Haga un espacio para la naturaleza divina
En el escenario bélico de la Segunda Guerra Mundial en la zona de Asia-Pacífico, Estados Unidos llevó a cabo una campaña sistemática para conquistar un grupo de islas que con el tiempo le permitiría acercarse a Japón, que era el objetivo final. Isla tras isla, la fuerza naval estadounidense iba debilitando las defensas japonesas mediante un bombardeo sin tregua. Los infantes de marina (entre los que se contaba mi padre) eran enviados a la ribera para establecer una cabeza de playa. Una vez que estaban seguros, debían comunicar por radio “¡Misión cumplida!” a los barcos que se hallaban en alta mar.
Sin embargo, aquello solo era posible hasta cierto punto ya que gran parte de la isla estaba aún bajo dominio japonés. Asegurar que toda la isla estuviera bajo un mismo comando demandaría más tiempo. Y esto ni siquiera incluía la operación total, que pretendía el control de muchas otras islas. Por esta razón, la invasión fue solo una coyuntura en el camino a la victoria.
Este episodio histórico encierra cierta similitud con el llamado que Dios nos ha hecho. Como personas de fe, algunas veces podemos operar bajo dos concepciones falsas que pueden obstaculizar los logros que Dios desea ver en nosotros. La primera noción falsa es que una vez que nos hemos arrepentido de nuestros pecados, aceptado a Jesucristo como nuestro Salvador y bautizado, los desafíos más grandes quedan en el pasado. Después de todo, hemos llegado a la playa al igual que los marinos de nuestra historia — ¡misión cumplida!
La segunda noción falsa surge cuando la bruma de la lucha espiritual nos envuelve mientras nos resguardamos del fuego cruzado de la vida, convenciéndonos de que estamos solos y que lo que necesitamos para “pelear la buena batalla de la fe” (1 Timoteo 6:12) está fuera de nuestro alcance.
Ambos conceptos erróneos son totalmente desbaratados por las afirmaciones bíblicas y por el entendimiento y aprecio de lo que únicamente Dios puede hacer, y porque tenemos la responsabilidad de responder con gratitud por su intervención en nuestras vidas mientras luchamos por vivir según el llamado de Cristo.
Un llamado de atención espiritual
El Espíritu Santo no es simplemente un destornillador o una llave espiritual que usamos en caso de necesidad, sino la presencia interna de Dios y de Cristo, que permitió a Pablo proclamar que Cristo vivía a través de él (Gálatas 2:20).
La realidad es que Dios ha elegido trabajar “desde dentro hacia afuera”, que es exactamente lo opuesto a lo que hace el ser humano. Considere a Adán y Eva, quienes buscaron afuera algo que los igualara a Dios, cuando lo que Dios quería era que emprendieran un camino totalmente distinto para que pudieran llegar a transformarse en seres espirituales como él.
Una pregunta fundamental que debemos formularnos es: ¿Si Cristo mora en nosotros y se nos ha ofrecido la salvación mediante la gracia de Dios y no por nuestros méritos u obras, qué nos corresponde hacer?
¿Vamos a quedarnos sentados como una antigua publicidad sobre buses que decía “Déjenos la conducción a nosotros”? ¿O somos llamados a tener un rol activo y participativo en alianza con Dios, para avanzar desde su aterrizaje inicial en nuestras vidas hasta algo más sublime, donde finalmente su Espíritu ocupe cada elemento de nuestra existencia? Pablo alude a este proceso cuando escribe que ansía que llegue el momento en “que Cristo sea formado en vosotros” (Gálatas 4:19).
¿A qué nos estamos aferrando?
No hay dudas respecto de lo que Dios desea y de que él y Cristo literalmente moran en aquellos que han aceptado su llamado y recibido el Espíritu Santo (ver Juan 14:23). La única pregunta que surge es: ¿Cuánto territorio personal de nuestra vida estamos guardando para nosotros y cuánto aún no se lo hemos entregado voluntariamente a Dios?
Sí, hay áreas que aún no están totalmente ocupadas por su Espíritu, como el matrimonio, la crianza de los hijos, los problemas con los colegas, los vecinos y los hermanos en la fe, el alcohol, las apuestas, las responsabilidades financieras y cualquier otro aspecto de nuestra vida que hemos estado manteniendo fuera del alcance del poder salvador de Dios.
Seamos realistas por un momento: la mayoría de nosotros tiene una habitación de la casa a la que se le llama “el cuarto de los trastos”. Estos espacios no están considerados en el plano que diseña el arquitecto, pero todos sabemos que existen, ¿no es así? En ese lugar colocamos todo lo que no hemos tenido tiempo de ordenar o con lo cual aún no sabemos qué hacer; así no nos molesta.
