La esperanza verdadera
Más que una ilusión

En ocasiones, vivir en el mundo actual puede resultar abrumador. Nos enfrentamos a luchas personales, retos globales e incertidumbre sobre el futuro. Pero en la Biblia se describe un tipo especial de esperanza que va mucho más allá de las simples ilusiones o del optimismo temporal. Esta esperanza tiene el poder de transformar nuestras vidas y proporcionarnos un ancla inquebrantable.
Cuando en nuestras conversaciones cotidianas hablamos de esperanza, por lo general usamos frases como “espero que no llueva mañana”, “espero que mi equipo gane el partido”, o “espero que la situación se resuelva”. Esto es solamente la expresión del deseo de que se produzca el resultado preferido, sin una certeza real de que vaya a suceder. Pero la esperanza bíblica es diferente: no es solo una ilusión, sino una expectativa segura basada en las promesas de Dios.
El libro de Hebreos nos dice que “tener fe es estar seguro de lo que se espera; es estar convencido de lo que no se ve” (Hebreos 11:1, Reina-Valera Contemporánea). Esta escritura vincula la fe y la esperanza de una manera magnífica. Nuestra fe, demostrada por medio de nuestras acciones, es la prueba tangible de lo que esperamos. Pero ¿qué es exactamente lo que esperamos? ¿Y qué efecto tiene en nuestra vida?
La esperanza conduce a la transformación
El apóstol Pablo declaró en 1 Corintios 15 que nuestra esperanza suprema va mucho más allá de nuestra vida física actual, señalando que si nuestra esperanza en Cristo es solo para esta vida, “somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres” (v. 19). Como explicó más adelante, nuestra esperanza está en la resurrección de los muertos y en el Reino de Dios venidero.
Esta esperanza no es pasiva, sino una fuerza activa que debe cambiar nuestra forma de vivir. Cuando Dios comienza a llamar a alguien, le abre la mente para que comprenda su verdad y le infunde la esperanza de que la obediencia a su camino de vida le traerá recompensas eternas. Esta esperanza conduce a la transformación, como instó Pablo en otro lugar: “Y no adopten las costumbres de este mundo, sino transfórmense por medio de la renovación de su mente, para que comprueben cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, agradable y perfecto” (Romanos 12:2, RVC).
Solo tome en cuenta cómo esta esperanza ya ha cambiado la vida de aquellos que Dios ha llamado a salir de este mundo. Han acomodado su horario semanal para guardar el día sábado, han modificado sus hábitos de gasto para incluir el diezmo, y han comenzado a observar las fiestas santas anuales de Dios en lugar de las fiestas tradicionales. No se trata de pequeños ajustes, sino de cambios radicales que demuestran una fe real y basada en una esperanza genuina. (Para obtener más información, lea nuestras guías de estudio gratuitas El día de reposo cristiano, ¿Qué enseña la Biblia respecto al diezmo? y Las Fiestas Santas de Dios).
Los héroes de la fe mencionados en Hebreos 11 ejemplificaron esta esperanza transformadora. Leemos en el versículo 13: “Conforme a la fe murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra”.
Estos siervos fieles estaban tan convencidos de su esperanza futura, que vivieron como residentes temporales en este mundo, esperando algo mucho mejor. Su ejemplo nos muestra cómo es la esperanza real y viva en acción. No solo creían en las promesas de Dios, sino que actuaban en base a esa creencia de maneras extraordinarias. Abraham dejó su tierra natal, Moisés renunció a los placeres de Egipto y otros soportaron grandes pruebas, todo porque estaban plenamente convencidos de su esperanza futura. Esta misma esperanza transformadora debiera motivarnos a crecer más allá de lo básico de la vida cristiana.
Una perspectiva vital para seguir adelante y crecer
Jesús ilustró este principio de crecimiento y transformación mediante la parábola de los talentos (Mateo 25:14-30). El primer siervo recibió un talento (una gran cantidad de dinero que representa los medios o la capacidad que Dios nos da) y simplemente lo enterró, sin hacer nada más que conservar lo que se le había dado, por lo que fue llamado “malo y negligente” y arrojado a las tinieblas de afuera. A diferencia de los héroes de la fe que buscaron activamente el camino de Dios, este siervo solo trató de mantener lo que tenía.
