¿Cómo podemos sobrellevar espiritualmente los malos tiempos?
Hay un dicho que reza así: “Lo que uno tiene en la mano es lo que tiene en su corazón”. Permítame relatarle una historia que le ayudará a reflexionar sobre lo que hay en su corazón y que quizá le sirva para ver que sí hay esperanza más allá del momento.
Dos niñitas estaban contando sus centavos. Una dijo “tengo cinco centavos”. La otra dijo “yo tengo diez”.
“No”, dijo la primera niña, “solo tienes cinco, igual que yo”. La otra niña respondió: “Mi papá me dijo que me daría cinco centavos esta noche cuando llegue a casa, así que tengo diez”.
La fe de esta niña y la confianza que tenía en su padre eran prueba suficiente de lo que aún no veía. Contaba con ello porque creía en la promesa de su progenitor.
¿Cuál es la moraleja de esta historia? La primera niña contó lo que podía ver, pero la otra tuvo la actitud de un inversionista que ve más allá del momento. Ella optó por invertir en el amor y la palabra de su padre, ¡y eso hizo toda la diferencia!
Su respuesta refleja dos elementos básicos de la fe que se anidan profundamente en los corazones de quienes aceptan la invitación de Dios a seguirlo (Mateo 4:19 y Juan 21:19, “Sígueme”).
Uno de esos elementos es explicado en Hebreos 11:1: “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve”. Y el otro está basado en lo que Jesucristo dijo a sus seguidores en Lucas 12:32: “No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino”.
¿Cómo contamos nuestros “centavos enviados del cielo” y los invertimos en algo prometido que aún está por cumplirse? ¿Cómo mantenemos nuestra esperanza y confianza en el Reino de Dios venidero en medio de tiempos tenebrosos?
Hora de aceptar la realidad
Permítame ser franco: la sociedad está alejándose rápidamente de todo concepto de un Padre celestial amoroso y soberano que guía nuestras vidas. La luz de Cristo y sus enseñanzas están siendo sofocadas día a día mediante el impacto de las redes sociales, la comunidad educativa, la industria del entretenimiento y la pasividad de aquellos que afirman ser seguidores de Cristo.
Después de 60 años de esta marejada de impiedad, Estados Unidos y el resto del mundo occidental se están desprendiendo cada vez más de sus lazos judeocristianos. La afiliación religiosa entre las nuevas generaciones está disminuyendo. El número de adultos estadounidenses que se describen a sí mismos como cristianos ha disminuido al 65 %,una baja del 12 % solo en esta última década. Lo que vemos a nuestro alrededor puede ser alarmante y desalentador, pero como la niñita de la historia del comienzo, nuestra esperanza sigue viva debido a quién conocemos y a lo que creemos.
¿Se están tornando más difíciles las cosas para la gente de fe? ¡Sí! Pero como dicen, “ya hemos visto esta película”. Solo tenemos que fijarnos en aquellos seguidores de Jesús que aceptaron su invitación a seguirlo y creyeron en sus promesas y las de su Padre.
¿Qué permitió que nuestros ancestros espirituales se convirtieran en un nuevo tipo de comunidad dedicada a proclamar “las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9)? Examinemos tres observaciones que no solo nos ayudarán a sobrellevar la oscuridad de esta era, sino también a destacar el testimonio de nuestro Maestro.
Debemos tener un compromiso absoluto
En primer lugar, se debe tomar en cuenta que los primeros seguidores de Jesús se comprometieron plenamente con su Maestro. Desde ese entonces, cada persona ha tenido que cuestionarse individualmente quién es Jesucristo contestando la misma pregunta que se le hizo a Pedro: “¿Quién decís que soy yo?”
Pedro contestó: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:15-16, énfasis nuestro en todo este artículo).
A partir de ese entonces, la pregunta de Jesús fue traspasada de persona a persona hasta llegar a diseminarse por todo el mundo. Todo el que la escuchaba debía contestarla con la respuesta de Pedro, pero como si fuera propia. Tal respuesta no solo declaraba quién era Jesús, sino además que su nombre era el único por medio del cual los hombres pueden ser salvos (Hechos 4:12).
Esta lealtad absoluta obligó a los seguidores de Jesús a romper con muchas de las normas y expectativas culturales de ese tiempo, aislándolos a veces de parientes, vecinos, colegas y autoridades de gobierno. Jesús había advertido claramente que quienes aceptaran su invitación a seguirlo enfrentarían tales problemas, diciendo: “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros” (Juan 15:18).