Algunas cosas están en cajas; otras, desparramadas en el suelo, y algunas de las cosas más grandes están metidas en el armario de la habitación. Cuando tenemos visitas, simplemente cerramos la puerta para que no se vea el desorden, pero sabemos muy bien que tenemos asuntos pendientes.
Este escenario es comparable a nuestras vidas. Hay habitaciones de cosas espirituales que necesitamos compartir con Dios, permitiendo su entrada y colaborando con la obra que él quiere hacer en nosotros.
Dios ya sabe acerca de nuestras cosas. Él solo está esperando que lo invitemos a continuar expandiendo su obra en nosotros, pero no por presión, sino porque nuestro corazón lo desea.
Pablo no es el único escritor del Nuevo Testamento que afirma que Dios vive en nosotros. El apóstol Pedro reitera el sentimiento de Pablo y nos asegura que somos “participantes de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4).
Este es el hombre a quien Jesús invitó a que lo siguiera, desde el inicio de su apostolado (Mateo 4:19) hasta su última conversación registrada (Juan 21:19). En esencia, esta es la misma invitación y advertencia que Cristo nos ofrece a cada uno de nosotros cuando damos un paso hacia adelante: él establece una cabeza de playa en nuestras vidas, y a partir de ese momento le permitimos ocupar cada aspecto de nuestra existencia. Entonces, ¿cómo podemos hacer espacio para la naturaleza divina?
Empaparnos del diseño divino para recibir a Dios
Pedro nos entrega el diseño, comenzando por describirse no solo como un apóstol, sino como un esclavo de Cristo.
Fácilmente podemos enfocarnos en el increíble llamado apostólico para predicar el evangelio, y pasar por alto esta dimensión relacionada con el servicio. Algunas versiones de la Biblia en inglés traducen la palabra griega dulos como “siervo”, pero significa mucho más que eso — significa esclavo.
Un esclavo era comprado, pero no era dueño de su vida. Su único propósito era cumplir las órdenes y la voluntad de su dueño. Cada fibra de su ser y cada momento del día estaban dedicados a ese objetivo: responder a las órdenes de su amo con obediencia y fidelidad.
La descripción que Pedro hace de sí mismo debería ser también la nuestra. Pablo más adelante la reitera y asombrosamente nos recuerda que hemos “sido comprados por precio” y somos ahora “siervos de la justicia” (1 Corintios 6:20; Romanos 6:16-18).
Pero este sometimiento a un Dios bueno trae consigo increíbles bendiciones. Pedro se refiere a Dios como un maestro amoroso: “. . . como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia” (2 Pedro 1:3). Este conocimiento no es terrenal, sino enviado desde el cielo. No puede ser creado por los seres humanos, solo otorgado divinamente.
Pedro no está hablando de un conocimiento lógico, como saber cuánto es 1+1, sino del que adquirió en su encuentro personal con Cristo cuando este le preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo 16:15-17).
Entender quién es Dios y qué es lo que ha hecho y está haciendo mediante Cristo es una revelación. Pero aún más, es un milagro y un don divino. No podemos generar esto por nosotros mismos. No podemos comprarlo ni podemos ganarlo por mérito humano. Viene de Dios, mediante su Espíritu y su Palabra.
Pero sí podemos someternos, cooperar y apreciar enormemente la obra de Dios en nuestras vidas. Podemos mostrarle a Dios que verdaderamente entendemos lo que él ha hecho a través de Cristo, respondiendo en obediencia y amor y permitiendo que su Espíritu ocupe cada aspecto de nuestra vida — pero como dijimos anteriormente, no por obligación sino con un corazón sincero.
¿Nos aterra un poco ceder y permitir a Dios que entre a esas habitaciones cerradas de nuestra vida? ¡Por supuesto que sí! Pero de eso se trata la fe viva, con el Espíritu de Dios el Padre y Jesucristo morando personalmente en nosotros. El evangelio siempre pretendió ser el instrumento para un encuentro personal con Dios y no una mera adquisición de técnicas de vida exitosa.
Es notable que al reflexionar en su llamado, Pablo afirme: “Por lo cual asimismo padezco esto; pero no me avergüenzo, porque yo sé a quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día” (2 Timoteo 1:12). Note que el énfasis no estaba en lo que Pablo sabía, sino en quién conocía.
Como soldados espirituales de Jesucristo (2 Timoteo 2:3), no estamos solos en la playa y no tenemos que sucumbir a la bruma de la guerra. BN