El bautismo en agua y la imposición de manos
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El bautismo en agua y la imposición de manos
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Después del arrepentimiento, el siguiente paso es el bautismo en agua, uno de los principios fundamentales de la doctrina de Jesucristo (Hebreos 6:1-2). Quienes desean recorrer el camino hacia la vida eterna deben comprender y tomar parte en dos ceremonias básicas: el bautismo en agua y la imposición de manos. Ambas son necesarias para recibir el Espíritu Santo.
Las palabras bautizarybautismose derivan del verbo baptizoen griego, que significa “hundir” o “sumergir”; y el claro significado desumergires “meter debajo del agua”. Esto nos indica, sin lugar a dudas, que la inmersión es el método bíblico para bautizar. El bautismo por inmersión simboliza nuestra muerte y sepultura, y la salida de las aguas bautismales simboliza la resurrección a una nueva vida en Cristo (Romanos 6:3-5).
Notemos cómo Felipe bautizó al eunuco etíope. Se detuvieron junto a un río, “y descendieron ambos al agua, Felipe y el eunuco, y le bautizó”; luego, “subieron del agua” (Hechos 8:38-39). ¿Por qué se metieron ambos al agua? Para que Felipe pudiera bautizar al eunuco sumergiéndolo completamente. Después, al salir del agua, el eunuco podría comenzar una nueva vida en Cristo.
Jesús les dijo a sus seguidores: “Id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mateo 28:19). La palabra griega traducida como “en” también puede traducirse como “dentro”. Cuando un ministro de Dios sumerge a un converso en el agua, sepultando simbólicamente al “viejo hombre”, realiza el acto en el nombre o por la autoridad de Jesucristo (Hechos 2:38); como resultado, la persona entra en una nueva relación con Dios.
Muerte y sepultura
El bautismo simboliza nuestra unión con Cristo en su muerte. Representa tanto la muerte de Jesús como nuestra propia muerte y sepultura: “¿O no sabéis que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte? Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo . . .” (Romanos 6:3-4).
A los ojos de Dios, “fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte . . . sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (vv. 5-6).
Antes del milagro del arrepentimiento, somos esclavos del pecado. Pablo les explicó a los cristianos en Roma que una vez que hemos sido bautizados en Cristo, ya no somos esclavos del pecado (Romanos 6:3-4). “Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado. Porque el que ha muerto [mediante la muerte simbólica del bautismo], ha sido justificado del pecado” (vv. 6-7).
Pero somos rescatados —comprados, redimidos— de la esclavitud del pecado mediante el sacrificio de Jesucristo (1 Pedro 1:18-19; Apocalipsis 5:9). Al ser comprados por Dios, ahora le pertenecemos a él: “Habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Corintios 6:20).
Al ser convertidos de esclavos del pecado en siervos de la justicia, ya no servimos al pecado (Romanos 6:17-18). Nuestra nueva forma de pensar produce los frutos del arrepentimiento y de la justicia (Gálatas 5:22-23), y como dice en los versículos 24-25: “Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos. Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu”.
La resurrección a una vida nueva
El bautismo no sólo representa nuestra muerte al pecado, sino también nuestra resurrección a una vida completamente nueva en Cristo: “Somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva” (Romanos 6:4). Después del bautismo y la imposición de manos, Dios nos da su Espíritu como las “arras” de nuestra futura transformación en espíritu y la recepción de la vida eterna (2 Corintios 1:22). El bautismo, pues, es la sepultura simbólica de nuestro antiguo ser y el comienzo de una nueva vida como siervos obedientes de Dios.
El apóstol Pablo compara esta vida nueva con un cambio de ropa: “Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos” (Gálatas 3:27). Nos revestimos de Cristo al reemplazar las actitudes, acciones y hábitos malos con aquellos que son buenos y que agradan a Dios. En Colosenses 3:12 leemos: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia”.
Nuestra nueva vida nos pone en el camino que finalmente nos llevará a la vida eterna y, por consiguiente, a nuestro ingreso en el Reino de Dios; esto sucederá en el momento de la resurrección, cuando Jesucristo regrese a la tierra. “Si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección” (Romanos 6:5).
Nótese que la resurrección ocurrirá en el futuro, cuando seamos transformados en espíritu (1 Corintios 15:51-52). Aunque quizá no comprendamos todo lo que significa ser transformados en espíritu, podemos confiar en las palabras del apóstol Juan, quien escribió: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios . . . Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3:1-2).
La imposición de manos
El siguiente paso en el camino hacia la vida eterna es recibir el Espíritu de Dios mediante la “imposición de manos”, como se menciona en Hebreos 6:2. Vemos en las Escrituras que al bautismo en agua le sigue la ceremonia de imposición de manos, que es cuando recibimos el Espíritu Santo: “Y habiéndoles impuesto Pablo las manos, vino sobre ellos el Espíritu Santo . . .” (Hechos 19:6).
