Los tres niveles del gran sacrificio de Jesucristo
En esta época del año, primavera en el hemisferio norte (que incluye el territorio de Israel), recordamos de manera especial el grandioso sacrificio de Jesucristo, que murió el día de la Pascua bíblica como el verdadero cumplimiento del sacrificio del cordero pascual (1 Corintios 5:7).
Jesús entregó su vida voluntariamente (Juan 10:15, 18) para librar de la muerte y la destrucción a todo ser humano que esté realmente dispuesto a seguirlo. Su sacrificio hace posible que todos podamos alcanzar la vida eterna en el glorioso Reino de Dios.
Y no debemos olvidar que su muerte es, además, una ofrenda que hizo Dios Padre, quien “amó tanto al mundo que dio a su Hijo único” (Juan 3:16, Nueva Traducción Viviente).
El sacrificio de Cristo para pagar la pena del pecado por toda la humanidad concluyó con su dolorosa muerte por crucifixión, pero comprendió mucho más que eso. Como veremos, una serie de sacrificios condujeron hasta ese punto, y todo aquello a lo que él voluntariamente renunció y se sometió durante su vida humana fue verdaderamente extraordinario. Todos estos elementos pueden considerarse aspectos del mayor sacrificio jamás realizado.
Examinaremos a continuación tres aspectos o niveles de la inmensidad de ese sacrificio, que deberían asombrarnos porque revelan todo lo que se hizo para asegurar nuestra redención.
El sacrificio que se necesitó para que Dios se hiciera hombre
Un aspecto extraordinariamente asombroso del sacrificio de Cristo precedió su vida física. Comienza con el hecho de que antes de que existiera nada más, había dos seres que existían juntos como Dios: Aquel que se convirtió en Dios Padre y el Verbo, por medio del cual se hicieron todas las cosas y quien se hizo carne, convirtiéndose en el Hombre Jesucristo (Juan 1:1-3, 14).
Ellos, “antes del comienzo del tiempo” (Nueva Versión Internacional) previeron que los seres humanos, que aún no habían sido creados, necesitarían la gracia a través de Cristo para redimirlos del pecado y de la muerte si elegían el camino equivocado (2 Timoteo 1:9; compárese con 1 Pedro 1:20).
Así que el primer nivel del sacrificio de Jesús fue su decisión de despojarse de su condición de existencia sublime para experimentar la vida en carne física. Es sorprendente que el Verbo, Creador de todas las cosas, estuviera dispuesto a convertirse en un ser humano mortal.
El Verbo dejó atrás el esplendor, la belleza y el poder que tenía con Dios Padre en su trono en el cielo, ¡donde millones de ángeles los alababan! (véase Apocalipsis 4:1-11; 5:11; Juan 1:1-5, 29). Abandonó aquel magnífico cielo para vivir como ser humano en una diminuta parte de uno de sus pequeños planetas durante más de 30 años, jugándose el todo por el todo para salvar a la humanidad.
Cambió la inmortalidad por mortalidad. Renunció a la gloria y al poder infinitos por una vida como terrícola, despojado de su gloria. Comenzó la vida humana como bebé en el vientre de su madre, y su transformación fue la máxima demostración de humildad.
¡Filipenses 2:5-8 nos dice que Jesús hizo de muy buena gana este sacrificio supremo!
Una vez que Jesús se convirtió en ser humano, tuvo que sustentarse con agua y alimento. Experimentó sed y hambre, y por tanto tenía que beber y comer. Sintió cansancio y fatiga, por lo que debía descansar y dormir con regularidad. Sufría dolores normales, punzadas, escozor y sudoración. A veces padecía un calor agobiante, y otras, un frío penetrante.
Durante la vida terrenal de Jesús, nadie tenía la clase de comodidades modernas que tantos disfrutan hoy en día. Nada de plomería interior para dispensar agua caliente y fría al instante. Ninguno de los electrodomésticos modernos, electricidad ni gas natural. Nada de calefacción central ni aire acondicionado, colchones de lujo, automóviles, autobuses ni trenes. Nada de supermercados, ropa y zapatos baratos fabricados en serie. Nada de computadores ni teléfonos.
