¿Quién mató a Jesús?
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¿Quién mató a Jesús?
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“Él fue traspasado por nuestras rebeliones, y molido por nuestras iniquidades; sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz, y gracias a sus heridas fuimos sanados. Todos andábamos perdidos, como ovejas; cada uno seguía su propio camino, pero el Señor hizo recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros” (Isaías 53:5-6, NVI).
La muerte de Jesucristo es la más conocida de la historia. Ese asesinato aprobado por el estado se efectuó hace 2000 años y aún aparece en las noticias. Ningún crimen cometido en contra de una víctima inocente ha quedado tan presente en el conocimiento de la humanidad por tanto tiempo. La historia de éste es una que habría de ser relatada una y otra vez.
La inmensidad de la injusticia cometida en el arresto, juicio y muerte de Jesús se manifiesta en el hecho de que ninguna persona ha sido jamás tan inocente, tan sin culpa o pecado alguno, que haya sufrido un castigo tan inmerecido. Pedro atestigua que Jesús “no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca” (1 Pedro 2:22). Fue el hombre más justo que jamás haya vivido.
Jesús confrontó a sus enemigos diciéndoles: “¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?” (Juan 8:46). El centurión encargado de la ejecución de Jesús se dio cuenta de que habían dado muerte a un hombre justo (Lucas 23:47). Uno de los ladrones crucificados con él también entendió Jesús no había hecho nada malo y que no merecía morir (Lucas 23:41).
Pilato, el gobernador romano que finalmente dio la orden para que se efectuara la ejecución, en dos ocasiones les dijo a los judíos que él no encontraba ningún delito en Jesús (Juan 18:38; Juan 19:4). No obstante, la injusta acción se llevó a cabo con todo su horror e intensidad en contra de este inocente hombre.
Jesús nunca hizo nada que mereciera tan horrible muerte, porque él era “santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores” (Hebreos 7:26). Él era, después de todo, el Hijo de Dios, como lo pudo reconocer el centurión (Marcos 15:39). Esta no fue la injusticia del siglo o del milenio; fue la injusticia de la historia de toda la humanidad.
Se justificó el genocidio
El relato del homicidio de Jesús es de por sí bastante dramático. Pero los intentos por achacarle la culpa de su muerte a alguien han conducido a horribles actos de depravación espiritual. Por lo general, a quien más se ha culpado es al pueblo judío. Su implicación en la muerte de Cristo ha sido la causa de una impía persecución en contra de los judíos por siglos. “¡Asesinos de Cristo!” era el epíteto que se les lanzaba, y para muchos judíos fueron las últimas palabras que escucharon antes de ser brutalmente asesinados.
Hace sólo seis décadas, durante la segunda guerra mundial, los nazis se valieron de esto para justificar el genocidio de seis millones de judíos. Carentes de un verdadero respeto por las enseñanzas de Cristo, Hitler y sus seguidores declararon que todos los judíos eran individual y colectivamente los responsables del homicidio del Hijo de Dios. Con esta venenosa doctrina se hizo creer a los seguidores del caudillo alemán que los judíos debían ser exterminados por haber asesinado al Salvador de la humanidad.
El concepto de que el pueblo judío es el único y absoluto responsable de la muerte de Cristo no tiene ninguna base bíblica. Pero, tristemente, este concepto no se originó con los nazis. Por casi 2000 años la cristiandad tradicional, tanto católica como protestante, adoptó esta misma idea, acompañada muchas veces con mortífera brutalidad.
El complot para dar muerte a Jesús
Culpar a otros puede ser, y frecuentemente lo es, nada más que un intento por liberarse uno mismo de la culpa. La pregunta que debió hacerse desde antaño, y que debería continuar haciéndose hoy en día, es: ¿Quiénes realmente causaron la muerte de Jesucristo?
Jesús tuvo muchos enemigos. Incomodó a los pudientes, a los que ocupaban puestos de relevancia, a los oficialmente reconocidos en ese tiempo. Muchos tenían sus razones para querer deshacerse de él. Los que lo querían muerto no eran la población en general, sino los dirigentes civiles, los principales sacerdotes, los escribas y los fariseos. Éstos eran, como podemos ver una y otra vez en los evangelios, quienes buscaban decididamente eliminarlo.
