¿Tiene la vida un mayor significado y propósito?
Es muy paradojal que en nuestra era moderna, con más conocimiento y posesiones materiales que ninguna otra época de la historia, carezcamos de un sentido de propósito en la vida. Este mundo ansía profundamente poder encontrarle algún significado a nuestra existencia.
Oscar Handlin, historiador y autor graduado de Harvard, describe esta falta de dirección y significado: “En algún punto, a mediados del siglo veinte, los europeos y estadounidenses descubrieron que habían perdido todo sentido de dirección . . . Deambulando en la obscuridad, hombres y mujeres de todas las sociedades occidentales, tropezando ciegamente en el camino, intentaban inútilmente vislumbrar algún punto de referencia reconocible” (“The Unmarked Way” [El camino sin señales], American Scholar, verano 1996, p. 335).
Es irónico que nos encontremos tropezando por un sendero incierto. Nuestro deambular por el desierto espiritual ocurre en una era en que el hombre ha logrado muchos avances impresionantes. La calidad de vida ha mejorado de manera general. La expectativa de vida ha aumentado prácticamente en todas partes. El segmento de la población mundial gobernado por el puño de líderes despóticos es cada vez menor. Y a pesar de que está lejos de ser erradicada, la maldición de la pobreza ya proyecta una sombra más pequeña.
Sin embargo, la humanidad está atribulada. Nos invade una sensación de estar yendo a la deriva, sin rumbo fijo. Los consejeros Muriel James y John James describen así este fenómeno: “Un hambre universal invade al mundo. Es el hambre de sacar más provecho de la vida . . . de involucrarse más, y de encontrarle un mayor significado” (Passion for Life [La pasión por la vida], 1991, p. 7).
Una de la razones de esta ansiedad que aqueja a los seres humanos es la falta de sentido y propósito trascendental. No entienden que Dios está comprometido con la humanidad y que tiene un plan para nosotros. Para estar en paz, los seres humanos deben darse cuenta de lo que Dios tiene en mente para ellos.
En el pasado, el hombre occidental poseía “la certeza de que la historia avanzaba en línea directa desde un comienzo hasta un fin”. La mayoría de la gente tenía la convicción de que “nada caminaba sin rumbo, y que ni una sola vida era desperdiciada” (Handlin, pp. 336-337).
La creación y la vida tenían un significado explícito. La sociedad se consolaba mediante el sentido de seguridad que daba Jesucristo al decir que “aun vuestros cabellos están todos contados” (Mateo 10:30). La gente tenía en mente las palabras de Jesucristo cuando dijo que Dios está al tanto de los detalles más ínfimos de su creación, incluso de los diminutos pajarillos: “. . . ni uno de ellos caerá a tierra sin que lo permita el Padre” (NVI, v. 29).
Los cimientos se remecen
¿Qué fue lo que sacudió esta confianza que el hombre tenía en Dios? En el siglo 19, en una de la principales revoluciones espirituales e intelectuales de la historia, los eruditos comenzaron a contemplar las palabras de Cristo y de la Biblia con escepticismo. “Para los hombres y mujeres pensadores, la Biblia dejó de ser una fuente incuestionable de autoridad religiosa; se había vuelto una forma de evidencia . . . que en sí necesitaba ser defendida” (James Turner, Without God, Without Creed [Sin Dios, sin credo], 1985, p. 150).
La fe en la Biblia le había dado a la humanidad un mapa del camino de la vida. La gente creía que, de hecho, la Biblia era su manual, una guía del usuario para la experiencia humana. El mismo manual informaba al hombre que Dios había especificado un destino al final de la vida para todo aquel que lo amara y lo sirviese.
Antes de los monumentales cambios del siglo 19, la Biblia entregaba las respuestas trascendentales que le daban a la humanidad en general un sentido de satisfacción. El gran respeto que inspiraba este libro es ilustrado en una conversación descrita por el traductor bíblico James Moffatt. Este diálogo fue protagonizado por el novelista histórico y poeta Sir Walter Scott, y su yerno, John Gibson Lockhart, aproximadamente una semana antes de la muerte de Scott. Él le dijo a su yerno: “‘Léeme del Libro’. Cuando Lockhart le preguntó a cuál se refería, Sir Walter le dijo, ‘¿Necesitas preguntar? No hay más que uno’” (citado por Bruce Barton, The Book Nobody Knows [El libro que nadie conoce], 1926, p. 7).
