El perdón de los pecados

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El perdón de los pecados

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“Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados…” (Hechos 2:38)

¿Cómo podemos ser perdonados, y qué relación tienen Jesucristo y el bautismo con este tema?

La Biblia dice que Dios perdona nuestros pecados y errores. Nuestros pecados y sentimientos de culpa desaparecen completamente mediante la fe en el sacrificio de Jesucristo. Entonces estamos completamente limpios delante de Dios (Hechos 22:16). Dios es perfecto y puede borrar perfectamente nuestros pecados. Y es consolador saber que no sólo nos perdona nuestros pecados, sino que los olvida totalmente: “Seré propicio a sus injusticias, y nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades” (Hebreos 8:12).

David se admiraba de la magnitud de la misericordia y el perdón de Dios. Él escribió: “Como la altura de los cielos sobre la tierra, engrandeció su misericordia sobre los que le temen. Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones” (Salmos 103:11-12).

Por medio del profeta Isaías, Dios nos habla del perdón que recibimos después de que nos arrepentimos y nos volvemos hacia él: “Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; dejad de hacer lo malo; aprended a hacer el bien . . . si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos” (Isaías 1:16-18).

El apóstol Pablo dijo claramente que los injustos no heredarán el Reino de Dios (1 Corintios 6:9). Después explicó cómo somos lavados y justificados: “Esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios” (v. 11). Jesucristo santifica la iglesia, “habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra” (Efesios 5:26).

Este lavamiento de la suciedad acumulada de nuestros pecados es simbolizado por el bautismo. Antes de que Pablo fuera bautizado, Ananías le dijo: “Ahora, pues, ¿por qué te detienes? Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre” (Hechos 22:16). Al sumergir nuestro cuerpo completamente debajo del agua, simbolizamos nuestro lavamiento total.

Desde luego, el agua es sólo un símbolo. En realidad, el lavamiento y reconciliación con Dios se logran mediante la sangre de Jesucristo, nuestro Salvador (Romanos 5:8-10; Hechos 20:28). Sin su sacrificio, nuestros pecados no pueden ser lavados.

La culpabilidad queda atrás

Afortunadamente, Dios no tiene un expediente donde anote las buenas obras en una lista y las malas en otra. Todos nuestros pecados son borrados si los confesamos, nos arrepentimos de ellos y pedimos perdón a Dios: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). Jamás podremos recompensar a Dios por el don precioso del perdón de nuestros pecados y el lavamiento de nuestra culpabilidad, ni con buenas obras ni mediante ningún esfuerzo humano de nuestra parte.

Es normal que nos sintamos culpables cuando pecamos, y con frecuencia el dolor producido por las consecuencias de nuestros errores permanece. Pero la culpabilidad no debe permanecer como una carga abrumadora que nos deprima y nos debilite. La culpabilidad puede dar lugar a sentimientos inútiles de inferioridad y amargura. Después de arrepentirnos, Dios perdona nuestros pecados totalmente y no hay razón para seguir sintiéndonos culpables, a no ser que volvamos a pecar. Y aun así, debemos arrepentirnos inmediatamente, pedirle perdón a Dios y dejar atrás el sentimiento de culpabilidad. En su infinita misericordia, Dios nos aplica el sacrificio de Cristo para cubrir nuestro pecado y quitar nuestra culpabilidad (1 Juan 1:9).

Confiando en el perdón de Dios, “acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura” (Hebreos 10:22). La conciencia limpia es uno de los dones más maravillosos que Dios les puede dar a sus hijos.

El rey David era un hombre conforme al corazón de Dios (Hechos 13:22); no era perfecto, pero sí se esforzaba por evitar que el pecado lo separara de Dios. En Salmos 139:23-24 David oró: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno”. También oró de esta manera: “Esconde tu rostro de mis pecados, y borra todas mis maldades. Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Salmos 51:9-10).

¿Cómo se perdona el pecado?

El pecado es la transgresión de la sagrada ley de Dios (1 Juan 3:4), y la pena que todos merecemos por haber pecado es la muerte (Romanos 6:23). Esta relación de causa y efecto es segura y funciona automáticamente. La pena de muerte tiene que ser pagada. Uno no puede lanzarse de un edificio de 10 pisos y desafiar o burlar la ley de la gravedad; tendrá que pagar forzosamente el precio de su acción. Asimismo, cuando quebrantamos la ley espiritual de Dios, alguien tiene que pagar la pena de muerte. El perdón no significa que se elimina la pena por nuestros pecados, sino que ésta es transferida a alguien capaz de aceptarla y de pagarla en nuestro lugar. La pregunta es: ¿Quién paga la pena?