¿Por qué toda esta animosidad? En aquel tiempo, convertirse en “seguidor de Jesús” era un concepto completamente extraño. En el mundo pagano, adoptar una nueva fe generalmente no significaba descartar a los dioses previamente establecidos sino simplemente añadir nuevas entidades divinas a la lista de deidades hogareñas, quizá cambiándoles el nombre y reasignándoles una nueva prioridad en el altar doméstico, al tiempo que mezclaban creencias nuevas con prácticas antiguas. No obstante, vivir “en Cristo” significa venerar a Dios el Padre y a Jesucristo de manera exclusiva, sin adorar a ningún otro dios en lo absoluto (Éxodo 20:3).
La declaración “Jesucristo, nuestro Señor” (1 Corintios 1:9) tiene un significado triple: afirma que solo él es el Salvador enviado por el Padre, que solo él es el Mesías profetizado, y que solo él es el “Señor” –el Maestro o Rey– de nuestras vidas.
Esto dio origen a una directa confrontación entre los seguidores de Cristo y Roma (y su emperador). Desde los tiempos de Julio César, entre los gobernantes de Roma se había comenzado a desarrollar una creciente aura de divinidad, al punto que los emperadores llegaron a ser adorados como dioses. En ocasiones se emitían edictos ordenando el ofrecimiento de incienso al emperador como ser divino; rehusarse a hacerlo podía costar la vida, y muchos cristianos fueron martirizados.
Estos creyentes se enfocaron plenamente en algo que trascendía las dificultades que enfrentaban. Creían en un Padre Celestial que había intervenido en su existencia y les había dado la visión de una vida futura, asegurándoles que, más allá de la imaginación humana, “cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Corintios 2:9).
Tal vez usted nunca será arrojado a un estadio lleno de leones hambrientos como algunos de ellos, pero ¿está dispuesto a confiar en lo que sus ojos no alcanzan a ver, y a “morir cada día” (1 Corintios 15:31) no solo en lo que respecta a los reinos y cosas de este mundo, sino especialmente con su reino personal y sus propios deseos? ¿Está aferrándose a los cinco centavos, o tiene diez que nadie le puede quitar?
Debemos recordar que no estamos solos
En segundo lugar, debemos entender que los primeros seguidores de Jesús nunca creyeron que estaban solos. ¿Por qué tenían tal convicción? ¿Qué significa esto para nosotros?
En la última noche de Jesús en la Tierra como ser humano, les ofreció esta promesa a sus seguidores: “No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros” (Juan 14:18). Justo antes había definido la naturaleza de su promesa: “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador [parakletos en griego, que significa “ayudante”], para que esté con vosotros para siempre” (v. 16).
Jesús añadió: “Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis; porque yo vivo, vosotros también viviréis” (v. 19). ¿Pero cómo, y dónde? “En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros” (v. 20).
¿Lograron los discípulos de Jesús comprender plenamente esta declaración en aquel entonces? No. Ellos crecerían en entendimiento y experiencia con el correr del tiempo, pero sí había dos cosa que sabían y llegaron a entender unas cuantas más en los días siguientes:
El Espíritu de Dios había descendido sobre Jesús (Mateo 3:16) y permanecido con él, y la prueba de ello eran sus milagros, maravillas y enseñanzas.
Jesús prometió el advenimiento de algo. Cuando semanas más tarde ese algo llegó, reconocieron el cumplimiento de esta promesa. El apóstol Pedro lo describió como un “don” otorgado a aquellos que anteriormente habían rechazado a Cristo, pero que ahora se sometían a él con absoluta lealtad (Hechos 2:36-38). En ese momento de intensa congoja personal al darse cuenta de lo que habían hecho, Dios les prometió hacer una “morada” en ellos y permanecer a su lado. ¡No estarían solos!
El apóstol Pablo definió con mayor profundidad la presencia de este “Consolador” en Romanos 8, diciéndoles a los cristianos: “Mas vosotros no vivís según la carne (es decir, controlados por nuestra mente carnal), sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (v. 9).
Y agregó: “Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros” (v. 11). Por medio de Pablo, Dios pone énfasis aquí en las palabras de Jesús que aparecen en Juan 17:22-23 respecto a la relación íntima entre el Padre, el Hijo y nosotros. El “Consolador”, el Espíritu Santo, no es nada menos que su esencia divina que mora en nosotros y nos guía en nuestro camino hacia “la buena voluntad del Padre” de darnos su reino (Lucas 12:32, Nueva Versión Internacional).