Para poder entender el propósito de nuestra existencia debemos volver a la Biblia, porque ésta explica cómo hacer que funcione la vida.
Los dos grandes principios
Jesucristo mostró que la esencia y el propósito de la vida humana son cumplidos mediante la aplicación práctica de dos principios supremos: “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente”, y “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:37, Mateo 22:39). Jesús definió nuestra razón de ser en una palabra: amor. Él dijo que nuestro amor debe ser dirigido primeramente hacia Dios, y luego hacia nuestros congéneres. El amor es la razón de ser del hombre, es su propósito.
¿Pero cuál es el amor del que Jesús habló? Debemos asegurarnos de entender correctamente lo que significa el amor para poder llevar a cabo nuestro propósito.
La mayoría de las personas describiría el amor como un sentimiento romántico, el querer profundamente a alguien o algo. O bien, asocian el amor con la atracción física. El tipo de amor que ellos tienen en mente se orienta hacia ellos mismos; es un sentimiento, una emoción o atracción que los hace sentir bien.
Pero Jesucristo se refirió al amor a un nivel considerablemente superior.
La Biblia describe el amor como la preocupación por otros en vez de la preocupación por nosotros mismos y nuestros deseos y necesidades. En términos más simples, el amor es el camino de dar en vez del camino de recibir (Hechos 20:35).
Jesús dice que nuestro amor debe ser extrovertido, dirigido primeramente hacia nuestro Creador. Debemos esforzarnos por complacerlo y servirlo a él antes que a nosotros mismos (Mateo 6:24). Debemos amarlo con todo nuestro ser. Después debemos dirigir nuestro amor hacia nuestro prójimo, nuestros compañeros humanos. La ley de Dios nos muestra cómo vivir este camino de amor respetuoso hacia Dios (Juan 14:15; Juan 15:10; 1 Juan 5:2-3) y de preocupación por otros. (Para comprender mejor la ley del amor, asegúrese de solicitar su copia gratuita de nuestro folleto Los Diez Mandamientos).
Las personas que tienen como propósito de su existencia el amar y preocuparse cariñosamente por los demás, pueden llegar a alcanzar su óptimo potencial humano. Esta profunda verdad ha sido descubierta por hombres y mujeres sabios. Después de sus días como primer ministro de Gran Bretaña en el siglo 19, Benjamín Disraeli escribió: “Todos nacemos para amar. Es el principio de la existencia y su único fin” (citado por Lewis Henry, Best Quotation for All Occasions [Las mejores citas para toda ocasión], 1966, p. 136).
La voz de la historia
El historiador inglés Arnold Toynbee estudió exhaustivamente las civilizaciones tanto del presente como del pasado. Él ganó fama a nivel internacional por su serie de múltiples volúmenes titulada Estudio de la Historia. Cuando se le pidió que hablara del significado de la vida, él dijo: “Yo creo que el amor sí tiene un valor absoluto, es lo que le da valor a la vida humana . . . El amor es lo único que hace la vida posible, y más aún, tolerable” (Surviving the Future [Sobreviviendo el futuro], 1971, pp. 1-2).
Él también observó que “el verdadero amor . . . se expresa en acciones que superan el egocentrismo, anteponiendo los deseos ajenos a los propios, y en propósitos más allá de uno mismo”, y “este amor . . . es la única forma de auto-realización verdadera” (ídem, p. 3).
Estas palabras contrastan vívidamente con la filosofía moderna de la auto-adoración. En nuestro mundo, muchos creen que tienen derecho a renunciar a sus responsabilidades para ir en busca de la satisfacción personal. El escritor y rabino Harold Kushner informó que “una amplia encuesta acerca de la salud mental en los Estados Unidos afirma que ‘el psicoanálisis (y la psicoterapia) es la única forma de sanación psíquica que intenta curar a las personas separándolas de la sociedad y las relaciones’” (Who Needs God? [¿Quién necesita a Dios?] 1989, p. 93).
En nuestra sociedad, un número cada vez mayor de personas ha llegado a creer que es perfectamente aceptable cortar los lazos con quienes dependen de ellas, si es que ello les permite alcanzar lo que desean de la vida.
