Un pueblo adquirido por Dios
“Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia” (1 Pedro 2:9-10).
Jesucristo fundó su Iglesia, un grupo de personas transformadas espiritualmente, en la ciudad de Jerusalén. Esto ocurrió exactamente 50 días después de su resurrección, en la fiesta bíblica de Pentecostés.
Entre el tiempo de la resurrección de Cristo y el establecimiento de su Iglesia, él estuvo apareciéndose a sus discípulos durante 40 días e instruyéndolos aún más acerca del venidero Reino de Dios (Hechos 1:3). Les mandó que durante ese tiempo “no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí” (v. 4). También les dijo: “Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (v. 8).
Más adelante, bajo inspiración divina, el apóstol Pablo explicó que para poder llegar a ser un miembro de la Iglesia establecida por Jesucristo, es imprescindible recibir el Espíritu Santo: “Vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él. Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado, mas el espíritu vive a causa de la justicia” (Romanos 8:9-10).
Por medio del Espíritu Santo que mora en los verdaderos cristianos, Jesucristo y Dios el Padre pueden participar activamente en sus vidas para fortalecerlos e inspirarlos a que obedezcan a Dios y lo sirvan (Filipenses 2:12-13). Por tanto, la Iglesia de Cristo empezó cuando los apóstoles recibieron el Espíritu Santo, tal como él lo había prometido (Hechos 2:1-4). El Espíritu de Dios los transformó de inmediato, y todos los que los oyeron hablar se dieron cuenta de que habían recibido una inspiración y poder especiales de Dios.
Inmediatamente, los apóstoles empezaron a predicarles a los que estaban presentes en Jerusalén, declarándoles que Jesús de Nazaret era el Mesías (o el Cristo, en griego) que por tanto tiempo habían estado esperando (Hechos 2:36). En seguida los exhortaron a que se arrepintieran y se bautizaran en el nombre de Jesucristo, “y se añadieron aquel día como tres mil personas” (vv. 38, 41).
¡Había empezado la Iglesia que Jesús prometió edificar! Sus miembros eran personas que “recibieron” la verdad de Dios (v. 41), se arrepintieron de todo corazón y se bautizaron. Esto significa que se habían sometido a la autoridad de Dios, habían recibido el perdón de sus pecados y habían sepultado su antigua manera pecaminosa de vivir.
El concepto bíblico de lo que es la Iglesia
A medida que estudiemos el tema de la Iglesia que fundó Jesús, veremos cómo se utiliza en la Biblia la palabra iglesia. La realidad es que a lo largo de las Escrituras las palabras iglesia y congregación sólo se refieren a gente; es decir, la Iglesia (el Cuerpo de Cristo) o la iglesia (una congregación de miembros de la Iglesia) está compuesta de personas que han sido llamadas para seguir a Jesucristo. Según el concepto bíblico, la palabra iglesia se refiere a un grupo de personas, no a un edificio.
Tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo está claro el concepto de gente que se reúne para aprender acerca de los caminos de Dios. Esto está directamente relacionado con uno de los Diez Mandamientos, el que ordena santificar el sábado como día de reposo.
En tiempos de obediencia a Dios, los israelitas se reunían cada sábado como congregación. Durante el reposo del séptimo día —que según la Biblia va desde la puesta del sol del viernes hasta la puesta del sol del sábado— debe llevarse a cabo una reunión santa. Dios ordenó: “El séptimo día será sábado de reposo, y habrá una asamblea sagrada” (Levítico 23:3, Reina-Valera Actualizada).
Los primeros cristianos mantenían la misma práctica: Cesaban de sus labores y se reunían cada sábado para aprender de la Palabra de Dios. Leamos Hechos 11:26: “Se congregaron allí [dos de los apóstoles, Pablo y Bernabé] todo un año con la iglesia, y enseñaron a mucha gente; y a los discípulos [mathetes en griego, que significa alumnos o aprendices] se les llamó cristianos por primera vez en Antioquía”.
Así, la Iglesia se compone de discípulos o alumnos de Jesucristo que se reúnen para recibir instrucción de Dios, y la Biblia es su libro de texto. El apóstol Pablo explica que “toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16-17).
