¿Qué es el pecado?
Hemos aprendido que el primer paso para ser uno de los escogidos, llamados y fieles siervos de Dios, es reconocer y aceptar que somos pecadores (Romanos 3:23; 1 Juan 1:8). Pero ¿qué es, exactamente, el pecado? ¿Cómo lo define la Palabra de Dios?
En la Biblia encontramos varios pasajes que definen lo que es el pecado, y cada uno nos ayuda a entender más al respecto. Pero antes de que leamos esos versículos, primeramente debemos aprender lo que quieren decir las palabras traducidas como pecado en los idiomas en que fue escrita originalmente la Biblia.
Dos conceptos generales
Los vocablos hebreos y griegos que se traducen como pecado en la Biblia encierran dos conceptos importantes. El primero es el de la transgresión. Transgredir significa infringir, violar, desobedecer un precepto, orden o ley. En ciertas ocasiones también puede significar el sobrepasar determinados límites, como en el caso de un futbolista que se sale de las líneas que delimitan la cancha dentro de la cual debe jugarse.
La mayoría de los demás vocablos que se traducen como pecado en la Biblia tienen que ver con otro significado: fallar el tiro o errar el blanco. Valiéndonos de dos analogías más relacionadas con el deporte, podríamos decir que se puede comparar con un futbolista que no logra anotar el gol cuando tira a la portería, o cuando un arquero dispara su flecha y no da en el blanco. En ambos casos se falló el tiro, se erró; ninguno de ellos dio donde había apuntado.
Esta perspectiva del pecado abarca también el significado de alguien que intenta ir en cierta dirección pero que, desviándose del trayecto que había pensado seguir, llega a un lugar equivocado. Esa persona falló o erró, en este caso el rumbo o la meta.
Este significado también encierra el concepto de no llegar a la altura de cierta norma. Por ejemplo, la mayoría de los cursos y pruebas universitarios se califican de acuerdo con un grado mínimo. Si no logramos ese grado mínimo, hemos reprobado la prueba o el curso. Al no llegar a la altura que se esperaba, “fallamos el tiro”, no pasamos la prueba. Podemos fallar el tiro ya sea no dando en el blanco al que apuntamos o no llegando a la altura establecida. En cualquiera de estos casos “pecamos” al no lograr la meta señalada.
Ambos significados, transgredir y errar el blanco, implican que existe un requisito básico. Si transgredimos, quiere decir que infringimos o violamos algo; entonces tiene que haber un reglamento, un precepto o una ley que fije los límites. Si no damos en el blanco, es porque existe un blanco al que debemos apuntar. Así, pecar es transgredir las normas de Dios, no dar en el blanco o no llegar a la altura de lo que él ha establecido para nosotros.
En otras palabras, las definiciones bíblicas de lo que es pecado nos revelan lo que es aceptable para Dios y lo que no lo es. Nos muestran qué es lo que llega a la altura de esas expectativas y qué va en contra de su voluntad. Tales normas revelan y definen los principios fundamentales que Dios nos ha dado para vivir.
Las definiciones de pecado que nos da la Biblia no son una lista arbitraria de actos permitidos y de otros prohibidos. Por el contrario, nos muestran la manera misma en que Dios vive y nos revelan los principios espirituales por los que él se rige, las mismas normas de conducta que él desea que sigamos.
Transgredir la ley de Dios
¿Cuáles son, pues, las normas que Dios ha establecido para que podamos entender lo que es pecado? La definición más elemental se encuentra en 1 Juan 3:4: “Todo el que comete pecado quebranta la ley; de hecho, el pecado es transgresión de la ley” (Nueva Versión Internacional). Aquí Dios nos dice claramente que es pecado transgredir los límites establecidos por su santa ley, la cual es espiritual (Romanos 7:12-14).
La frase “transgresión de la ley” (1 Juan 3:4) es una traducción de la voz griega anomía, cuyo significado es “sin ley” o “en contra de la ley”. Lo que se quiere expresar aquí es que el pecado es una violación directa tanto de las leyes como de los preceptos morales de Dios. Esto tiene que ver no sólo con salirse de los límites establecidos por la ley de Dios, sino también con hechos cometidos en directa rebeldía contra ella.