Tal actitud es una receta para la soledad, porque es contraria al amor genuino. Eventualmente, aquellos que practican este estilo de vida solo encontrarán frustración. Tal como el rabino Kushner lo explica: “Vivir la vida solo para nosotros mismos nos traerá nada más que tristeza y miseria. Una vida egocéntrica es una vida infeliz. El egoísmo es un inmenso obstáculo para la felicidad” (citado por Dennis Wholey, Are You Happy? [¿Es usted feliz?] Boston, 1986, p. 17).
Jesucristo, después de enseñar a sus discípulos una lección de amor, humildad y servicio a otros, les dijo: “Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis” (Juan 13:17).
¿Dan las riquezas algún significado?
Muchas personas optan por tomar otro camino sin salida: el de darle demasiada importancia a los bienes materiales. Aquellos que caen en esta trampa erróneamente asumen que la acumulación de cosas les dará satisfacción. ¿El resultado? Una sociedad para la cual el tener un alto nivel de vida es más importante que cómo se trata a las personas. La salud de nuestra economía, tanto pública como individual, es considerada más importante que el bienestar de nuestro vecino, y algunas veces incluso más importante que nuestra propia carne y sangre.
Para obtener mayores riquezas y posición social, muchas personas están dispuestas a sacrificar sus matrimonios y familias en aras del avance profesional. Sin embargo, con frecuencia se ven atrapadas en una frenética lucha por escalar peldaños en la sociedad, que no les proporciona ningún significado duradero. Las actividades que supuestamente han de ser provechosas, conducen solo al cansancio físico, mental y emocional.
Comparado con la pobreza de generaciones anteriores, el mundo occidental se ha encaminado rápidamente hacia la vía del éxito material. No obstante, muchos encuentran que la vida carece de algo. Para los exitosos, la vida puede llegar a ser como una vertiginosa montaña rusa en un parque de diversiones: les provoca gran emoción, pero también desorientación.
“Nos apresuramos en comer para ir a trabajar, y trabajamos aceleradamente para poder ‘recrearnos’ en las tardes, los fines de semana y vacaciones. Y luego nos apresuramos durante nuestros momentos de recreación con la mayor velocidad, ruido y violencia posible. ¿Para qué? ¿Para comer la milésima hamburguesa en algún restaurante de comida rápida, determinados a mejorar la ‘calidad’ de nuestra vida?’” (Wendell Berry, What Are People For? [¿Para qué son las personas?] 1990, p. 147).
El dinero no puede comprar la felicidad. Vivir pensando lo contrario puede tener serias consecuencias.
El materialismo no substituye el propósito
Entonces, ¿dónde podemos encontrar la felicidad? La encontramos en el descubrimiento del propósito principal de nuestra vida. La encontramos al preocuparnos por otros e involucrarnos con ellos. “La esencia de la felicidad es el amor incondicional que tenemos por las personas en nuestra vida, y el amor incondicional de ellas por nosotros” (Wholey, p. 11).
Jesús dijo: “Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee” (Lucas 12:15). Las cosas que importan en la vida son los valores que adoptamos, el carácter que construimos, las relaciones que desarrollamos y las contribuciones que hacemos en nuestras relaciones.
La mayoría de las personas sigue el camino del obtener en vez del camino del dar. Tal enfoque puede compararse a la calcomanía de autos que dice: “El ganador es aquel que muere con la mayor cantidad de juguetes”. Esta filosofía no resulta a largo plazo. Al contrario, Jesús dijo que es mayor bendición dar que recibir (Hechos 20:35). Quien realmente gana cuando muere es aquel que se embarca en la búsqueda del propósito de Dios, y dedica su vida a llevarlo a cabo. “Porque este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a otros” (1 Juan 3:11).
Para responder a una pregunta hecha al comienzo de la Biblia (Génesis 4:9), nosotros somos el guardián de nuestro hermano. Estamos obligados a amarnos unos a otros y a dedicar nuestras vidas a este objetivo: “No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley” (Romanos 13:8). El amar a otros es la manera de obtener plena satisfacción.
Ame a Dios con todo su corazón
Jesús dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mateo 22:37; compárese con Deuteronomio 6:5, Deuteronomio 10:12). Amar a Dios es el fundamento principal para alcanzar la felicidad genuina y completa. El Creador, quien nos dio la vida, merece nuestro más grande amor. “Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos” (Hechos 17:28).