Los maestros son los ministros debidamente nombrados de Jesucristo que enseñan fielmente la Palabra de Dios (Romanos 10:14-15; 2 Timoteo 2:2; 2 Timoteo 4:2). A ellos Dios los hace responsables de “usar bien la palabra de verdad” (2 Timoteo 2:15) y de “ser ejemplos de la grey” (1 Pedro 5:1-4; 1 Timoteo 3:2-7).
Sin embargo, la Iglesia es más que sólo una asamblea de estudiantes que se reúnen para recibir instrucción en su propio beneficio.
El pueblo especial de Dios
La mejor forma en que se puede describir la Iglesia de Dios es como el pueblo especial de Dios, personas que él ha llamado y escogido para que reciban la salvación (vida eterna) como hijos suyos. Su esperanza y su futuro están inseparablemente ligados con el retorno de Jesucristo.
Dios llama —invita— a personas de toda condición para que sean sus siervos. No obstante, el apóstol Pablo hizo notar que los altivos y poderosos raramente se arrepienten y llegan a ser parte de la Iglesia (1 Corintios 1:26-29). Ellos tienden a estar poco dispuestos a dejar los caminos pecaminosos del mundo.
Aquellos que voluntariamente responden al llamamiento de Dios son sellados como su pueblo santo al recibir su Espíritu (Efesios 1:13). En muchas partes la Biblia se refiere a ellos como los santos (es decir, gente santa) o los justos.
El apóstol Pablo escribió: “La gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo [mundo] sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:11-14).
Asimismo, a los miembros de la Iglesia el apóstol Pedro dijo: “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios . . . que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia” (1 Pedro 2:9-10).
Los cristianos son especiales para Dios en el sentido de que son apreciados por su fe y obediencia (Efesios 5:24-32), no porque Dios los considere inherentemente superiores o más valiosos que los demás seres humanos (Romanos 2:11; Romanos 3:23).
En las Escrituras el concepto de un pueblo especial, escogido para servir a Dios, no se refiere únicamente a la era del cristianismo. Dios inspiró el uso de este concepto desde las primeras páginas de la Biblia.
Desde que creó a Adán y a Eva, Dios ha procurado establecer una relación con la humanidad. Entre el tiempo en que vivieron nuestros primeros padres y la primera venida de Jesucristo, Dios intervino en la vida de muchos hombres y mujeres, entre ellos los profetas.
Dios considera a los profetas como parte de su pueblo especial. Jesús habló de un tiempo cuando tanto Abraham como Isaac, Jacob y “todos los profetas” estarán en el Reino de Dios (Lucas 13:28). Los verdaderos cristianos son “miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas” (Efesios 2:20).
En el capítulo 11 de la Epístola a los Hebreos se nos explica por qué ciertas personas en tiempos del Antiguo Testamento tuvieron una relación especial con Dios. Las virtudes que estas personas poseían eran su obediencia y la fe inquebrantable que tenían en su Creador.
Las primeras raíces de la Iglesia
El antiguo Israel también fue pueblo santo de Dios. Moisés le dijo: “Eres pueblo santo al Eterno tu Dios, y el Eterno te ha escogido para que le seas un pueblo único de entre todos los pueblos que están sobre la tierra” (Deuteronomio 14:2). Ellos eran la “congregación” (o “iglesia”) de Dios (Hechos 7:38).
Dios le prometió a Abraham, quien es mencionado en el primer libro de la Biblia mucho antes de que existiera Israel como nación, que él sería el padre de un pueblo especial, escogido (Génesis 12:1-3; Gálatas 3:29). En la Escritura se habla de la extraordinaria relación que existe entre Abraham, Jesucristo y la Iglesia. El Nuevo Testamento empieza recordándonos que Jesús es “hijo de David, hijo de Abraham” (Mateo 1:1).
¿Por qué fue Abraham un personaje tan importante en la Biblia?
Abraham, quien vivió casi 2.000 años antes de Jesucristo, fue el patriarca del pueblo de Israel por medio de su nieto Jacob, cuyo nombre Dios cambió a Israel. Se habla de Abraham como el “padre de todos los creyentes no circuncidados . . . y padre de la circuncisión” (Romanos 4:1, Romanos 4:11-12; Isaías 51:1-2). Es un brillante ejemplo de obediencia y fe en Dios. Debido a su obediencia y su fe, Dios le hizo una promesa —un pacto sagrado— de que sería el padre de una gran nación (Génesis 13:16; Génesis 15:5; Génesis 17:2-6).
