Los sentidos al servicio de la fe
Algunas veces, creer, pensar y hablar de Dios se vuelve complicado en nuestra vida diaria. Los compañeros de escuela o trabajo, las amistades y en muchas ocasiones la familia misma miran con extrañeza todo aquello que se relacione con el mundo espiritual. Pero esa extrañeza es –también tristemente- alarmante.
Podemos constatar sin ningún esfuerzo que las películas, libros y programas televisivos de moda con temas sobrenaturales y siniestros como posesiones demoniacas, fantasmas, zombies y demás criaturas malignas, no hacen sino despertar el interés y en muchos casos, fascinación al mundo en general; mientras simultáneamente se ridiculiza hablar de Dios, juzgando a quienes se atreven como retrógradas, bobos o estrafalarios. ¿Podemos notar lo triste y vergonzoso (y peligroso) que es reírnos de nuestro Padre?
Definitivamente para el mundo en general esto no tiene gran importancia. Han reducido a Dios a un mito o un cuento sin importancia y en esta misma ceguera, le atribuyen responsabilidades que le corresponden al hombre que ejerce su libre albedrío. Como fuere, nos concierne a nosotros porque vivimos en el mundo, aún sin pertenecer a él (Juan 17:14). Así que volvamos a nuestra cuestión inicial: ¿Qué hacer para integrar a Dios en nuestro andar cotidiano?
Probablemente lo más complicado para alcanzar esta meta, se derive de nuestra dificultad de alejar a Dios de la fantasía y sentirlo como un ser real. Y aquí surge una segunda interrogante ¿Cómo sentirse acompañado y amado por un ser que no podemos ver? ¡Definitivamente es más sencillo depositar y hacer culpables de nuestros miedos y malos deseos a la infinidad de productos culturales y criaturas televisivas destinadas a ello, porque podemos verlos! –aun siendo fantasías. La respuesta que puedo darle a la anterior pregunta es la siguiente: El secreto para comunicarnos y sentir a Dios como nuestro Padre, está en usar los sentidos adecuados.
Sobre esto, el apóstol Pablo nos dejó algunas muy valiosas palabras. En 2ª de Corintios 5:7 encontramos: porque por fe andamos, no por vista, lo que nos da a entender que no podemos fiarnos de lo que vemos para andar por el camino correcto, sino que dependemos de otro sentido, de otra herramienta: de la fe. ¿De dónde proviene ésta? El mismo apóstol Pablo nos responde en Romanos 10:17, explicando: Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios. Entonces, debemos iniciar por lo más básico: atender a lo que el Eterno ha dejado para nosotros: su palabra escrita, y, desde luego, avanzar en el cumplimiento de lo que está escrito: obedecer los mandamientos, congregarnos en sus días santos, guardar sus fiestas, convivir como hermanos genuinos. En otras palabras ir abriendo nuestros sentidos a lo que el Eterno ha hecho con la raza humana durante todos estos siglos, sensibilizarnos a su plan de salvación y comprenderlo. Ejercitar nuestra fe es una labor cotidiana que da como fruto su simple crecimiento.
De este modo, con el paso del tiempo nos daremos cuenta de que sumergirnos en pláticas edificantes, estudiar la obra y la palabra de Dios, y continuar intentando diligentemente el seguir sus mandamientos, reenfocará nuestros demás sentidos para contemplar y admirar la mano de Dios en todo aquello que nos rodea: desde el milagro de nuestra respiración y nuestros sentidos, hasta la enormidad y perfección de las leyes de la naturaleza y del universo.
El Rey David es un magnífico ejemplo de que nuestros sentidos pueden estar al servicio de nuestra fe y no al revés: Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? (Salmos 8:3-4).
¡Hagamos a Dios parte de nuestras vidas cada día, como él lo ha hecho con nosotros!