Cristo enfatizó aún más este principio al interactuar con un joven rico, quien le preguntó qué debía hacer para heredar la vida eterna (Mateo 19). Jesús le dijo que primero guardara los mandamientos, y el joven respondió que lo había hecho desde su juventud. Pero entonces Jesús le planteó un reto que le resultaba especialmente difícil: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (v. 21).
Al igual que los héroes de la fe que le precedieron, a este joven se le ofreció la oportunidad de demostrar una esperanza transformadora a través de sus acciones. Lamentablemente, se marchó entristecido, incapaz de dar ese paso adicional de compromiso y revelando que no era tan obediente como había supuesto.
El apóstol Pedro ofrece una hermosa descripción de la esperanza viva que tenemos por medio de Jesucristo. Escribe que Dios “nos ha hecho nacer de nuevo a una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros” (1 Pedro 1:3-4). Esta esperanza es viva porque conduce a la vida eterna, y debiera ser evidente en la forma en que vivimos nuestras vidas hoy.
Nuestra esperanza no tiene que ver únicamente con nuestro destino final, sino también con el viaje de transformación. Cuando comprendemos verdaderamente lo que Dios nos ofrece, eso debería motivarnos a comprometernos plenamente. Deberíamos crecer en el carácter de Dios, desarrollar el fruto de su Espíritu y servir activamente a los demás. Esta esperanza debería manifestarse en nuestras relaciones, ética de trabajo, palabras y prioridades.
Piense en cómo afecta esta esperanza nuestra respuesta ante las pruebas. Pedro nos anima diciendo que, aunque podamos estar “afligidos en diversas pruebas”, estos desafíos tienen un propósito: “. . . para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, honra y gloria cuando sea manifestado Jesucristo” (1 Pedro 1:6-7). Nuestra esperanza nos da la perspectiva para ver las pruebas como oportunidades de crecimiento y no simples dificultades que hay que soportar.
Esta esperanza también influye en cómo vemos los bienes materiales y el éxito mundano. Cuando creemos verdaderamente en la herencia que Dios nos ha prometido, nos aferramos menos a las cosas terrenales. Entendemos que nuestro verdadero tesoro no está en las cuentas bancarias ni en las posesiones, sino en el Reino de Dios que está por venir. Esto no significa descuidar nuestras responsabilidades, sino mantenerlas en la perspectiva adecuada.
Además, esta esperanza debería influir en cómo tratamos a los demás. Si realmente creemos que Dios está ofreciendo a la humanidad la oportunidad de formar parte de su familia, debería cambiar la forma en que vemos e interactuamos con todas las personas que conocemos. Son hijos potenciales de Dios, independientemente de sus circunstancias actuales o de sus decisiones.
Una nueva creación, para siempre
La verdadera esperanza es transformadora. No se trata solo de creer ciertas verdades o seguir ciertas reglas. Se trata de convertirse en una nueva creación en Cristo. Como escribió Pablo en 2 Corintios 5:17: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”.
Lo que hace que esta esperanza sea tan poderosa es su fundamento: las promesas inmutables de Dios. A diferencia de las esperanzas mundanas que pueden decepcionarnos, esta esperanza se basa en el carácter y la fidelidad del mismo Dios. Como se afirma en Hebreos 6:19: “Esta esperanza mantiene nuestra alma firme y segura, como un ancla . . .”.
Los desafíos y dificultades de esta vida a veces pueden parecer agobiantes, pero esta esperanza definitiva nos da la fuerza para perseverar. Nos recuerda que nuestras luchas actuales son temporales, pero nuestra herencia futura es eterna (2 Corintios 4:17-18). Como escribió Pablo: “Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Romanos 8:18).
La esperanza del Reino de Dios no es solo un sueño lejano que hay que esperar pasivamente. Es una fuerza poderosa que debería estar transformando nuestras vidas hoy mismo. Cuando comprendemos verdaderamente que estamos siendo preparados para una herencia eterna como hijos divinos de Dios, todo cambia en nuestra forma de vivir.
Como nos aseguró Pablo, nuestros esfuerzos por crecer en el camino de Dios no son en vano: “Así que, hermanos míos amados, estad firmes y constantes, creciendo en la obra del Señor siempre, sabiendo que vuestro trabajo en el Señor no es en vano” (1 Corintios 15:58). Esta esperanza viva da sentido a todos los aspectos de nuestra vida cristiana y nos infunde energía para seguir adelante, hacia el sublime llamamiento que se nos ha hecho en Cristo Jesús. BN