Lo que Dios le prometió a Abraham no representaba simplemente el tener muchos descendientes. El apóstol Pedro les recordó a sus contemporáneos judíos la gran importancia de lo que Dios le había prometido a Abraham: “Vosotros sois los hijos de los profetas, y del pacto que Dios hizo con nuestros padres, diciendo a Abraham: En tu simiente serán benditas todas las familias de la tierra” (Hechos 3:25; Génesis 22:18).
Por su parte, el apóstol Pablo explicó que, en última instancia y en el sentido espiritual, la “simiente” prometida es Jesucristo, el Salvador de la humanidad: “Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. No dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo” (Gálatas 3:16).
Los herederos espirituales de Abraham
Sólo por medio de Cristo se puede recibir la herencia eterna que fue prometida a la simiente de Abraham: “Si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa” (Gálatas 3:29). Los cristianos, los que integran la Iglesia del Nuevo Testamento, son los descendientes espirituales de Abraham; son los herederos de la herencia eterna prometida a aquel patriarca. Este es un concepto que tenemos que captar muy bien a fin de poder valorar plenamente el papel que, según se define en la Biblia, tiene la Iglesia que fundó Jesucristo.
Uno puede preguntarse: ¿Acaso todos los descendientes de las tribus de Israel (descendientes físicos de Abraham) están incluidos en la simiente que es la Iglesia?
Notemos cómo les contestó Jesús a unos que, aunque descendientes físicos de Abraham, lo rechazaban a él como el Mesías prometido: “Respondieron y le dijeron: Nuestro padre es Abraham. Jesús les dijo: Si fueseis hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais” (Juan 8:39).
La mayoría de los descendientes físicos de Abraham no siguieron su ejemplo de obediencia y fidelidad. En Romanos 9:2-4 el apóstol Pablo escribió: “Tengo gran tristeza y continuo dolor en mi corazón. Porque deseara yo mismo ser anatema, separado de Cristo, por amor a mis hermanos, los que son mis parientes según la carne; que son israelitas, de los cuales son la adopción, la gloria, el pacto, la promulgación de la ley, el culto y las promesas”.
Luego, en los versículos 6 al 8 hace notar que para poder ser considerados entre los “hijos según la promesa” se necesita algo más que ser descendientes físicos de Abraham: “No que la palabra de Dios haya fallado; porque no todos los que descienden de Israel son israelitas, ni por ser descendientes de Abraham, son todos hijos . . . No los que son hijos según la carne son los hijos de Dios, sino que los que son hijos según la promesa son contados como descendientes [de Abraham]”.
Un nuevo concepto acerca de Israel y la circuncisión
En las palabras de Jesucristo y del apóstol Pablo que acabamos de leer, hay dos cosas que sobresalen. La primera es que sólo los que son “hijos de la promesa”, que “hacen las obras de Abraham”, son considerados los descendientes espirituales de Abraham como miembros de la Iglesia que fundó Jesucristo. La segunda es que los que forman la Iglesia también son considerados como hijos de Dios. Por lo tanto, la Iglesia es el “Israel de Dios” (Gálatas 6:16); son los herederos de la salvación.
El apóstol Pablo explica por qué los herederos espirituales del Reino de Dios, como los que habrán de recibir la salvación, tienen precedencia sobre los descendientes físicos de Abraham: “En verdad la circuncisión [la antigua señal del pacto con los descendientes físicos de Abraham] aprovecha, si guardas la ley; pero si eres transgresor de la ley, tu circuncisión viene a ser incircuncisión” (Romanos 2:25). La desobediencia hace nulo el valor de la circuncisión física.
“Si, pues, el incircunciso guardare las ordenanzas de la ley, ¿no será tenida su incircuncisión como circuncisión? Y el que físicamente es incircunciso, pero guarda perfectamente la ley, te condenará a ti, que con la letra de la ley y con la circuncisión eres transgresor de la ley” (vv. 26-27). Los que agradan a Dios son los que guardan sus leyes: “Pues no es judío el que lo es exteriormente, ni es la circuncisión la que se hace exteriormente en la carne; sino que es judío el que lo es en lo interior, y la circuncisión es la del corazón, en espíritu, no en letra; la alabanza del cual no viene de los hombres, sino de Dios” (vv. 28-29).