Este don de la esencia del Padre y del Hijo que mora en nosotros hace toda la diferencia. Esta presencia espiritual nos transporta más allá del temor a la oscuridad y nos infunde poder, amor y dominio propio (2 Timoteo 1:7). Este entendimiento le da sentido a las palabras finales de Jesús a sus discípulos en Mateo 28:20: “Y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. A pesar de que sus discípulos habían caminado al lado de Jesús por los polvorientos senderos de Galilea durante tres años y medio, él iba a caminar ahora dentro de ellos adondequiera que fuesen, y sí, dondequiera que nosotros estemos hoy.
Lucas, el autor del evangelio que lleva su nombre y del libro de los Hechos, identifica este elemento clave que les dio poder a Jesús y a sus primeros seguidores no solo para perseverar en un mundo hostil sino además para dar testimonio de su fe con valentía y gran poder, al punto que se les describía como “Estos que trastornan el mundo entero” (Hechos 17:6). Lucas menciona el Espíritu Santo 15 veces en su evangelio, y 55 veces en el libro de los Hechos.
Debemos hacer de la oración un estilo de vida
En tercer lugar, debemos reconocer que los primeros seguidores de Jesús hicieron de la oración un estilo de vida. Si el Espíritu Santo es la aguja que une el libro de Hechos, la oración es el hilo que conecta el tejido de la Iglesia primitiva con Dios y los hombres. El libro comienza cuando los discípulos y otros seguidores oran juntos en el segundo piso de una casa en Jerusalén. Y el resto es historia.
Posteriormente, cuando Pedro y Juan fueron apresados y luego liberados, la Iglesia se juntó y alabó a Dios por su intervención. Aquellos que se reunieron oraron respecto a la oposición que enfrentaban: “Y ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra, mientras extiendes tu mano para que se hagan sanidades y señales y prodigios mediante el nombre de tu santo Hijo Jesús” (Hechos 4:29-30). Cuando terminaron, “el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios” (v. 31).
Analicemos también el relato de dos hombres con antecedentes completamente disímiles, que oraron en dos lugares diferentes ante el mismo trono celestial y fueron utilizados por Dios de manera increíble para expandir su familia en la Tierra entre judíos y gentiles.
Uno de ellos fue Cornelio, el centurión romano que “oraba a Dios siempre” (Hechos 10:2). Uno poco después vemos cómo el apóstol Pedro ora en una azotea (versículo 9). La prioridad que le daban a la oración los ayudó a prepararse para ser usados por Dios y multiplicar así el cuerpo de Cristo e incluir a creyentes gentiles. ¡La oración era el timbre de la puerta!
La oración no siempre nos libra de los problemas de este mundo, pero nos sitúa frente al trono celestial de nuestro Dios. Las palabras finales del diácono Esteban se encuentran en Hechos 7:59-60: “Y apedreaban a Esteban, mientras él invocaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu. Y puesto de rodillas, clamó a gran voz: Señor, no les tomes en cuenta este pecado. Y habiendo dicho esto, durmió [en la muerte]”.
Antes de encomendar su espíritu a Dios, Esteban repitió las palabras que Jesucristo pronunció en el Gólgota cuando perdonó a aquellos que lo mataron (Lucas 23:34, 46).
Justo antes de las palabras finales de Esteban que acabamos de leer, vemos que él hizo mucho más que sobrellevar su dolor cuando dio un fuerte testimonio de que Cristo no estaba solo. Los versículos 54-56 de Hechos 7 describen una imagen de unidad entre el trono de Dios y nosotros en tiempos aciagos: “Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios, y dijo: He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios”.
Debemos imitar a Cristo
En Hechos 4 se hace una sorprendente declaración respecto a los primeros seguidores de Cristo. Pedro y Juan habían sido llevados ante la corte para invalidar su testimonio de que Jesucristo era el Mesías profetizado. Las autoridades, que veían los procedimientos a través de ojos humanos, pensaban que podían intimidarlos y hacerlos someterse.
Pero leamos los procedimientos de la corte en el versículo 13: “Entonces viendo el denuedo de Pedro y de Juan, y sabiendo que eran hombres sin letras y del vulgo, se maravillaban; y les reconocían que habían estado con Jesús”.
La lealtad absoluta de estos hombres era hacia el Hijo de Dios. Ellos creían en las promesas de Dios y, tal como él, veían las cosas como si ya hubiesen sido cumplidas. No solo caminaban ante Dios, sino que caminaban y hablaban con él — y él se complacía de ello.
Al igual que a muchos otros desde ese entonces, estas cosas les permitieron no solo sobrellevar la vida, sino también imitar la vida de Cristo. Copiemos el ejemplo de los primeros discípulos de Cristo de la misma manera, siguiéndolo y permitiendo que realmente nos guíe desde nuestro interior con la absoluta certeza de la fe. ¡Esto hace toda la diferencia entre cinco y diez centavos! BN