Puesto que todos hemos pecado y estamos bajo la pena de muerte, Dios sabía que se iba a necesitar un Salvador que muriera por los pecados del mundo. Notemos las palabras del apóstol Pedro: “Sabiendo que fuisteis rescatados . . . no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros” (1 Pedro 1:18-20).

El apóstol Juan habló del gran amor que Dios tiene por nosotros y del sacrificio de Jesucristo que paga la pena por nuestros pecados, haciendo posible el perdón: “Él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Juan 2:2), y: “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:9-10).

Jesucristo se convirtió enel sacrificio perfectopara los pecados de la humanidad, pues nos dejó un ejemplo perfecto, y como el Hijo mismo de Dios, vivió en la carne sin cometer pecado alguno (Hebreos 4:15).

Amor y sacrificio perfectos

La asombrosa verdad es que “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Más increíble aún es el hecho de que Dios nos amó siendo todavía pecadores: “Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8).

Jesucristo tiene un profundo y ardiente deseo de ayudar a la humanidad para que pueda compartir con él la eternidad en el Reino de Dios (Mateo 23:37). Pablo dijo que debemos tener “puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios” (Hebreos 12:2).

No fue nada gozoso para él sufrir azotes y la crucifixión, una forma de ejecución horriblemente brutal y cruel. En Isaías 52:14 se profetizó que el parecer de Jesús sería “desfigurado de los hombres . . . y su hermosura más que la de los hijos de los hombres”. En Salmos 22:1-20 se describen algunos de los pensamientos y sentimientos de angustia y dolor que Jesús tuvo durante su traición y muerte. Pero tuvo la capacidad espiritual para mirar más allá de su propio sufrimiento hacia el gozo de vivir eternamente con otros que seguirían por aquel angosto camino. Él aceptó voluntariamente la maldición —la pena de muerte— que nos correspondía a nosotros, “hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero)” (Gálatas 3:13).

El sacrificio de Jesucristo fue tan completo que ningún pecado jamás cometido puede ser demasiado grave para que Dios lo perdone (Salmos 103:3). El apóstol Pablo se consideraba a sí mismo como el primero de todos los pecadores, y sin embargo Dios lo utilizó poderosamente después de su conversión (1 Timoteo 1:15). A todo lo largo del libro de los Salmos, el rey David alabó la misericordia de Dios; él comprendía la grandeza de la misericordia divina (Salmos 119:64).

Semejantes ejemplos nos llenan de esperanza, no importa cuáles sean nuestros antecedentes ni los errores que hayamos cometido. Después del verdadero arrepentimiento y el bautismo, Dios promete perdonarnos completamente.

Las enseñanzas de la sicología pueden producir cierta sensación de bienestar en nosotros, pero ninguno de estos esfuerzos humanos puede perdonar el pecado y eliminar la pena espiritual que lo acompaña. Solamente el sacrificio de Cristo puede borrar nuestros pecados y limpiarnos completa y permanentemente.

Enterrar el pasado

Así como Dios olvida los pecados de los cuales nos hemos arrepentido, nosotros también debemos olvidarlos. Una vez que nuestros pecados han quedado enterrados en la tumba representada por el bautismo, no debemos volver atrás para desenterrarlos. Teniendo en cuenta el simbolismo, esto equivaldría a robar tumbas. Dios no es ladrón de tumbas, y tampoco quiere que nosotros lo seamos.

Algunos tienen el concepto de que arrepentirse significa permanecer interminablemente angustiado por sus pecados del pasado. Pero Dios no quiere penitencia; no quiere que sigamos sacando a relucir nuestros antiguos pecados aferrándonos a ellos. Espera que confiemos en él y en su deseo de perdonarnos y olvidar nuestros pecados completamente.

Por supuesto, debemos aprender de nuestros errores, pero una vez aprendida la lección, debemos dejarlos enterrados en el pasado, para que “andemos en vida nueva” (Romanos 6:4). El hombre o la mujer que hace esto, a los ojos de Dios se convierte en una nueva persona, alguien que ha sido completamente perdonado como si jamás hubiera pecado.

Es importante verse a sí mismo de esta manera y mirar siempre hacia adelante. Pablo expresó este concepto en Filipenses 3:13-14 cuando escribió: “Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús”.

Después de comprender que es posible obtener el perdón mediante el perfecto sacrificio de Jesucristo, debemos saber cómo mantener el rumbo. En el capítulo siguiente veremos cómo podemos permanecer en el camino angosto que nos llevará a la vida eterna.