El meollo del asunto es que la fe y la obediencia de corazón, no la genealogía individual, son indispensables para poder agradar a Dios. Sólo los que tienen un corazón como el de Abraham —cuyos corazones están circuncidados espiritualmente (Deuteronomio 30:6)— son los herederos de las promesas espirituales hechas a Abraham. Por esta razón, la salvación está accesible a los judíos y a los gentiles que están dispuestos a tener un corazón circunciso. Es la circuncisión del corazón, no la de la carne, lo que identifica a los hijos espirituales de Dios.
Los que obedecen a Dios
Ya hemos visto la promesa que Dios le hizo a Abraham: “Todas las naciones de la tierra serán benditas en tu simiente” (Génesis 26:4). En el versículo siguiente Dios mismo nos dice por qué otorgó a Abraham tal honor: “Por cuanto oyó Abraham mi voz, y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes” (v. 5).
La actitud obediente de Abraham, junto con su absoluta fe en Dios, lo distinguieron como “amigo de Dios” (Santiago 2:23). “¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras, y que la fe se perfeccionó por las obras? Y se cumplió la Escritura que dice: Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia, y fue llamado amigo de Dios” (vv. 21-23; ver también Romanos 2:13).
Las cosas no han cambiado. Aquellos que forman parte del “pueblo adquirido por Dios” aún confían en él y le obedecen, al igual que lo hizo Abraham. El apóstol Pablo le habló a la iglesia en Corinto con respecto a las pruebas de la fe: “También para este fin os escribí, para tener la prueba de si vosotros sois obedientes en todo” (2 Corintios 2:9). Más adelante explicó que, tal como sucedió en el caso de Abraham, la obediencia de uno debe salir de adentro: del corazón y la mente. “Las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo, y estando prontos para castigar toda desobediencia, cuando vuestra obediencia sea perfecta” (2 Corintios 10:4-6).
El pueblo de Dios es especial para él porque ellos, al igual que Abraham, confían en él y le obedecen de todo corazón.
Injertados en el Israel de Dios
Pablo se refería a los gentiles dentro de la Iglesia como judíos espirituales, aunque estos conversos eran físicamente incircuncisos. Como cristianos, venían a ser parte del “Israel de Dios” (Gálatas 6:16; Romanos 2:28-29). ¿Qué es lo que hace posible esta relación especial entre los gentiles y el Israel espiritual?
A los gentiles conversos Pablo les escribió: “Acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en cuanto a la carne . . . estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos [a la ciudadanía de Israel y a los pactos de la promesa] por la sangre de Cristo” (Efesios 2:11-13).
En Romanos 11:13-21, Pablo usa la analogía de un olivo que representa al pueblo de Dios (comparar con Salmos 52:8 y Salmos 128:3) para explicar cómo los gentiles conversos pueden ser miembros del “Israel de Dios”. Dirigiéndose al grupo gentil dentro de la Iglesia, dice: “. . . siendo olivo silvestre, has sido injertado en lugar de ellas [las ramas que representan a los israelitas circuncidados], y has sido hecho participante de la raíz y de la rica savia del olivo” (Romanos 11:17).
El apóstol nos hace ver claramente que el hecho de que Dios incluya a gentiles dentro de su pueblo especial no quiere decir que los favorezca sobre los judíos: “Si tú fuiste cortado del que por naturaleza es olivo silvestre, y contra naturaleza fuiste injertado en el buen olivo, ¿cuánto más éstos, que son las ramas naturales, serán injertados en su propio olivo?” (v. 24).
“Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia” (Hechos 10:34-35). Tanto judíos como gentiles pueden ser herederos de las promesas de Dios por medio de Cristo: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28).
Al igual que Abraham, el pueblo santo y especial de Dios son personas obedientes, escogidas de entre todas las naciones, quienes se esfuerzan por vivir no sólo de pan “sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4). Su confianza en Dios viene del corazón y la demuestran por medio de sus actos de obediencia. El Espíritu de Dios obra en ellas a fin de que puedan tener fe y ser obedientes, lo que las hace especiales a los ojos de Dios.