:1). El apóstol también explicó cómo se logra esto: “y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses 1:20).
Solamente la sangre del Hijo de Dios puede satisfacer las justas demandas de la santa ley espiritual de Dios. Solamente el sacrificio de Cristo puede cumplir con los términos y condiciones del Padre. Dios no transa con su ley espiritual. Tenemos que arrepentirnos de nuestros pecados y esforzarnos por obedecerle (Juan 15:14; 1 Juan 5:2-3). Jesucristo guarda los mandamientos de su Padre, estableciendo un ejemplo eterno para todos nosotros (Juan 15:10).
Pero aun así, Dios toma en cuenta nuestra frágil estructura humana (Salmos 78:37-39). Cuando por debilidad pecamos y luego nos arrepentimos, “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).
Sin embargo, humanamente no podemos cumplir y guardar efectivamente la ley de Dios hasta que hayamos sido totalmente perdonados por todos nuestros pecados, es decir, nuestras transgresiones de su ley espiritual. Es indudable que las personas atormentadas por la culpa encuentran que obedecer a Dios es una tarea difícil. Pero hay una manera de deshacerse de la culpa.
Debemos limpiar nuestras conciencias culpables.
Los ritos ceremoniales, las ofrendas y los sacrificios de la antigua Israel no podían hacer perfectas a las personas que efectuaban esos servicios, “en cuanto a la conciencia” (Hebreos 9:9). ¡Pero la expiación de Cristo sí puede! “¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (v. 14).
Después de que somos totalmente perdonados y limpiados de nuestros pecados, primeramente por la sangre de Cristo y en segundo lugar por el simbolismo de las aguas bautismales, se nos dice “que nos acerquemos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura” (Hebreos 10:22).
El apóstol Juan expresó profundo aprecio por el sacrificio de Jesucristo: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apocalipsis 1:5). En la milagrosa conversión de Pablo, Ananías le preguntó: “Ahora, pues, ¿por qué te detienes? Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre” (Hechos 22:16). El proceso de salvación incluye la sangre de cristo y las aguas del bautismo.
El sacrificio de cristo lleva a la vida eterna
Jesús explicó a Nicodemo: “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado [porque había sido crucificado], para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:14-16).
Juan registró las propias palabras de Cristo: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió [el Padre], tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24). Por esto es que la conversión verdadera es tan importante (Hechos 3:19). Finalmente: “Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:11-12).
Verdaderamente, Jesús murió para reconciliarnos con Dios, pagando el precio de la muerte por nuestros pecados, muriendo en nuestro lugar y mostrándonos el camino a la salvación eterna. No debemos corrompernos por la falsa visión del mundo al borrar y eliminar de nuestras mentes estas maravillosas buenas noticias, de las cuales deberíamos estar por siempre agradecidos.