Y fueron ellos, los principales instigadores, quienes manipularon a la gente para presionar a Pilato a fin de que ordenara la pena de muerte (Marcos 15:11).
Aquellos a los que Jesús les había hablado, entre quienes había enseñado y obrado milagros —los mismos que apenas unos días antes llenaban las calles dándole la bienvenida a Jerusalén como el Mesías profetizado, el Hijo de David (Mateo 21:9)— ahora estaban desilusionados y hasta pedían su muerte.
Los romanos también fueron culpables de la muerte de este inocente hombre. Pilato sabía que Jesús era inocente, y aun así lo sentenció. Los soldados ejecutaron la sentencia según la acostumbrada manera romana: una brutal golpiza, horrenda flagelación y luego la crucifixión. Fue un romano quien martilló los clavos en sus muñecas y pies. Fue una lanza romana la que le atravesó el costado.
¿Quién tiene la culpa?
Pocas semanas después, Pedro dijo claramente quiénes eran responsables de la muerte de Jesús: “Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel” (Hechos 4:27). Parece que muy pocos quedaron excluidos.
Es muy fácil culpar de la muerte de Jesús a un pequeño grupo de personas; quienes parecen ser los más implicados son los hipócritas religiosos y los dirigentes civiles que querían retener sus cargos. También es fácil echarle la culpa a todo un grupo étnico. Y también es cierto que podemos incluir al imperante gobierno romano. Pero el asunto no es así de sencillo.
Puede decirse que si Jesús hubiera venido a cualquier sociedad o cultura y hubiera puesto al descubierto sus fallas e hipocresía, tampoco habría sido aceptado. Cualquier sociedad a la que Jesús le hubiera mostrado que se había apartado de sus ideales, también lo habría matado.
Esta es la horrible verdad que todos queremos evitar. De hecho, lo que los primeros discípulos de Jesús nos dicen es que ningún ser humano es inocente de este crimen. Fuimos todos cómplices de la muerte de Jesús. Pablo estaba convencido de su propia culpabilidad: “Este mensaje es digno de crédito y merece ser aceptado por todos: que Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Timoteo 1:15, NVI).
Un mundo irreflexivo e ignorante
Pablo, reconociendo su pasado como fariseo, dijo: “Anteriormente, yo era un blasfemo, un perseguidor y un insolente; pero Dios tuvo misericordia de mí porque yo era un incrédulo y actuaba con ignorancia” (v. 13, NVI). Ese es el problema. Ignorábamos todo esto. El apóstol también dijo: “En el tiempo señalado Cristo murió por los malvados” (Romanos 5:6, NVI). ¡La humanidad sencillamente no sabe lo que hace!
Pero Dios sí sabe lo que hace, y un día todos lo sabremos también. Desde el principio ese ha sido su propósito. Jesús vino al mundo sabiendo que sería asesinado (Juan 12:27). Jesús inspiró a los antiguos profetas no sólo para que predijeran su muerte, sino para que también la relataran de manera muy descriptiva. El sistema de sacrificios ordenado a Israel simbolizaba la perfecta ofrenda que habría de venir.
En varias ocasiones Jesús les habló a sus discípulos acerca de que habría de sufrir y morir, pero en su mayor parte ellos rehusaron aceptarlo. Les resultaba más grato creer que en ese tiempo establecería su reino, y que allí se acabarían todos sus temores.
El apóstol Pablo hablaba de “la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos . . . la que ninguno de los príncipes de este siglo conoció; porque si la hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de gloria” (1 Corintios 2:7-8).
En Hechos 3:17 leemos lo que dijo el apóstol Pedro: “Mas ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros gobernantes”. Y agregó: “Pero Dios ha cumplido así lo que había anunciado antes por boca de todos sus profetas, que su Cristo habría de padecer” (v. 18).
No permanezcamos en ignorancia
Dios no quiere que permanezcamos ignorantes. El crimen fue tan inconcebible, tan sin paralelo, que su relato se repite una y otra vez y no podemos deshacernos de él.