Es indudable que Jesús tuvo un hogar o residencia durante su ministerio, ya que se nos dice que “habitó en Capernaúm” (Mateo 4:13). Ahí estableció su base de operaciones, pero pasó gran parte de su tiempo trasladándose de un lado a otro. Él y sus discípulos viajaban principalmente a pie, lo que no siempre era fácil, cómodo ni seguro. Por ejemplo, la distancia entre Capernaúm y Jerusalén era de unos 136 kilómetros. Jesús se refirió a la naturaleza itinerante de su trabajo cuando afirmó: “Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza” (Lucas 9:58). Las Escrituras nos hablan de la vida de Jesús y sus discípulos, de sus largas caminatas que incluían acampar, cocinar, conversar, y también momentos de crisis.
Jesús estuvo expuesto a los peligros de ladrones y otros criminales, a la contaminación, olores nauseabundos y otras circunstancias incómodas, muy diferentes de su vida anterior en el plano divino de existencia.
La encarnación de Jesús, su conversión en carne humana mortal, fue un extraordinario acto de degradación y humillación. Abandonó la gloriosa vida espiritual en el cielo para vivir como un ser físico vulnerable, expuesto a todo tipo de sufrimiento humano.
Además, vino a vivir en el mundo que estaba, y sigue estando, bajo la poderosa influencia del “príncipe de este mundo”, Satanás el diablo (Juan 12:31). Como resultado, estuvo expuesto a los esfuerzos del diablo por infundir en él actitudes y acciones erróneas (Mateo 4:1-11; Efesios 2:1-3), siendo “tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15). Esta experiencia fue esencial para que Jesús se convirtiera en nuestro compasivo Sumo Sacerdote y Salvador (mismo versículo; véase 2:17-18).
El sacrificio de sufrir humillaciones y animadversión
Otro nivel del gran sacrificio de Jesús fue la malvada y creciente oposición que debió soportar durante su ministerio. Tras bastidores estaba Satanás, “el dios de este siglo”, alentando constantemente el odio gradual (2 Corintios 4:4).
Una vez que Jesús comenzó a predicar sus maravillosos mensajes y a realizar milagros, incluyendo sanaciones divinas, las reacciones de la gente fueron diversas. Maestro controvertido, llegó a ser amado y adorado por muchos, mientras que otros lo odiaban y rechazaban cada vez más, en especial los dirigentes religiosos judíos. Y muchos otros eran simples espectadores poco dispuestos a aceptarlo a él y sus enseñanzas por diversas razones, entre ellas el miedo (véase Juan 7:5-15).
Incluso la mayoría de sus admiradores no se convirtieron en verdaderos seguidores. Como otros, aún no comprendían la misión y los mensajes de Jesús. “Vino al mismo mundo que él había creado, pero el mundo no lo reconoció. Vino a los de su propio pueblo, y hasta ellos le rechazaron” (Juan 1:10-11, NTV). Sobrellevando sus problemas y los de los demás, fue “varón de dolores, experimentado en quebranto” (Isaías 53:3), aunque también experimentó una gran alegría por vivir (Hebreos 1:9).
La popularidad de Jesús provocó la envidia de muchos de los líderes y maestros religiosos judíos: los escribas y fariseos, así como los saduceos y el sacerdocio. La corrupta naturaleza humana codicia el poder y el prestigio, y a los mandamases judíos les disgustaba ver que estaban perdiendo la supremacía como autoridades religiosas y también el respeto de la gente (compare Marcos 1:22; 15:10).
Jesús fue bombardeado de manera cada vez más directa con insultos y acusaciones e indirectamente con calumnias maliciosas, en un esfuerzo por dañar su reputación y credibilidad. Es importante comprender por qué había tantos conflictos entre las enseñanzas de Jesús y las de las sectas dominantes del judaísmo. Las enseñanzas de Jesús nunca contradijeron las Escrituras (véase Mateo 5:17-20). Pero el judaísmo se había convertido en una religión que exaltaba las tradiciones hechas por el hombre por encima de las Escrituras.
De hecho, ¡algunas de sus costumbres incluso contradecían las Escrituras! Dios había dicho: “Cuidarás de hacer todo lo que yo te mando; no añadirás a ello, ni de ello quitarás” (Deuteronomio 12:32). Los fariseos y los escribas habían violado flagrantemente este mandamiento, y Jesús los denunció enérgica y airadamente llamándolos hipócritas (véase Mateo 15:1-13; Marcos 7:1-13). De ahí que muchos de ellos lo despreciaran.