Dios es el dador supremo. “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces” (Santiago 1:17). La primera obligación en la vida de todo ser humano debe ser Dios (Hechos 5:29), y le debemos completa devoción.
Dios busca a personas que estén dispuestas a adorarlo (Juan 4:23). Él nos creó para compartir su vida y propósito con nosotros, dándonos el significado verdadero de nuestro existir.
La historia nos muestra que las naciones que mantienen una devoción hacia Dios retienen su fuerza y vitalidad. Después de reflexionar sobre el declive de la atea Unión Soviética y compararla con Estados Unidos, el autor David Halberstam escribió: “La sociedad justa y armoniosa fue también, en el largo plazo, la sociedad más fuerte” (The Next Century [El próximo siglo], 1991, p. 14).
El historiador francés Alexis de Tocqueville observó el éxito de Estados Unidos en el siglo 19 y escribió: “Estados Unidos es grandioso porque Estados Unidos es bueno. Si Estados Unidos deja de ser bueno, dejará de ser grandioso”. Esta afirmación se puede aplicar a todas las naciones. Cada uno de nosotros necesita a Dios en su vida personal, independientemente de lo que cada nación haga.
La conexión divina
La fe en Dios nos infunde la sensación de pertenecer a un plan universal muy superior. Necesitamos tener fe en Dios cuando enfrentamos los sufrimientos de la vida. Puede que nuestro camino de vida nos colme de adquisiciones materiales, pero éstas son por lo general inútiles en tiempos de gran pérdida y aflicción. Como observó el historiador británico Paul Johnson: “En el dolor crónico y la angustia sin fin aparente, incluso el ateo declarado busca a un Dios” (The Quest for God [La búsqueda de Dios], 1996, p. 3).
Necesitamos la paz y certeza de que la promesa de una recompensa eterna se cumplirá. Dios promete la vida eterna a través de Jesucristo para aquellos que creen en él (1 Juan 5:12). Si el futuro no depara nada para nosotros excepto el vacío eterno, no tenemos qué nos proteja del aterrador espectro de la muerte.
Si es verdad que no hay vida más allá de la tumba, estamos obligados a admitir que la vida es como una bocanada de aire, que viene y desaparece sin dejar rastro. Si esta vida es todo lo que hay, seríamos muy desdichados (1 Corintios 15:19). Pero Dios nos asegura que él tiene algo en mente mucho más grande para nosotros.
El apóstol Pablo escribió que Dios planificó un futuro maravilloso para nosotros, incluso antes de haber creado a nuestros primeros padres, Adán y Eva. Él planeó nuestro destino “según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos” (2 Timoteo 1:9). Nuestro futuro –nuestra razón de ser– fue parte del maravilloso propósito de Dios antes de que él formara el universo con sus cuerpos celestiales, mediante los cuales medimos el paso del tiempo.
El propósito de Dios es mucho más sublime que la sola creación de seres humanos mortales y perecederos. Él está en el proceso de diseñar una “nueva criatura” (2 Corintios 5:17) –sus propios hijos e hijas espirituales, que compartirán su misma naturaleza y carácter.
¿Cómo es esto de una nueva criatura? Pablo contrasta el “ropaje de la vieja naturaleza, la cual está corrompida por los deseos engañosos”, con “el ropaje de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad” (Efesios 4:22-24, NVI). Pablo describe así una transformación muy necesaria. Ésta consiste en cambiar primero nuestra naturaleza y carácter, derivados de una mente y perspectiva que tiende a ser hostil hacia Dios (Romanos 8:7). Esencialmente, esto comprende un cambio trascendental al momento de la resurrección, una transformación de nuestros cuerpos físicos y mortales en gloriosos cuerpos espirituales inmortales.
Note cómo describe Pablo este milagro: “He aquí, os digo un misterio: No todos dormiremos; pero todos seremos transformados, en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: ‘Sorbida es la muerte en victoria’” (1 Corintios 15:51-54).
Dios está llevando a cabo esta metamorfosis total mediante el poder de su Espíritu. La Biblia describe esa transformación espiritual como la salvación. Pablo describe a aquellos que recibirán la salvación como hijos de Dios. “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados” (Romanos 8:16-17).
¿Alcanza usted a comprender el significado de esta afirmación inspirada de Pablo? Él explica por qué estamos aquí, la razón misma de nuestra existencia. Las Escrituras nos dicen que Dios está creando una familia. Él nos ofrece la oportunidad de ser parte de esa familia, la familia de Dios.
