Una cuestión de estilo

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Una cuestión de estilo

La forma de vestir, hablar, caminar, peinarse y, en general, la forma de expresar nuestra personalidad es crucial para definirnos como seres únicos e individuales durante la adolescencia.

Lo tengo presente porque recuerdo muy bien que, cuando asistía a la preparatoria, tuve muchos problemas para encajar en algún grupo de amigos. No me gustaba vestir de la misma forma que la mayoría de mis compañeros, ni tampoco usar el vocabulario que usaban, ni escuchar la misma música. Sentía que no me representaba.

Afortunadamente, conseguí hacer muy buenos amigos a pesar de ello. Y estoy convencido de que en gran parte se debe a que Dios puso a esas maravillosas personas en mi camino. Entonces entendí que uno puede ser amigo de personas muy agradables, con valores positivos y buenas intenciones, aún si esas personas vienen de un mundo no religioso o espiritual (como ha sido mi caso).

Al mismo tiempo, comprendí que ser amigo de ciertas personas no te forza a ser como ellos. De hecho, en muchas ocasiones hacer amistad con personas de lo más variopinto es positivo, porque nos ayuda a trazar aquellas líneas que no queremos cruzar. Es decir, nos ayudan a decidir firmemente a no consumir ciertas comidas, escuchar o decir determinadas palabras, ver algún contenido, tener algunos pensamientos e incluso, sentir algunas emociones.

La convivencia, sin embargo, nos va familiarizando con algunas cosas con las que no estamos de acuerdo. Y, de hecho, ese es el gran riesgo de las amistades que no comparten nuestros valores: nos influencian silenciosamente para cambiar nuestra forma de ser.

Y bueno, eso es algo que ocurre de forma recurrente con los amigos, pero no es exclusivo de ese ámbito.

Uno puede ser “amigo” de ciertos pensamientos, o de ciertos gustos, creencias, o de ciertas emociones, y sin darse cuenta, dejarse influenciar por ello.

Hace algunos años fui testigo de cómo un pequeño grupo de personas que buscaban a Dios con todo su corazón fue perdiendo el Norte espiritual por su creciente cercanía con otras formas del “cristianismo” y por la necesidad de la efervescencia emocional que las caracteriza. Pese a conocer la sana doctrina, y a tener la mejor intención de la obediencia, extraviaron el punto central de la misma, que no es sino la esperanza en el evangelio.

Este fue un cambio tan sutil, que no se percataron de ello. De hecho, en principio, no se trató sino de una cuestión de estilo. Un poco más de sentimientos, un poco de tolerancia, un poco más de beber de otras fuentes para expandir la comprensión.

De pronto, algo ya no era igual. Aunque el mensaje era aparentemente el mismo, el estilo cambió algo del mensaje, y era la forma de vincularnos con Dios. No era ya el temor o el celo, sino la emotividad y la culpa.

Años después, en retrospectiva, comprendí lo importante que es conservar el estilo propio, no solo a nivel personal y espiritual, sino a nivel grupal, como Iglesia. Porque incluso los cambios más sutiles pueden desorientarnos con facilidad. Esto no significa que debamos ser completamente intransigentes al cambio, pero sí que debemos estar vigilantes y atentos a todo cuanto ocurre. Es importante que aprendamos a asirnos a las raíces de nuestra fe, no soltarlas, y no dejar que nada nos distancie de ellas, siempre como una labor personal. Ni el ambiente mundial, ni el ambiente de nuestra congregación, ni nuestras vulnerabilidades humanas deben distanciarnos de las doctrinas fundamentales de la Iglesia. 

Como siempre, nuestras guías son la Palabra de Dios y nuestra relación con él y nuestro hermano mayor, Jesucristo. Por eso debemos alimentarnos espiritualmente de fuentes sanas, mantenernos en oración, meditación y ayuno, fieles en obediencia y temor. Eso nos dará un buen, perdurable y agradable estilo… mucho estilo.