Es significativo que Jesús esperara hasta poco antes del momento de su ejecución para pronunciar su vehemente condena pública a los dirigentes judíos (véase Mateo 23:1-39). Enfrentarlos resueltamente antes podría haber provocado que la furia de ellos creciera e intentaran acelerar su muerte antes de la hora prevista.
Los enemigos de Jesús urdieron varios complots para meterlo en problemas con la jerarquía judía y las autoridades romanas. Buscaban desacreditarlo, silenciarlo, ¡e incluso condenarlo a muerte! Lo desafiaban con preguntas capciosas en un esfuerzo por tenderle una trampa, así que tenía que escoger sus palabras con mucho cuidado. Hubo ocasiones en las que planeó sus viajes y destinos para evitar ser arrestado prematuramente (véase Juan 7:1; 11:53-54). Esto ayuda a explicar por qué Jesús a menudo le pedía a una persona a la que acababa de sanar que no se lo contara a nadie. Sabía que cuando sus enemigos se enteraran de sus milagros, estarían aún más empeñados en destruirlo.
Por supuesto, Jesús también contó con la protección milagrosa del Padre para asegurarse de que no fuera inmolado antes del momento en que debía suceder: en la Pascua al final de su ministerio.
Jesús tenía una relación muy estrecha con el Padre y disfrutaba la compañía de otras personas, especialmente la de sus seguidores. Pero en aspectos importantes y humanamente hablando, Jesús vivió una vida un tanto solitaria, ya que nadie más tenía aún el Espíritu Santo dentro de sí ni la profunda comprensión espiritual que él conlleva.
Además, es fácil imaginarse el estrés constante y la tensión emocional que Jesús debió sentir debido a la creciente animosidad, enfrentamientos, amenazas y peligros de parte de aquellos que se convirtieron en sus enemigos, especialmente porque sabía lo que pronto iba a suceder.
El sacrificio de sufrir la tortura y la muerte
El último nivel del gran sacrificio de Jesús tuvo lugar al final de su vida humana, con su traumático sufrimiento y muerte. Esto fue necesario para llevar a cabo la justicia divina y al mismo tiempo mostrar una misericordia inconmensurable. Demostró tanto la gravedad del pecado como el impresionante amor del Padre y de Cristo.
La Biblia revela que la pena por el pecado es la muerte (Romanos 6:23), pero esa es la pena máxima. El pecado acarrea también consecuencias menores, aunque graves, de incontables desdichas con terrible sufrimiento y dolor. De este modo, Cristo pasaría no solo por la muerte, sino también por los intensos sufrimientos previos. Porque solo este gran sacrificio del Creador podía expiar todos los pecados para siempre.
Al elegir el camino del pecado, o sea la desobediencia a las leyes de Dios, los seres humanos han quedado sometidos al señor del pecado y de la muerte, el tentador y engañador, Satanás. Este ser maligno en un tiempo había sido un ángel de Dios, pero llegó a odiarlo a él y sus caminos e hizo que muchos otros ángeles también se le rebelaran. Ahora son conocidos como espíritus malignos o demonios (para saber más, descargue o solicite nuestra guía de estudio gratuita ¿Existe realmente el Diablo?).
Cuando el Verbo divino se convirtió en un ser humano físicamente vulnerable, Satanás consideró que esta era su oportunidad dorada para infligirle un terrible tormento y procurar destruir el plan de Dios para salvar la humanidad. Influyó en el rey Herodes para que intentara matar al niño Jesús. Le presentó a Jesús grandes tentaciones para pecar (Mateo 4:1-11) y para que no fuera el sacrificio perfecto y sin pecado que debía ser. Influyó reiteradamente en los líderes religiosos para que intentaran matar a Jesús (Juan 8:37, 40).
Satanás pervirtió las mentes de los líderes religiosos hostiles y finalmente logró que uno de los discípulos de Jesús, Judas Iscariote, lo traicionara. De hecho, en la última Pascua de Jesús con los discípulos, “Satanás se metió en el corazón de Judas”, y el propio Jesús le dijo que actuara con rapidez (Juan 13:27, Traducción en Lenguaje Actual). Durante esa noche, Judas condujo a la turba hostil hasta donde podían arrestar a Jesús, lo que propició su injusto juicio y ejecución.
Jesús se entregó para ser asesinado por estas fuerzas dirigidas por Satanás, y el Padre mismo consintió en que su Hijo sufriera de esa forma. Pero para Satanás no era suficiente matar a Jesús: quería herirlo con crueldad, quebrantarlo, hacerlo fracasar en la misión más importante de todos los tiempos.