En Hechos 8:12 se nos dice que “hombres y mujeres” en Samaria entendieron el mensaje que predicó Felipe, se arrepintieron y fueron bautizados; sin embargo, no recibieron el Espíritu Santo hasta que Pedro y Juan oraron y les impusieron las manos. En los versículos 15-17 leemos: “Los cuales [Pedro y Juan], habiendo venido, oraron por ellos para que recibiesen el Espíritu Santo; porque aún no había descendido sobre ninguno de ellos, sino que solamente habían sido bautizados en el nombre de Jesús. Entonces les imponían las manos, y recibían el Espíritu Santo”. Vemos, pues, que después del bautismo recibimos el Espíritu Santo mediante la oración y laimposición de manos de los ministros de Dios, quienes son sus representantes.
¿Por qué necesitamos el Espíritu Santo?
¿Qué papel desempeña el Espíritu de Dios en nuestra vida? Podemos luchar solos, esforzarnos y hasta rogar sinceramente para obtener la victoria sobre algún pecado, pero aun así no lo logramos. Después del bautismo y la imposición de manos, el Espíritu que nos guía al arrepentimiento sigue obrando en nosotros con más poder aún, para ayudarnos a ver y vencer nuestros pecados y defectos.
Debido a que es imposible guardar por nosotros mismos la ley de Dios en su completo sentido espiritual, y así vencer el pecado, Jesús dijo que enviaría el Espíritu Santo para guiarnos y ayudarnos (Juan 14:16-18). Cuando hacemos todo lo que es humanamente posible por obedecer a Dios, él nos da, mediante su Espíritu, la ayuda que necesitamos para obedecer su verdad y tener una mente sana en la que obre su amor (Hechos 5:32; Juan 16:13; 2 Timoteo 1:7).
Mediante su Espíritu, Dios nos ayuda a vencer nuestras debilidades y deseos egoístas (Romanos 7:13-20), y esto nos permite adorarlo en espíritu y en verdad (Juan 4:23-24). Nos consuela durante las pruebas y hace posible que la mente de Cristo obre en nosotros (Filipenses 2:5). Por medio de su Espíritu, Dios nos inspira, nos guía y nos convierte en sus propios hijos (Romanos 8:13-14; 1 Corintios 2:10-11).
No vencemos nuestros pecados habituales y naturaleza egoísta instantáneamente, sino que es un proceso que dura toda la vida y a veces nos exige un gran esfuerzo. Unos 20 años después de su milagrosa conversión, el apóstol Pablo describió su lucha continua por vencer los deseos perversos que le asediaban. Esos impulsos egoístas eran tan fuertes que los llamó otra “ley” dentro de él: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago . . . Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros” (Romanos 7:18-23).
Pero Pablo también notó que con la ayuda del Espíritu de Dios, aquella naturaleza humana podía ser dominada: “Porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Romanos 8:13).
Algunos se equivocan al creer que una vez que reciban el bautismo Dios se encarga de todo. Se trata de un concepto erróneo y peligroso. Dios espera que resistamos el pecado y que nos esforcemos para que su Espíritu desempeñe un papel activo en nuestra vida diaria. En 2 Timoteo 1:6 Pablo exhortó a Timoteo para que avivara “el fuego del don de Dios [el Espíritu Santo] que está en ti por la imposición de mis manos”, demostrando así que tenemos una responsabilidad personal en nuestra salvación. Timoteo tenía que avivar el Espíritu de Dios, no simplemente quedarse quieto y dejar que Dios lo hiciera todo por él. En Filipenses 2:12 Pablo dijo de nuevo que debemos ocuparnos en nuestra salvación con temor y temblor.
Transformación milagrosa
El Espíritu de Dios obra en nosotros y nos ayuda a cambiar y a empezar a producir buen fruto en nuestra vida. En Gálatas 5:22-23 se enumeran varias cualidades que el Espíritu de Dios produce en la vida de los verdaderos cristianos —amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza— las cuales se hacen cada vez más notorias a medida que crecemos espiritualmente.
El fruto de la justicia es muy importante; también es importante entender que el mérito por la presencia de este fruto es de Dios. Pablo expresó a los filipenses su deseo de ser aceptable a Dios, “no teniendo [su] propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (Filipenses 3:9). Notemos que Pablo confiaba en que Dios produciría la justicia en él, sabiendo que “Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Filipenses 2:13).
Cuando Dios nos llama para ser sus hijos, empieza a alejarnos de la vanidad, el egoísmo y la desobediencia que han caracterizado nuestra vida. Nos transforma mediante la renovación de nuestra mente. Pablo exhortó a los romanos: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Romanos 12:2). Explicó que esta transformación no es instantánea, sino que requiere de cambios constantes en nuestro modo de pensar y en nuestra perspectiva; estos cambios deben afectar permanentemente la forma como vivimos. Por consiguiente, nos convertimos en un “sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es [nuestro] culto racional” (v. 1).
Pablo además advirtió: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Filipenses 2:5). Él describió la actitud y el comportamiento que se hacen evidentes en la mente convertida: “Completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa. Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros” (vv. 2-4). El tener la mente de Cristo es lo que hace posible esta transformación.
El significado simbólico del bautismo es muy profundo. Representa tanto el perdón de los pecados como una vida nueva en Cristo. Debe cambiar nuestra vida para siempre. Estas bendiciones han sido adquiridas a gran precio: Jesucristo sacrificó su propia vida para que pudiésemos tener acceso a la vida eterna mediante el perdón de nuestros pecados.