Dios dio sus leyes a la humanidad para mostrarnos su camino de amor. Éstas definen y explican cómo debemos expresar amor hacia él y hacia nuestros semejantes (Deuteronomio 30:15-16; Mateo 22:35-40; 1 Juan 5:3). Así, el pecado es cualquier violación de la ley divina de amor. Dios nos muestra la manera en que podemos vivir en paz y armonía con él y con todos los demás; y es él quien nos marca ese camino de vida por medio de su ley. Nosotros pecamos —violamos o transgredimos esos límites— cuando quebrantamos su ley en cualquier aspecto.
Una definición más amplia
En 1 Juan 5:17 encontramos una definición más amplia del pecado: “Toda injusticia es pecado . . .” Otras versiones nos ayudan a entender más el significado: “Toda maldad es pecado” (NVI). “Toda iniquidad es pecado” (Biblia de Jerusalén).
La palabra traducida como injusticia, maldad o iniquidad en estas versiones es la voz griega adikía. Una obra de consulta la define como “acción que causa un daño visible a otras personas en violación de la norma divina” (Expository Dictionary of Bible Words [“Diccionario expositivo de palabras de la Biblia”], 1985).
Otros significados de esta palabra y su forma verbal son: “malvado, deshonesto, injusto, maldad, lastimar, maltratar, dañar y hacerle mal [a otra persona]” (ibídem). Estos significados van más allá de sólo las obras o acciones físicas; también tienen que ver con las actitudes y móviles detrás de nuestras acciones y con lo que hay en nuestra mente. Tienen que ver con nuestros pensamientos.
Jesús dejó esto muy claro cuando dijo: “Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio. Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego” (Mateo 5:21-22).
Aquí el Salvador del mundo nos hace ver el principio fundamental de la ley. Si nosotros desdeñamos a alguien, considerándolo una persona insignificante, inútil o que no merece vivir, esta despectiva actitud nos coloca en peligro no sólo de un castigo físico, sino también de la muerte eterna. Jesús mostró que el pecado incluye no sólo nuestros actos físicos, sino también nuestros pensamientos y actitudes.
Debemos darnos cuenta de que el pecado se origina en la mente. Cuando permitimos que pensamientos inicuos entren y permanezcan en nuestra mente, tarde o temprano se convertirán en hechos, conduciéndonos al pecado. Somos lo que pensamos (Proverbios 23:7).
No debemos profanar nuestra conciencia
El propósito que Dios tiene para nosotros en esta vida es que desarrollemos un carácter espiritualmente maduro y santo, a fin de parecernos más a él (Mateo 5:48). Nosotros tenemos que hacer nuestra parte en el desarrollo de ese carácter santo y eterno permaneciendo fieles a lo que es correcto a pesar de nuestra tendencia a hacer lo contrario. Debemos resistir la tentación de hacer las cosas que sabemos que no debemos hacer. Debemos vivir confiando en que Dios nos dará la fortaleza para soportar cualesquiera que sean las pruebas y dificultades que tengamos que enfrentar en la vida.
Pero cuando cedemos, socavamos y destruimos el carácter que Dios está ayudándonos a desarrollar. Y cada vez que cedemos nos damos cuenta de que será mucho más difícil resistir la siguiente tentación a la que nos enfrentemos. Aprender a ser fieles es parte indispensable del desarrollo de nuestro carácter.
Ceder a las tentaciones es particularmente peligroso debido a la forma engañosa en que esto se extiende. Si nos dejamos vencer por alguna tentación, se nos hace más difícil resistirla la próxima vez. Este mal crece como un cáncer; llega inadvertidamente, luego se dispersa. Antes de que nos demos cuenta, podemos encontrarnos en un grave peligro espiritual, en una lucha espiritual de vida o muerte. Por eso Dios nos dice: “Todo lo que no proviene de fe, es pecado” (Romanos 14:23). Si nuestras acciones no son hechas en fe, o de acuerdo con ésta, estamos pecando. Debemos ser muy cuidadosos para no profanar nuestra conciencia (1 Pedro 3:14-16).