El núcleo del plan de Dios
Esa relación familiar –nuestra transformación en hijos de Dios– es el corazón y núcleo de su increíble plan para la humanidad. Note lo importante que es esta familia para Dios: “a fin de llevar a muchos hijos a la gloria [a través de la resurrección a la inmortalidad], convenía que Dios, para quien y por medio de quien todo existe, perfeccionara mediante el sufrimiento al autor [Jesucristo] de la salvación de ellos. Tanto el que santifica [Cristo] como los que son santificados [los seres humanos en los cuales él está trabajando] tienen un mismo origen” (Hebreos 2:10-11, NVI).
Aquellos que son verdaderamente convertidos —es decir, guiados por el Espíritu de Dios después de arrepentirse y bautizarse (Hechos 2:38; Romanos 8:9)— tienen el mismo Padre espiritual y son miembros de la misma familia: la familia de Dios. Las Escrituras continúan diciendo: “Por lo cual Jesús no se avergüenza de llamarlos hermanos, cuando dice: ‘Proclamaré tu nombre a mis hermanos; en medio de la congregación te alabaré’. En otra parte dice: ‘Yo confiaré en él’. Y añade: ‘Aquí me tienen, con los hijos que Dios me ha dado’” (Hebreos 2:11-13, NVI).
Jesús no se avergüenza de llamar a los miembros de su Iglesia “sus propios hermanos” (y “hermanas”). Esta relación familiar es así de íntima y maravillosa.
Desde el comienzo, Dios ha declarado este propósito con gran claridad: “Entonces dijo Dios: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza’ . . . Y creó Dios al hombre a su imagen . . . varón y hembra los creó” (Génesis 1:26-27).
Hombres y mujeres fueron creados a la imagen de Dios y conforme a su semejanza, para ser como Dios. Él nos dice, “seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor Todopoderoso” (2 Corintios 6:18).
Los seres humanos que son incorporados a la familia que Dios está creando, serán finalmente seres espirituales glorificados tal como Jesucristo resucitado (Filipenses 3:20-21). El apóstol Juan nos dice sencillamente que “seremos semejantes a él” (1 Juan 3:2). Nuestro destino final será el de resplandecer “como las estrellas a perpetua eternidad” en la familia de Dios (Daniel 12:2-3).
El magnífico potencial de toda persona, según lo describen Jesucristo y sus apóstoles, parece tan increíble, que la mayoría de las personas no alcanza a comprender esta verdad al leerla por primera vez. A pesar de estar claramente descrita en la Biblia, las personas generalmente la pasan por alto. Sin embargo, este maravilloso futuro es el propósito y la razón principal por los que Dios creó a la humanidad. Es la razón por la cual nacimos y existimos. Dios está en el proceso de crear a su familia inmortal, y usted puede formar parte de ella.
(Si usted desea saber más acerca del plan de Dios para la humanidad, asegúrese de descargar o pedir nuestros folletos El evangelio del Reino de Dios y ¿Quién es Dios? Ambos son gratuitos y pueden ser solicitados en cualquiera de nuestras oficinas a través de nuestro sitio web www.ucg.org/espanol).
¿Es la palabra de Dios verdadera?
No debemos creer en Dios o en la Biblia solo para sentirnos bien; debemos aferrarnos a las Escrituras porque son la verdad. La credibilidad de la Biblia puede ser comprobada. (Para verificar personalmente la verdad de la Biblia, asegúrese de descargar su copia gratis de nuestro folleto ¿Se puede confiar en la Biblia? de nuestro sitio web www.ucg.org/espanol, o de solicitarla a una de nuestras oficinas más cercanas a su domicilio). En la Biblia, Dios promete a aquellos que le sirven una recompensa más grande que cualquier cosa que esta vida pueda ofrecer.
En su condición actual, con la falta de entendimiento del propósito de Dios, el hombre es como un barco a la deriva, sin rumbo y a merced de los vientos y tormentas. Sus dogmas no sirven de escudo frente a las ansiedades e incertidumbres inherentes a la condición humana.
Pero usted sí puede llegar a comprender la razón de su existencia. Puede apartarse de “la vida absurda que heredaron de sus antepasados” (1 Pedro 1:18, NVI), transformando su vida para que tenga significado y propósito, una vida plena.