Sí, los dirigentes judíos iniciaron la ejecución, y los romanos la llevaron a cabo. Pero debido a que todos hemos pecado, Jesús murió por cada uno de nosotros. No es difícil entender eso, y él quiere que lo entendamos. Si nosotros no hubiéramos pecado, si yo no hubiera pecado, Jesús no habría tenido que morir. Si nosotros no fuéramos tan despiadados, su sufrimiento no habría tenido que ser tan horroroso. Ninguno de nosotros está exento de este crimen. Eso es lo que Pedro, Pablo y Juan están tratando de decirnos.
Cuando leemos acerca de los celos y el odio hacia Cristo, tal vez nos decimos: “Si yo hubiera estado allí, yo no habría hecho eso”. Pero nos equivocamos en dos cosas.
Primero, ¿existe realmente alguna diferencia entre la forma en que manifestamos celos, envidia, codicia, disgusto y odio hacia otras personas y lo que aquellas personas le hicieron a Jesús? Jesús mismo nos da la respuesta: “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos . . . a mí lo hicisteis” (Mateo 25:40, Mateo 25:45).
El pecado es pecado; no importa quién sea la víctima. Y si él no hubiera pagado la pena de muerte por nosotros, entonces ese sería nuestro castigo. ¿Cómo pues descargamos la culpa en otros por la muerte de Cristo, cuando todos nosotros también tuvimos parte en ella?
Segundo, si nosotros hubiéramos estado allí, ¿realmente habríamos procedido mejor?
Judas, que al principio fue un apasionado discípulo, lo traicionó por dinero. Pedro, su más entusiasta seguidor, lo negó cuando Jesús estaba siendo juzgado. Los otros discípulos, que le habían asegurado su lealtad hasta la muerte (Mateo 26:35), huyeron la noche en que fue arrestado.
Cuando Jesús estaba siendo juzgado, no hubo nadie que lo defendiera. Nadie lo apoyó; nadie estuvo a su lado. Pilato sabía que Jesús era inocente, pero por quedar bien con otros —aun a tan tremendo costo— accedió para que un hombre inocente fuera condenado a tan horripilante muerte. Los dirigentes religiosos de ese tiempo sencillamente no podían permitir que alguien viniera a complicarles la vida. Y la gente, al final, vino a ser sólo parte de la turba.
Nuestra culpabilidad y la voluntad de Dios
Preguntémonos nuevamente: ¿Quién mató a Cristo? Todos nosotros, debido a nuestros pecados, somos culpables. Pero en última instancia no somos completamente responsables de la muerte de Jesús, ya que nuestra redención del pecado y sus consecuencias por medio del sufrimiento y la muerte de Cristo fue posible porque era la voluntad de Dios el Padre y de Cristo mismo.
Debemos tener presente que Dios “dio a su Hijo unigénito” (Juan 3:16, NVI). Y en Isaías 53:10 leemos que Dios quiso “destrozarlo con padecimientos, y él ofreció su vida como sacrificio por el pecado” (Biblia Latinoamericana). El propio Jesús dijo: “Yo pongo mi vida . . . Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo . . . Este mandamiento recibí de mi Padre” (Juan 10:17-18). Con esto él dio a conocer que nadie hubiera podido causar su muerte por sí mismo, sin que existieran su consentimiento y el de su Padre y ellos coordinaran todos los acontecimientos necesarios para que se produjera ese sacrificio expiatorio. De hecho, este fue el plan de Dios desde el principio.
Por supuesto, este hecho no justifica el papel del hombre en la muerte de Cristo. El haber matado a Cristo fue un pecado, aun cuando estaba predestinado. Y nuevamente, era necesaria la muerte de Cristo por los pecados de todos nosotros.
¿Acaso Dios desea que seamos atormentados por la culpabilidad de la muerte de Cristo? Inicialmente, desde luego, debemos sentir culpa para arrepentirnos por lo que hemos hecho y poder clamar a Dios por su perdón y su ayuda para cambiar. Pero después nuestro enfoque debe ser de gratitud por la gran misericordia de Dios. Una vez que nos arrepintamos, por medio del mismo plan que requirió la muerte de Jesús, somos perdonados y liberados de nuestra participación en su muerte. Procuremos todos, por lo tanto, arrepentirnos y aceptar el perdón de Dios a través de Cristo.