Debemos estar seguros de que lo que hacemos, lo hacemos con la fe y la confianza de que es correcto y agradable a Dios; de no ser así, no debemos hacerlo. Nuestros móviles deben ser puros y nuestra conciencia debe estar tranquila en todo lo que hacemos. Por lo tanto, es de suma importancia que eduquemos apropiadamente nuestra conciencia para que esté de acuerdo con la Palabra de Dios, la Biblia. Nuestra mente natural no es apta para discernir entre lo que es correcto y lo que no lo es (Jeremías 10:23). Por consiguiente, primero debemos aprender los caminos de Dios, los cuales definen el bien y el mal (Hebreos 5:14).
Dios quiere que vivamos de acuerdo con las normas que ha dispuesto para nosotros, a fin de que cambiemos nuestras actitudes, pensamientos y obras para que concuerden con las pautas divinas. El proceso de conversión puede definirse sencillamente como permitir que Dios obre en nosotros para sustituir nuestras normas, actitudes y pensamientos por las normas, actitudes y pensamientos de él.
Aun lo que no hacemos puede ser pecado
En las Escrituras se nos dice que podemos pecar por las cosas que hacemos. Pero también podemos pecar por las cosas que no hacemos.
En Santiago 4:17 leemos: “Al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le es pecado”. En este versículo se nos dice que algunas infracciones son pecados de omisión. De hecho, este apóstol nos hace ver que si nos damos cuenta de que debemos hacer ciertas cosas y no las hacemos, esa falta es pecado. Erramos el blanco, pues no hacemos lo que sabemos que deberíamos estar haciendo.
En los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan encontramos muchos ejemplos de este tipo de pecado. Con mucha frecuencia, Jesús tuvo serias discusiones con personas que eran muy estrictas en cuanto a una obediencia literal a las leyes de Dios, pero no se daban cuenta de que lo que Dios espera de nosotros es que vayamos más allá del simple cumplimiento de las normas básicas de conducta.
En la época de Jesús, los dirigentes religiosos habían recopilado una lista de lo que consideraban que era lícito hacer en el sábado. Estaban prestos a cobrar el diezmo de hasta la última semilla de legumbres o especias. Se pasaban las horas estudiando la ley, ayunando y orando. No obstante, Jesús los llamó guías ciegos, hipócritas, serpientes y generación de víboras (ver Mateo 23). ¿Por qué?
Ellos sencillamente no entendían el propósito de la ley de Dios. Se concentraban tanto en su lucha por no cometer pecados, que no aplicaban muchos de los principios más importantes de la ley (Mateo 23:23; Hebreos 5:12).
Analicemos las confrontaciones que tuvieron con Jesús. Sus principales discrepancias giraban en torno a la observancia del sábado. Les enfurecía el hecho de que Jesús sanara a los enfermos en ese día. Según sus creencias, sólo en casos de vida o muerte se permitía prestar ayuda o tratamiento médicos. Por eso, cuando Jesús hacía milagros en el sábado —sanando a personas que habían estado enfermas o inválidas por años—, en lugar de alegrarse por aquellos que habían sido sanados, se ponían iracundos en contra de Jesús.
Los fariseos no eran capaces de ver el bien que Jesús estaba haciendo al mostrar amor, compasión y misericordia por la gente, que son la razón misma de las leyes de Dios. Él libraba a las personas del infortunio en que habían vivido por tantos años. El hecho de que Jesús efectuara tales actos de misericordia en el sábado es prueba de que hacer ese tipo de obras no quebranta la observancia de ese día.
Debido a la voluntaria ceguera espiritual de los fariseos hacia el propósito de la ley, así como su hostilidad que también violaba los principios de ella, Jesús los llamó hipócritas y víboras.
Tenemos que cambiar lo que somos
Algunas veces nosotros también podemos cometer el mismo error de los fariseos. Podemos llegar a preocuparnos tanto por cumplir con determinado aspecto de la ley que perdemos de vista su propósito: el interés y el amor por nuestros semejantes.
Es fácil pensar que todo lo que tenemos que hacer es cumplir con la ley al pie de la letra. Pero ¿qué fue lo que Jesús dijo? “Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos” (Lucas 17:10).
Sólo podemos complacer a Dios cuando vamos más allá del simple cumplimiento de la letra de la ley. Pocos días antes de ser crucificado, Jesús esclareció este principio: “Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria . . . serán reunidas delante de él todas las naciones . . . Entonces el rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.