La gente malvada ha ideado todo tipo de métodos de tortura horrorosamente sádicos, pero la crucifixión es uno de los métodos más crueles de ejecución pública, ¡absolutamente satánico! Para los peores tipos de dolor, la gente ha acuñado la palabra “insoportable”, es decir, un dolor comparable al de la crucifixión: ser clavado a una cruz para morir lenta y tortuosamente. Es horrible imaginarlo.
Dios y el Verbo habían estado conscientes por anticipado, durante largo tiempo, del sufrimiento del Verbo que se haría carne y finalmente sacrificaría su vida por los pecados de la humanidad. Finalmente, había llegado el momento. Y en las horas que precedieron al arresto de Jesús, el agonizante temor ante todo lo que estaba a punto de pasar se apoderó intensamente de él.
Satanás quería que Jesús se centrara en su propio bienestar e intentara huir, que pensara que el plan divino y su necesario sufrimiento y muerte no valían la pena, pero Jesús se comprometió con la voluntad de su Padre.
Jesús sufrió entonces la humillación de ser arrestado como si fuera un criminal. Sus discípulos huyeron atemorizados, lo que aumentó su dolor. Poco después estaba siendo “juzgado” falsamente ante un tribunal corrupto, donde su sentencia ya estaba decidida con antelación. Los líderes religiosos se habían llenado tanto de odio, que estaban dispuestos a quebrantar sus propias leyes y normas para que fuera condenado rápidamente.
Solo podemos imaginar cuánto sufrió Jesús con cada uno de los subsiguientes actos crueles y sádicos. Fue ridiculizado, escarnecido y escupido públicamente. Fue golpeado mientras tenía los ojos vendados. Le arrancaron manojos de su barba. Lo despojaron de sus ropas y lo azotaron despiadadamente con látigos de cuerdas que tenían trozos de hueso y metal en sus puntas, de modo que cada golpe desgarrara la carne hasta dejar al descubierto sus huesos. La mutilación fue tan horripilante, que quedó casi irreconocible. Le incrustaron una corona de espinas en su cabeza, desgarrándole la piel. Le insertaron clavos en las muñecas y los pies. Colgó de la cruz en agonía durante seis largas horas, experimentando agudos dolores por todo el cuerpo, una sed terrible y una debilidad extrema, mientras se esforzaba angustiosamente por respirar.
Satanás bien pudo haberse deleitado en el horrible tormento, mientras trataba de que Jesús renegara mentalmente contra la humanidad y contra su Padre. Pero Jesús nunca cedió. Cuando fue clavado en la cruz, oró: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). ¡La profundidad de su misericordia es verdaderamente impresionante!
Para acabar con el espantoso sufrimiento de Jesús, lo atravesaron con una lanza. Clamó y encomendó su espíritu a Dios.
Entonces, ¡Jesucristo murió! Aquel por medio del cual se hizo el universo estaba muerto.
Sin embargo, el diablo no salió victorioso: sus esfuerzos por tentar a Jesús para que pecara o se rindiera habían fracasado. Jesús murió en la Pascua, como el perfecto sacrificio sin pecado para la redención de la humanidad. Pero felizmente ese no fue el fin de la historia, pues tres días después de que su cuerpo fuera depositado en la tumba resucitó de nuevo, tal como él mismo había predicho.
Este tema da para mucho, pero aquí no disponemos de espacio suficiente para un análisis más profundo. Le recomendamos que repase las detalladas profecías de los sufrimientos de Cristo en Isaías 52 y 53 y en el Salmo 22, así como los relatos en los Evangelios acerca de la última semana de Jesús que culminó con su tortura y crucifixión, para que pueda verdaderamente dar gracias.
Es realmente conmovedor contemplar la magnitud del sacrificio de Jesús en sus múltiples niveles si consideramos quién era él, a qué renunció y todo lo que soportó. ¡Y recuerde que él sufrió todo lo que sufrió por todos y cada uno de los que hemos vivido o vivirán!
Él “nos amó y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apocalipsis 1:5) ¡Qué sacrificio tan asombroso! ¡Qué amor tan insuperable! ¡Qué gracia tan sublime!
Como escribió el apóstol Pablo en Efesios 3:18: “Espero que puedan comprender, como corresponde a todo el pueblo de Dios, cuán ancho, cuán largo, cuán alto y cuán profundo es su amor” (NTV). BN