“Entonces los justos le responderán, diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos? ¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti? Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.
“Entonces dirá también a los de la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis . . . E irán éstos [los que no hicieron estas cosas] al castigo eterno, y los justos [los que las hicieron] a la vida eterna” (Mateo 25:31-43, 46).
Jesús explicó este mismo principio con otros ejemplos. Su parábola acerca del rico y Lázaro (Lucas 16:19-31) nos ilustra acerca del pecado de omisión. El hombre rico nunca tomó en cuenta al pobre mendigo; para él, su vida no tenía ninguna importancia, pero para Dios sí era valiosa.
Otro acaudalado hombre pensaba construir más graneros para poder guardar la abundante cosecha que había tenido ese año, pero no pensaba en ayudar a los necesitados (Lucas 12:16-21). Sólo pensaba en conservar toda esa gran abundancia de bienes para sí, sin importarle el hambre o la necesidad que tenían otros. Este es otro ejemplo del pecado de omisión.
Abundan las oportunidades para hacer lo que sabemos que debemos hacer. Podemos empezar con nuestra propia familia, haciendo lo necesario para que sea fuerte, afectuosa y una fuente de aliento y apoyo para todos sus miembros. También tenemos muchas oportunidades fuera de la familia. En Santiago 1:27 se nos dice que “la religión pura y sin mancha delante de Dios nuestro Padre es ésta: atender a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones, y conservarse limpio de la corrupción del mundo” (NVI).
Dios quiere que lleguemos a ser más compasivos, que amemos a nuestros semejantes, que personifiquemos lo que son los caminos de la verdadera justicia. Quiere que cada día nos parezcamos más a Jesucristo, quien ofrendó su vida en sacrificio por toda la humanidad. En la vida existen muchas oportunidades para animar, fortalecer y mostrar amor hacia quienes lo necesitan. Cuando lo hacemos, estamos haciendo buenas obras, sacrificando nuestro tiempo y energía por el bienestar y provecho de otras personas.
Entendamos por qué pecamos
Ahora que ya hemos visto cómo se define el pecado en la Biblia, por lo que hacemos y lo que no hacemos, analicemos otra pregunta muy importante: ¿Por qué pecamos?
El apóstol Pablo explica claramente la frustración que todos sentimos ante el pecado: “Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (Romanos 7:15).
Debido a que Pablo era tan humano como nosotros, se lamentó: “Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo” (vv. 16-18).
Como lo menciona el apóstol, es muy limitada nuestra capacidad natural para someternos correctamente a las normas y los principios que Dios ha establecido en su ley. Jesús explicó que nosotros podemos desear y estar dispuestos a hacer lo correcto, pero fallamos porque nuestra naturaleza humana es débil y predispuesta a la tentación. “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil” (Mateo 26:41). Es la debilidad de la carne lo que nos conduce al pecado.
Entendamos, pues, esta debilidad de la carne. Veamos en la Biblia por qué es que frecuentemente cedemos en nuestro propósito de no pecar y caemos en tentación.
Otro de los apóstoles explica claramente que el pecado se origina en los apetitos carnales, porque “cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado . . .” (Santiago 1:14-15).
Nuestra condición humana no es inherentemente mala, pero sí es débil. El resultado de esto es que nuestros apetitos carnales nos tientan y nos conducen al pecado.
El apóstol Pablo pudo entender claramente la magnitud de este problema, por lo que exclamó: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (Romanos 7:24). En el versículo siguiente podemos leer lo que él mismo se contestó: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado”. Pablo deja muy claro que el pecado se origina por no controlar nuestros apetitos carnales.
¿Cuándo es malo desear algo?
Desear algo, ¿es siempre malo? Cuando el apóstol Pablo dijo: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien . . .” (Romanos 7:18), ¿quiso decir que todos nuestros deseos son malos? De ninguna manera. También pudo haber dicho: “Yo sé que en mí no mora nada que sea inherentemente malo”.
La carne, en sí y por sí misma, es neutra en lo que al pecado y a la justicia se refiere. De hecho, en Génesis 1:31 se nos hace saber lo que Dios pensó al concluir su creación, que incluyó a Adán y Eva, seres físicos lo mismo que nosotros: “Vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera”. Nada de lo que Dios ha hecho es inherentemente malo.
Los apetitos y necesidades naturales de nuestro cuerpo deben confirmarnos que Dios los creó con un propósito bueno y saludable. Si no sintiéramos el deseo de comer, moriríamos de inanición. Pero ese mismo deseo, si no se controla, puede llevarnos a los excesos y a la glotonería. Los apetitos y deseos naturales de la carne no son pecaminosos en sí; es la forma en que los usamos la que viene a ser buena o mala. Si no tuviéramos deseos, nuestra vida sería monótona y sin propósito. Los deseos son la fuerza que nos impele. Por eso fue que Dios creó las necesidades físicas que avivan los deseos o urgencias de nuestro cuerpo.
La importancia del dominio propio
Nuestra lucha, pues, consiste en gobernar apropiadamente nuestros deseos. Dios espera que busquemos y utilicemos su ayuda a fin de que podamos dirigirlos hacia lo que es lícito.
Cuando el apóstol Pablo habló en su propia defensa ante el gobernador romano Félix, disertó “acerca de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero” (Hechos 24:25). Ejercer dominio propio es de vital importancia. En Romanos 13:14 se nos exhorta: “No proveáis para los deseos de la carne”. En otras palabras, lo que debemos hacer es controlar nuestros deseos para que no se conviertan en codicia ni en acciones pecaminosas.
El pecado siempre tiene efectos colaterales. Cuando ciertos deseos no se controlan, provocan otras reacciones. Resulta especialmente afectada la actitud hacia Dios y hacia otras personas. Se va arraigando un espíritu negativo y erróneo. Por eso es que en 2 Corintios 7:1 el apóstol Pablo nos amonesta: “Limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios”.
La mente carnal
Con respecto a una mente cegada por “las concupiscencias de la carne” (2 Pedro 2:18) y “las asechanzas del diablo” (Efesios 6:11), el apóstol Pablo escribió lo siguiente: “Los que viven según la carne, piensan en los deseos de la carne. Pero los que viven según el Espíritu, piensan en los deseos del Espíritu. La inclinación de la carne es muerte, pero la inclinación del Espíritu es vida y paz. Porque la inclinación de la carne es contraria a Dios, y no se sujeta a la Ley de Dios, ni tampoco puede. Así, los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Romanos 8:5-8, Nueva Reina-Valera). (No deje de leer el recuadro “¿Qué es lo que anda mal con la naturaleza humana?”, pp. 22-23).
Dos capítulos antes, en esta misma epístola, Pablo usa el ejemplo de la esclavitud a fin de esclarecer aún más cuán fuertemente pueden subyugarnos los apetitos de la carne bajo la influencia de Satanás: “¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia? Pero gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia” (Romanos 6:16-18).
Remedio para la debilidad de la carne
La ley espiritual de Dios es santa, justa y buena (Romanos 7:12, Romanos 7:14) y es perfecta (Salmos 19:7). Pero también se nos explica que aunque la ley define lo que es pecado (Romanos 7:7), no puede evitarlo. Nos da entendimiento acerca de la debilidad de la carne, pero no nos da el poder para vencerla.
“En efecto, la ley no pudo liberarnos porque la naturaleza pecaminosa anuló su poder; por eso Dios envió a su propio Hijo en condición semejante a nuestra condición de pecadores, para que se ofreciera en sacrificio por el pecado. Así condenó Dios al pecado en la naturaleza humana, a fin de que las justas demandas de la ley se cumplieran en nosotros, que no vivimos según la naturaleza pecaminosa sino según el Espíritu” (Romanos 8:3-4, NVI).
El poder para dominar nuestros impulsos y apetitos carnales tiene que provenir de Dios por medio de su Espíritu. “Así que les digo: Vivan por el Espíritu, y no seguirán los deseos de la naturaleza pecaminosa. Porque ésta desea lo que es contrario al Espíritu, y el Espíritu desea lo que es contrario a ella. Los dos se oponen entre sí, de modo que ustedes no pueden hacer lo que quieren” (Gálatas 5:16-17, NVI).
Enseguida veremos cómo nuestras transgresiones son perdonadas, a fin de que podamos recibir el Espíritu de Dios y adquirir el poder para rechazar y vencer el pecado.